La Otra Historia de Buenos Aires
Segundo Libro: 1636 – 1735
Segunda Parte (continuación)
El 11 de septiembre de 1636 se festejó con lidia de toros y juego de cañas en la Plaza Mayor -actual Plaza de Mayo- al santo y patrono de la aldea de la Trinidad y puerto del Buen Ayre. El santo y protector era y sigue siendo San Martín de Tours, un soldado romano que se había convertido en religioso cristiano durante el siglo IV. Pero no se hablaba de eso en la Aldea, tampoco de aquella historia invernal y remota donde el Santo había dividido su capa para compartirla con un mendigo; se hablaba sí del juego de cañas, de quiénes participarían y cuáles destrezas tenían.
El juego de cañas consistía en una lucha entre dos bandos de cuatro jinetes armados con cañas que intentaban derribarse; ganaba, obviamente, el bando de los que permanecían en sus monturas, a veces tres jinetes, a veces dos, casi siempre uno. Había entonces un campeón. El juego provenía de los torneos medievales (tan recreados en las películas y series de caballería), y de la antigua idea de sustituir la guerra por un combate entre los líderes o los héroes de cada parte para evitar sufrimientos en las poblaciones. No prosperó esto último; pero sí la utilización del juego para representar, difundir e imponer un conflicto armado, costoso y atormentado para los pueblos. En España -de donde llegaba el juego- los bandos habituales eran los cristianos y los moriscos, o los cristianos y los protestantes -durante la Guerra de Flandes-. En Trinidad se recreaban estos bandos, y también el bando de los indios sublevados en el Gran Chaco, y el de los piratas holandeses, que estaban asolando las costas de Brasil.
Durante el juego de cañas en homenaje al Santo, un «pirata holandés» derriba a Hernán Suárez Maldonado, el campeón «cristiano» del juego anterior, que cae mal y da un grito. Lo trasladan en carro al Hospital, llamado precisamente San Martín de Tours, ubicado a solo tres cuadras de la Plaza Mayor -en la actual manzana de Corrientes, Reconquista, Sarmiento, 25 de Mayo-. Las casas del Hospital se están cayendo por culpa de las hormigas, dice Pedro Gómez, el mayordomo y enfermero, mientras acomoda y revisa a Maldonado. Parece asunto de huesos. Habrá que llamar al cirujano, dice, y mira alrededor. ¿Por dónde andarán estos negros malucos? Siempre andan juntos. Se juntan con el vino en las fiestas, y en los demás días. Andan mareados, perdidos. ¿Quién irá por el cirujano?, pregunta a la comitiva de Maldonado.
Un muchacho parte corriendo. Sólo queda esperar. Gómez advierte entre la comitiva a dos capitulares y aprovecha el tiempo: reclama por los sueldos que le debe el Cabildo, por lo que había gastado de su propio bolsillo para arreglar las paredes y los techos atacados por las hormigas; y pide que se vendan los negros del Hospital, por ser malos y de peores costumbres, y se compren otros. Llega finalmente el cirujano Alonso Garro, mira la pierna, palpa la luxación. Se queda un rato en silencio examinando la rodilla. Y ordena al enfermero y a la comitiva que sostengan muy firme al paciente. ¡Voto a Dios!, dice, y coloca de un movimiento la tibia y el fémur en su lugar. Suárez Maldonado estalla en un grito, luego pierde el sentido. Se pondrá bueno, dice el cirujano. La comitiva festeja. Pero es una grande calamidad que hayan ganado el juego los piratas de la Holanda, dice uno.
Año 1637. El conflicto verdadero de la aldea Trinidad y puerto del Buen Ayre no lo protagonizaban los holandeses, ni se representaba en los juegos de cañas. Era un conflicto interno. Un conflicto entre la espada y la cruz, entre los dos brazos de la conquista, explicarían de manera casi romántica los historiadores muchos años después.
Sin embargo, en 1637, la conquista ya había terminado en el Río de la Plata, y tampoco había sido romántica. Lo que ocurría entonces era un conflicto por la distribución del botín de la conquista. No había yacimientos de metales preciosos en Buenos Aires, pero sí en Potosí. Y una porción del metal extraído en las minas de Potosí fluía hacia Europa de contrabando, pasando por Buenos Aires, precisamente por el Río de la Plata. De ahí deriva el nombre del río y del territorio; y también el nombre de argentinos a sus habitantes, que viene de argento, en español culto -argentum en latín-, que significa plata (1). La palabra argentino es entonces un adjetivo de plata. Alude a las características de ese metal: brillante, inalterable, puro, sonoro como el tintinear de las monedas… Y alude también a la acumulación de las monedas, a la riqueza. ¿Quiénes tenían la propiedad de la plata? ¿Quiénes eran los argentinos?
El flujo de plata llegaba de contrabando a Buenos Aires desde Potosí por la venta de esclavos para trabajar en las minas. Y los esclavos llegaban desde África al Río de la Plata y luego de Buenos Aires hasta Potosí, también de contrabando. En este tránsito, prohibido absolutamente por la Corona, que pasaba y se administraba desde Buenos Aires, se distribuía parte del botín de la conquista. ¿Quiénes eran los argentinos? Una pequeña elite corrupta de funcionarios, mercaderes, estancieros, soldados y curas, que controlaba políticamente la Aldea y percibía las ganancias del tráfico ilegal de esclavos. El crimen organizado y la corrupción estaban instalados en el núcleo del Gobierno -como sucede en el caso de las mafias y las corporaciones-. Un funcionario de la Corona, póngase como ejemplo al tesorero real Simón Valdez, «pedía prestado» o robaba a la propia Corona para comprar esclavos en Angola o en Brasil. Los mercaderes compraban, transportaban dineros en los camarotes y esclavos en las turbias bodegas de los barcos. Los estancieros alojaban a los esclavos en sus campos, donde se reponían de los viajes y trabajaban la tierra. Los soldados, funcionarios y los mercaderes destinaban algunos esclavos y esclavas para el servicio doméstico y los burdeles locales, pero la mayoría de los alojados en las estancias iba a Potosí en caravanas de hasta 40 carretas, donde se remataba a buen precio -un esclavo que costaba 150 pesos en Buenos Aires podía venderse a 700 pesos en Potosí-. Volvían las carretas a Buenos Aires con monedas, lingotes de plata, y algunos productos de la región, casi vacías. Se repartía la plata entre los oficiales reales, el alguacil mayor (que debería evitar el contrabando), el tesorero real, un banquero, el teniente de gobernador, el gobernador, el obispo, los capitulares, los estancieros, los mercaderes. Llegaba por mar otra carga de esclavos y empezaba un nuevo ciclo. La economía de la Aldea se basaba en esto. Sin embargo, no eran tantos los argentinos, porque un oficial o un capitular podía ser también estanciero y mercader -caso de Juan Vergara-. La elite contrabandista tenía alrededor de 15 miembros activos y, considerando familias y deudos, no alcanzaba a un total de 90. El resto de los habitantes de Buenos Aires, alrededor de 4000 personas, vivía en condiciones de pobreza debido al modelo económico impuesto por el contrabando (2).
Continuará…
Ver también:
Parte II
Parte I (continuación)
Parte I
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1. Aunque el nombre del Río de la Plata fuera una ocurrencia de Sebastián Caboto en el siglo XVI -debida más al deseo que a la presunción de que hubiera plata en el lugar-, es probable que la vigencia del nombre obedezca al tránsito de plata que hubo en el río durante los siglos XVII y XVIII.
2. La exclusión social en la Aldea por causa del contrabando, se describe y analiza en detalle en “La Otra Historia de Buenos Aires”, Primer Libro, Parte IX. La opción al modelo del contrabando de esclavos era el desarrollo de la economía regional, que impulsaba Hernandarias.