La Otra Historia de Buenos Aires
Segundo Libro: 1636 – 1735
PARTE X
por Gabriel Luna
La Giralda
Recuerda. Ahora tiene algo en los ojos, ve nublado o como a través de una lluvia; entonces mira hacia dentro. Recuerda. Ve un patio de Sevilla cuando era niño.Una torre morisca muy alta con campanario cristiano y, arriba de todo, una mujer gigante de piernas hermosas que gira con el viento. Recuerda como buscando. Ve una selva en Cuba cuando era joven. Ve una subasta de negros azules en la plaza de Lima. Ve una procesión con cirios yendo por una calle cubierta de lingotes de plata en Potosí. Pero no busca eso. Ahora Juan Vergara tiene 83 años y está en su patio andaluz, aunque no en Sevilla sino en Buenos Ayres. Él ha hecho éste a semejanza de aquel patio sevillano, importando mosaicos, azulejos y herrería. Abre los ojos y ve a través de la lluvia una mujer negra bailando frente a él. Una de sus esclavas angoleñas. Oye la zarabanda y recuerda un burdel de arañas venecianas y una muchacha negra vestida con una camisa de encaje que no le cubre los muslos. Recuerda la risa perlada de la joven, un aro de plata. No podía resistirla. Ese burdel era suyo y de Valdez. Lo había construido un arquitecto florentino traído por Vergara. Además del burdel, el arquitecto fue autor del primer Cabildo de Buenos Ayres, del Hospital San Martín de Tours, del molino sobre el río, y de las casas de Vergara. Él, capitán letrado y regidor perpetuo don Juan de Vergara y Mallara, se consideraba caballero andaluz y hacedor de sueños. Tal vez por aquella torre abismal y soberbia que había visto de niño. La torre más alta del mundo. Admirada, destino de peregrinos y aventureros. Tal vez por aquella torre él había hecho Buenos Ayres.
En diciembre de 1647 volvió el gobernador Jacinto Lariz a Buenos Ayres tras su malograda excursión a las misiones. Los jesuitas no tenían oro, ni sabían dónde encontrarlo. El orgullo de Lariz estaba herido por el fallo. Se había dejado llevar por leyendas y alcahuetes. Los jesuitas reían a su costa, también el obispo Velasco. Pero era más fuerte la ambición que su orgullo, de modo que siguió andando. Y fue a buscar la plata de la elite porteña.
Lariz supo por el contador Agustín Lavayén, de la fortuna de Tapia de Vargas, fallecido en 1646. [1] Tapia de Vargas, además de estancias, casas de morada, mueblerías, cofres de joyas, tafetanes y sedas, tenía 125 lingotes de plata, un Cristo de oro y cincuenta y dos esclavos. ¡Ya quisiera un noble de España, tener cincuenta y dos esclavos!, clamaba Lariz. ¡Habrá algunos, por cierto! Mas el grueso dellos… Lariz supo de la fortuna de Pedro Sánchez Garzón, fallecido en 1646, quien había dejado un par de casas cómodas a la Iglesia, donde el Obispo quiso montar un seminario. Y puesto a investigar, supo también de la fortuna de algunos vivos: Gáspar Gaete, militar y ganadero, cuarenta y dos esclavos; María de Vega, estanciera y mercader, veintisiete esclavos; Antonio Bernalte Linares, funcionario del Cabildo, dieciocho esclavos; Alonso Guerrero, rentista y comerciante de ultramarinos, veinte esclavos; y el hombre más rico de la Aldea: Juan Vergara, capitán letrado, mercader, estanciero y regidor perpetuo del Cabildo, que vivía puertas adentro en una suerte de palacio oriental, setenta y cinco esclavos.
Lariz no salía de su asombro al descubrir tanta riqueza en esta aldea tan pobre. Calles de tierra, mendigos, apenas una docena de casas españolas, muchos ranchos, taperas, baldíos, un solo bajel en el puerto. ¡Los comercios e industrias a la vista eran los de una economía campesina! La riqueza surgía del contrabando. Lariz había sido advertido, pero imaginaba otras cifras. Había detrás de la aldea campesina una red muy grande compuesta de navíos, puertos clandestinos, estancias e hileras de carretas, dedicada al tráfico ilegal de esclavos, de plata potosina y de toda clase de mercancías. La red evadía el tributo a la Corona y aprovechaba las guerras, traficaba con holandeses y portugueses porque le convenía, fueran o no enemigos de España. Y también, porque le convenía, mantenía la pobreza estructural de Buenos Ayres.
A Lariz no le preocupaba demasiado la economía de Buenos Ayres, pero sí la propia, que sólo obtenía migajas de aquel portento. Imaginó entonces un trozo de pastel, en vez de las migajas, y envió una esquela a Juan Vergara para invitarlo al Fuerte el día 20 de diciembre. Vergara agradeció y declinó cortésmente la invitación, por motivos de salud, y prometió escribirle para encontrarlo en cuanto mejoraran sus huesos. Esperó Lariz con su apetito. Pensó que lo vería en la misa de gallo de la Catedral, pero Vergara no asistió. Y tampoco asistió al Cabildo para la elección de autoridades el miércoles 1º de enero de 1648. Entonces Lariz envió una citación.
Hace calor. Juan Vergara tiene su estrado en el patio y está tendido con camisón de Holanda entre cojines y almohadones de lino. Hay un escriba a su izquierda, una esclava con abanico egipcio detrás, bandeja con jarras y copas a la derecha. Y más allá, al frente, y entre candelabros de plata, para que él pueda ver a través de las nubes de sus ojos, baila la negra. Va desnuda, apenas una ajorca en el tobillo y un aro de plata. Igual que la negra que toca con una viola la zarabanda. Igual que todas las mujeres jóvenes y negras de la casa. Él ha implantado esa costumbre con la excusa del verano y la higiene, con la excusa de poder diferenciarlas entre las nubes blancas de sus ojos, y con el propósito de hacer un paraíso musulmán, un harén cristiano. Vergara ya casi no sale de su casa. Ni siquiera va al Cabildo, que está cruzando la calle y podría ir con silla de manos -la casa de Vergara estaba en la actual Hipólito Irigoyen, frente a Plaza de Mayo-. Dirige sus negocios con mensajeros. ¿Para qué salir? Le duelen los huesos, oye poco, ve menos. Tiene en su casa un cura y una capilla con retablo de la Anunciación y santos de cera con vitrina en cada cuarto para ganar el cielo cristiano. Tiene la biblioteca más surtida de la Aldea, objetos de arte, treinta kilos de joyas, un arcón de onzas de oro, despensa abarrotada, cocina, sirvientes, y el paraíso musulmán. ¿Para qué salir? Esta mixtura de lo musulmán y lo cristiano viene hasta mí de aquella torre, piensa. Mitad morisca y mitad cristiana. Recuerda. Ve sobre el campanario la giganta cobriza de piernas hermosas moviéndose en el viento. “Aquella famosa giganta de Sevilla”, escribió Cervantes, él lo había leído. [2]Todo viene desde allí!, dice llamando a la bailarina. Y la esclava, también cobriza, se acerca rodeada de candelabros. Los muslos brillantes están a un palmo de la cara del capitán. El viejo apoya las manos en los muslos y huele a la mujer perlada de sudor, se embriaga. Ninguno de los dos morirá de inmediato pero será la última vez que estén juntos. El viejo sonríe y mira hacia arriba, el vientre fantástico, las tetas como campanas, los pezones azulados, la cara de una diosa griega. Y es como La Giralda sobre la torre que había visto el niño en Sevilla, pero convertida en mujer y mucho más próxima. La escena es la construcción de un sueño. La bailarina apenas se mueve, toca suavemente la cabeza de aquel niño, sonríe. Las manos del viejo recorren los muslos, hacen una seña, y la esclava desnuda del abanico se cuela bajo el camisón de Holanda. Suspira el viejo, las manos suben hasta la cintura de la bailarina y ella susurra, abre las piernas y baja su sexo hasta la cabeza del viejo. Salvo el trío nadie debe moverse, hacer ruido o hablar. La escena fue construida así. Pero algo se rompe. Pasos y voces crecen desde el salón. ¿Quiénes desobedecen al amo? Un tercio armado con adargas y venablos, encabezado por el propio Lariz invade el patio sevillano.
El 6 de enero de 1648, en la noche de la Epifanía y de los reyes viajeros, parte de Buenos Ayres una carreta con jaula llevando a Juan Vergara, casi un rey depuesto. Acusado de fraudes, cohechos, perversidades, y de fundar una organización criminal contra esta república y sus vecinos, responsable de amenazas, robos, extorsiones, torturas, asesinatos varios, y los envenenamientos de dos gobernadores. [3] El hombre más rico del Río de la Plata, que había decidido no salir de su casa, parte sin monedas ni harén al destierro. Lleva sólo su camisón de Holanda… Y es como el final de un sueño o de una pesadilla, según desde donde se mire. [4]
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[1] Lavayén había acompañado a Lariz en la excursión a las misiones y era yerno de Tapia de Vargas.
[2] “Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla llamada La Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un lugar es la más movible y voltaria mujer del mundo”. Don Quijote de la Mancha, II, Cap. XIV.
[3] Los gobernadores fueron Góngora y Marín Negrón. Los envenenamientos y demás crímenes de la organización fundada por Vergara están contados en La Otra Historia de Buenos Aires, Ed. Punto de Encuentro, 2010.
[4] Vergara hizo un viaje inclemente de un mes hasta la ciudad de Mendoza, donde estuvo bajo la custodia del general Francisco Lariz y Deza -hermano del gobernador Jacinto Lariz-, y murió dos años después, a los 85.
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La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)
Parte I
Parte I (continuación)
Parte II
Parte II (continuación)
Parte III
Parte III (continuación)
Parte IV
Parte IV (continuación)
Parte V
Parte V (continuación)
Parte V (continuación)
Parte VI
Parte VI (continuación)
Parte VII
Parte VII (continuación)
Parte VIII
Parte VIII (continuación)
Parte IX
Parte X