La Otra Historia de Buenos Aires
por Gabriel Luna
Segundo Libro: 1636 – 1735
PARTE VII
Años 1642 – 1643. La extraña peste que diezmó Buenos Ayres se desató en agosto y septiembre de 1642. No hubo ese año comercio ultramarino debido a la guerra con Portugal, ¿de dónde vino entonces el contagio? Quitando el comercio ultramarino y la hipótesis fantástica del castigo celestial -tan enraizada en la época-, se descubre el origen en la propia Aldea. La peste de fuertes calenturas y virulencias -hoy conocida como tifus exantemático- apareció por la pobreza, la suciedad, los piojos y el frío.
Decía un pregón de entonces: “Y como no hay médico ni medicinas, ni otras cosas necesarias para la cura, es preciso acudir al mejor e más esencial remedio quel asunto pide, y ques rogar y suplicar a Dios Nuestro Señor”. Continuaba el pregón llamando a la procesión y a la novena, pidiendo dinero para los curas y cera para los santos.[1]
Finalmente, la peste se redujo. No por las procesiones ni el humo de los altares, sino por la naturaleza. Porque todo termina. Y creció de alguna forma la fe y el prestigio de las órdenes religiosas. Cobraron los franciscanos por combatir la peste, los jesuitas pidieron al Cabildo un “pedazo” de la plaza Mayor para añadir a su iglesia y colegio, y los dominicos volvieron a pastorear sus ovejas en la Aldea.[2]
La Aldea recupera la salud. El tiempo es agradable y templado. El 11 de noviembre se celebra con un juego de cañas el día de San Martín de Tours, patrono de Buenos Aires. En diciembre hay abasto de carne a precios muy bajos. Fluye el vino de contrabando. Vuelven los bailes en las pulperías y los salones. Hay menos soldados en las calles y más mujeres. El peligro de una invasión portuguesa parece disiparse en el verano.
En enero de 1643 se renuevan las autoridades en el Cabildo. Y se nombra un tutor público, un “padre de menores y huérfanos”, por el creciente abandono de niños. Hay, además, gran mortandad infantil. Aquí la gente parece reacia a multiplicarse -como ocurre con algunas especies en cautiverio- o, al menos, a hacerse cargo de los hijos. El abandono, el descuido y el desinterés suelen hallarse entre pobres y ricos.
El lunes 23 de febrero Pedro García, el portero del Cabildo, cuenta a Juan Vergara, el regidor perpetuo y hombre más rico de la Aldea, que ha visto hace unos instantes salir de su casa a la señora María Guzmán Coronado, y que ha cruzado la plaza en silla de manos escoltada por dos mujeres, llevando con ella un crío. Y que él, Pedro García, aunque no lo ha visto, sabe que se trata de un crío porque lo ha oído berrear.
La silla de manos con caja de madera labrada y tapiz de damasco, cargada por dos esclavos atrás y uno adelante, luego de atravesar la plaza toma la calle Mayor (actual calle Defensa). Adentro van María Guzmán Coronado -la mujer más deseada de la Aldea- y su hija Juana, que tiene siete meses. A los costados de la caja caminan un ama de leche y una doncella. Cuando llegan a la calle San Juan Bautista (actual, Alsina) encuentran las primeras ovejas de los dominicos. Y al llegar a la esquina de San Francisco (actual calle Moreno) el rebaño se pone denso. La silla está detenida frente a la casa de María de Vega, importante personaje de la elite porteña, viuda reciente de Pedro Rojas Acevedo. María Guzmán había frecuentado el salón de esa casa hasta que fue notable el embarazo de Juana. No era entonces conveniente exhibirlo. Tampoco ahora es conveniente exhibirse con Juana. La doncella y la nodriza se adelantan agitando pañuelos para espantar las ovejas y hacer una senda. La silla avanza como una punta de flecha, un triángulo con vértices en los esclavos porteadores, abriéndose paso entre las ovejas blancas. La flecha va en dirección al convento de los dominicos, pero se detiene antes. En la esquina de Mayor y Santo Domingo (hoy, Defensa y avenida Belgrano), en la casa de Isabel de la Cueva y Benavídez. Donde la bella y ambiciosa María Guzmán Coronado también detiene su relación con Juana. Entrega su hija, con nodriza incluida y cofre de monedas, a Isabel de la Cueva, la hermana del padre de la niña: Juan de la Cueva y Benavídez.
La cuestión tuvo cierta difusión en esa aldea de cinco mil almas, que era por entonces Buenos Aires. El portero Pedro García le pidió a Juan Vergara que intercediera para que el Cabildo le aumentara el salario anual, de 30 pesos a 40, porque no le alcanzaba para vestirse. Vergara se lo pensó, y García le refirió que había visto a Juan Tapia de Vargas y al general Alonso Herrera Guzmán entrar furtivos en la casa de María Coronado. Sonrió Vergara, y el portero consiguió el aumento.
Los chismes eran moneda corriente. Más, en una aldea remota en los confines del mundo. Y para colmo, aislada por una guerra inexistente. Las andanzas de María Guzmán Coronado eran un entretenimiento casi imprescindible, eran el culebrón donde las cinco mil almas proyectaban sus ambiciones y sus sueños. La vida de María Guzmán fluía como una representación, un alimento virtual o, si se quiere, pagano, y ella lo sabía. Había un abismo entre los salones de la elite porteña y las pulperías. El espectáculo permitía la convivencia, servía para naturalizar la distancia. Hacía falta ese alimento, hacía falta crear una reina para sostener la desigualdad.
Y el reciente episodio de María Guzmán Coronado resulta en verdad nutriente: la reina decide desprenderse de su hija porque le impide alcanzar sus ambiciones personales (una decisión de cierta popularidad en la Aldea), y luego entran en escena dos posibles amantes: el rico y veterano Juan Tapia de Vargas, que tiene una controversia con Juan de la Cueva Benavídez, el padre de la hija abandonada; y el apuesto general Alonso Herrera Guzmán, lejanamente emparentado con María y gobernador de Santiago del Estero, de paso por Buenos Ayres. ¿Qué hará la reina María? ¿Matará Tapia de Vargas a Juan de la Cueva? El episodio es sabroso y va desarrollándose con distintos aportes en salones y pulperías dando cierto entretenimiento a la Aldea. Hasta que abruptamente todo se corta. El miedo ocupa el protagonismo. Nadie habla más de María. ¿Qué ocurre? Se han avistado navíos enemigos en el río de la Plata.
Martes 3 de marzo de 1643. Amanece en la boca del Riachuelo. El vigía despierta junto a un cañón, ve una mancha y después otra. Dos velámenes, dos navíos, como surgidos de la noche o de una pesadilla. Y el vigía grita, por terror o para dar aviso. El tercio se levanta moroso, incrédulo, comparte el asombro y después el miedo.[3] ¿Son portugueses? ¿Vendrán más navíos detrás? Suena una campana. Parte a todo galope un jinete hacia el Fuerte. El vigía confirma que el primer navío es portugués. El sol aparece en el río. Suena otra campana desde el Fuerte y poco después doblan las campanas de la Catedral y de San Francisco. La Aldea despierta en alarma. Al arma: puesta en armas. Y los vecinos, formando milicias, acuden rápidamente al Fuerte, a la boca del Riachuelo, y al arrabal llamado Taco Verde en el límite oeste del caserío (entre el actual Obelisco y la calle Libertad).
La conmoción fue tremenda. Nadie hablaba; salvo los oficiales reales, que ordenaban las guardias, las patrullas, y la distribución de los pertrechos. Era la primera vez que una guerra europea llegaba concretamente hasta los confines del mundo.
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[1] La novena era un ejercicio de procesiones, misas, oraciones y letanías, que duraba nueve días.
[2] El pedido de los jesuitas de un “pedazo de plaza” consta en el acta del cabildo del 22 de noviembre de 1642. Las ovejas de los dominicos habían sido retiradas de la Aldea en 1641, por las molestias que causaban y porque arrasaban los pastos de los caballos de los soldados del Fuerte.
[3] Tercio: regimiento español de infantería.
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La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)
Parte I
Parte I (continuación)
Parte II
Parte II (continuación)
Parte III
Parte III (continuación)
Parte IV
Parte IV (continuación)
Parte V
Parte V (continuación)
Parte V (continuación)
Parte VI
Parte VI (continuación)