La Otra Historia de Buenos Aires

Parte XVIII

por Gabriel Luna

Año 1627. Una carroza tirada por caballos negros como la noche pasa sigilosamente frente a la Compañía de Jesús. El carruaje va sin luces ni escolta por la calle del Fuerte -actual 25 de Mayo- rumbo al norte. Apura el paso al llegar a la Aduana y bordea la barranca del río, trajinada durante el día por aguateros, lavanderas, niños descalzos, pescadores; y a la noche por pecadores, golfos y meretrices. Francisco Céspedes, el primer gobernador excomulgado del Río de la Plata, sale de la aldea como un delincuente para refugiarse en las chacras. Lo ha suspendido de su cargo el recién llegado Diego Martínez Prado, comisionado de la Real Audiencia de Charcas, que amenaza además con hacerle un fulminante juicio de residencia.

Martínez Prado fue convocado de urgencia por el Cabildo de Trinidad a raíz de la contienda entre el flamante gobernador Céspedes y el mercader Juan de Vergara. Martínez Prado, conveniencias mediante, ha tomado partido por el mercader. Lo mismo que los mercedarios, dominicos y jesuitas, encabezados por el obispo Carranza quien enfrentó y finalmente excomulgó al gobernador Céspedes porque éste había encarcelado a Vergara.[1] ¿Qué es lo que motiva esta acción extrema del obispo? ¿Por qué las órdenes religiosas de la aldea -exceptuando la franciscana- hacen causa común y predisponen a los vecinos contra Céspedes, cuyo “pecado mayor” ha sido encerrar a un delincuente?

Juan Vergara es el único líder de la organización criminal más importante del virreinato, su actividad principal es el tráfico ilegal de esclavos negros. Esta organización, llamada “La Confederación” o “El Cuadrilátero” porque había sido fundada y liderada por un oficial real, un mercader, un corsario, y un banquero,[2] fue resistida por los primeros pobladores y sus descendientes, los llamados “beneméritos”, y fue atacada durante veinte años por la Corona a través de leyes, mandamientos, de visitadores, oidores, jueces pesquisidores y gobernadores. Pero parte de los “beneméritos” fueron doblegados por la fuerza o se convirtieron en “confederados” casando a sus hijas con los mercaderes para escapar de la pobreza;[3] y parte de los visitadores, oidores, jueces pesquisidores y gobernadores enviados por la Corona para evitar el contrabando fueron asimilados, sobornados o -en caso de resultar incorruptibles- encarcelados, deportados, o simplemente asesinados por “El Cuadrilátero”.[4] Sin embargo, no todos fueron sobornados o eliminados. Tras veinte años de enfrentamientos la organización sufrió varios golpes. En 1627 su actividad había disminuido y también su cúpula. Habían caído tres de los líderes fundadores: Mateo Leal de Ayala, preso en Charcas, Simón Valdez, desaparecido en Chile, Diego de Vega, preso en Madrid.

Vergara, era a la fecha la única cabeza. Nadie más que él tenía contactos con los traficantes de esclavos y con la casa de Potosí, sólo él podía oficiar de banquero y financiar las flotas de ultramar, la manutención de esclavos, los traslados en caravanas hasta Potosí. Nadie más que él podía manejar el Cabildo -había comprado a perpetuidad los seis cargos de regidores-, sobornar a funcionarios presionarlos o eliminarlos. Vergara era para los “confederados” una pieza irremplazable. Preso Vergara, se acababa el juego, la matriz mafiosa del primitivo Buenos Aires estaba a punto de desarticularse. Entonces interviene abiertamente la Iglesia, encarnada en la figura del obispo Carranza que libera al mercader y excomulga al gobernador. La Iglesia siempre fue parte de la matriz mafiosa, de hecho, el primer contrabandista de esclavos en el Río de la Plata fue el obispo de Tucumán, Francisco Vitoria, asociado con un mercader de Charcas en 1588.[5]

¿Por qué esa inclinación eclesiástica hacia el contrabando?

En primer lugar, porque con las prebendas del tráfico ilegal se construían templos y conventos, y se mantenía al clero. En segundo lugar, porque el clero no trabajaba y las obras se levantaban con mano de obra aborigen y esclava. Pero como la mano de obra aborigen escaseaba, se utilizaban los esclavos negros traídos de contrabando.[6] Si caía Vergara peligraba el abastecimiento de mano de obra para las iglesias, los conventos, los talleres, las quintas y las chacras del clero de Trinidad.

La carroza de los caballos negros pasa frente a la iglesia de Santo Domingo y el hospital abandonado de San Martín de Tours, recortados como fantasmas sobre el fondo oscuro del cielo y el río. Después dobla hacia el oeste por una senda sin nombre desdibujada por la noche y los pastizales que crecen más rápido de lo que tarda en formarse una huella. Esa senda sería trescientos años más tarde la calle Corrientes.  El gobernador excomulgado ve una hilera de naranjos, toneles, un corral y un rancho: la pulpería que fuera de Pedro Luys y después de su mujer, llamada La Portuguesa, ubicada en la actual esquina noroeste de Corrientes y Florida. Más adelante -hacia la izquierda- hay otro rancho con una luz junto a la puerta, en las tierras que fueran de Juan Domínguez, donde hoy está la Iglesia Metodista. Y después ve sólo campo, animales sueltos moviéndose apenas o durmiendo en pie, un monte duraznero; a lo lejos una construcción que no puede identificar; y nada más, hasta llegar a la posta de Miguel del Corro. Ve tres carretas sin carga varadas sobre el pasto, un matadero precario en el mismo lugar donde hoy está el Obelisco, dos ranchos de adobe, cueros estaqueados, y un redil de tunas en la manzana donde hoy está el restaurante Arturito. La posta del Corro marca el límite oeste de la aldea, unos perros salen al encuentro del carruaje pero los caballos negros no se detienen, van hacia la nada. Ahora el excomulgado ve sólo la luna y los pastizales extensos, ondulados en el viento como la mar. Siente frío, miedo, la intemperie agobia. La pampa parece a punto de tragarlo.

Año 1628. El excomulgado, lleva varios meses errando por chacras “beneméritas” y franciscanas, sorteando los piquetes enviados por Martínez Prado para apresarlo. No ha salido de la provincia porque espera la respuesta de los correos al rey y a la Audiencia de Charcas, el resultado de las gestiones de su amigo teólogo, el fraile franciscano homónimo y enemigo acérrimo del mercader.[7] Ha estado mucho tiempo solo, o acompañado por un baqueano, escondiéndose en los espejismos de la intemperie. Detesta la tierra sin árboles, el silencio de los crepúsculos inmensos lo desespera. Piensa en fulminar el piquete que lo persigue con sus hijos y los soldados veteranos de Flandes reclutados por él mismo en Sevilla, y después avanzar hacia Trinidad… pero eso no daría buena consecuencia, reflexiona. Páez de Clavijo lo desbarataría enseguida con los cañones tudescos que él mismo había traído. Mejor sería… Céspedes divaga; espera y divaga entre alternativas sombrías y campos ardientes, hasta que un chasque llega con novedades.

Hernandarias ha partido de Cayastá, Santa Fe, con tropa bien armada de indios y criollos para socorrerlo. Céspedes alborozado reúne a sus hijos, a la soldadesca de veteranos, y se dispone a atacar una chacra jesuita. El 1° de marzo de 1628 Hernandarias entra a Buenos Ayres precedido por su enorme prestigio: ha sido fundador y constructor de la aldea, cuatro veces gobernador, pacificador de indios, impulsor de la industria, enemigo tenaz de la corrupción y el contrabando, y en particular de la organización “confederada” a la cual asestó un duro golpe hace apenas cuatro años. Hernandarias no necesita usar la fuerza. Además del prestigio, trae consigo la destitución del corrupto Martínez Prado y su propio nombramiento de juez pesquisidor otorgado por la Real Audiencia de Charcas. Obra con firmeza. Sustituye de inmediato a Prado, arresta a Páez de Clavijo, y se hace cargo del Fuerte. Luego convoca a los vecinos a un solemne cabildo para tratar la situación, con profundidad y toda calma. Hernandarias tiene 68 años, la piel cobriza de tan curtida, las barbas y un poncho blancos. Habla con voz ronca de la primera vez que llegó con Garay a estas tierras, hacía de esto casi cincuenta años. Don Juan de Garay venía por el río, y él traía el ganado en arreo por las orillas para abastecer el asentamiento.[8] Recuerda uno por uno a los miembros de ese arreo, algunos fueron padres o abuelos de quienes lo están escuchando. Los españoles hijosdalgo nos llamaban entonces los mancebos de la tierra, dice, porque olíamos a sudor e trabajábamos la tierra con nuestras propias manos. Amamos la tierra como a una hembra, dice, e recogíamos sus frutos. Mas los hijosdalgo no querían trabajarla, e los mercaderes, cristianos nuevos, judíos e portugueses que vinieron después, tampoco. Y yo les digo a vuestras mercedes por mí y en nombre del rey, que desta tierra y de vuestras manos han de nacer los frutos, la industria e la riqueza. Algunos vecinos asienten. Otros murmuran y Hernandarias los alienta a hablar fuerte, sin temores. Con todo respeto, los campesinos reclaman por sus necesidades y preguntan de dónde conseguirán hasta tanto los paños para cubrirse, los calzados, y las herramientas. Que si España no les da abasto, ¿por qué no han de recurrir entonces a los mercaderes? Un escriba apunta preguntas y reclamos, Hernandarias –que apenas oye- los lee atentamente. Contesta sin un ápice de enojo. Los mercaderes que aludís, de los cuales Juan de Vergara es el principal, son contrabandistas. E medran a costa del rey e de vuestras propias mercedes. Porque hace largos años que ocupan esta República, y son sus arcas e no las vuestras las que engordan. Que a mi entender e por lo que vide, vosotros vivís en las mesmas casas desde hace veinte años, mientras Vergara ya tiene siete casas, pero de ladrillo e bien provistas, e otras tantas haciendas. Silencio. En cuanto al abasto de España, ¿por qué ha de abasteceros a vosotros si no lo hace con las demás ciudades de Indias? Habrá de engendrar esta ciudad de Trinidad y puerto del Buen Ayre sus propias industrias, como lo hace Córdoba, La Asunción, El Cuyo, Santa Fe, y todas las otras (…) Lo que está diciendo Hernandarias, interpretándolo en un código actual, es que no hay en la época un régimen colonial con el consecuente intercambio de materias primas por productos elaborados enviados desde la metrópoli. España ya casi no tiene industria, extrae oro y plata de América sin dar nada a cambio mediante una ocupación militar y religiosa; y los productos elaborados que importa de distintos países europeos (que paga con el oro y la plata de América) incrementan su enorme deuda externa y apenas alcanzan para cubrir el propio mercado interno. Pero esto último no lo sabe (o no lo dice) nuestro héroe criollo.

El éxito de Hernandarias fue completo, después de un largo coloquio -donde se admitieron errores y perdonaron afrentas- los vecinos valoraron sus raíces, sus propias fuerzas, y asumieron la responsabilidad de sus destinos[9] admitiendo a Céspedes como gobernador y repudiando al mercader Vergara. Al día siguiente, Hernandarias cumple sus funciones de juez inquisidor y hace comparecer al obispo Carranza  por violar una cárcel del rey para sacar un preso, subvertir el orden público, y dar asilo a mercaderes en la Iglesia Mayor en vez de echarlos a latigazos del Templo, como reza el episodio bíblico, le espeta. Carranza abrumado quita la excomunión a Céspedes. Vergara vuelve a la cárcel del Cabildo. Una parte del conflicto está resuelta.

Tres días después, Hernandarias hace comparecer al preso. Vergara atraviesa la plaza Mayor encadenado y precedido por un redoble de cajas. Lo custodia una guardia de veteranos de Flandes. La muchedumbre lo insulta y lo apedrea con barro –como había ocurrido años atrás con el incorruptible y diligente licenciado Delgado Flores, caído en desgracia por una argucia legal del mismo Vergara-.[10] El juez inquisidor Hernandarias está en la sala principal del Fuerte cuando llega el preso. En ese lugar había trabajado Vergara junto al gobernador Hernandarias hacía más de veinte años. Había ascendido de escriba y secretario a teniente de gobernador; y había traicionado a su jefe, al rey, y a sus propios principios, dedicándose al contrabando y urdiendo la matriz mafiosa del Cuadrilátero. Hernandarias le había montado proceso pero él había escapado; y después había conspirado[11] contra Hernandarias quien fuera su jefe y mentor, y lo había metido preso, levantado a los vecinos en su contra, y confiscado todos sus bienes mediante cargos falsos. Ahora es Vergara el preso. No lleva sombrero de pluma, golilla, cruz de plata, ni capa manchega. Tiene los pies descalzos y sucios, grillos en los tobillos y las muñecas, la camisa de Holanda embarrada, un hematoma en la cara. Y la mirada vacía de siempre, piensa Hernandarias, de falsario, de mierda e hideputa. Podría hacerlo ejecutar inmediatamente, tenía los motivos y la autoridad. Lo hubiera hecho sin vacilar hace diez años. Pero ahora no. Ha contraído un compromiso de paz con los vecinos. Tampoco quiere usar la investidura para saldar viejas deudas dándole garrote en la plaza. La sala permanece en silencio. Hernandarias ordena a la guardia que le cambien la ropa al preso, que lo encierren en una celda del Fuerte.

Una mañana muy clara, forma la caballería santafesina en la Plaza Mayor, parte encadenado Juan de Vergara hacia Charcas para ser juzgado. En otro carruaje van el obispo Carranza y los provinciales jesuita, dominico y mercedario, también para rendir cuentas a la Real Audiencia. Encabeza la columna el criollo Hernandarias, bien montado, poncho blanco, sombrero de ala ancha. Los vecinos lo aclaman, le tienden las manos. El viejo Hernandarias desmonta, saluda minucioso a cada uno. Él sabe y ellos también, que no volverán a verse. Ordena la marcha. Sale de la aldea con sol, por donde llegó una noche hace casi cincuenta años.

 (Continuará…)

BIBLIOGRAFÍA

Diccionario Biográfico de Buenos Aires 1580-1720, Raúl A. Molina.

Ed. Academia Nacional de Historia, 2001.

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.

Hernandarias de Saavedra,  col. Félix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Contrabando y Sociedad en el Río de la Plata Colonial, Marcela Perusset. Ed. Dunken, 2006.

Los Mitos de la Historia Argentina, Felipe Pigna. Ed. Norma, 2004.


[1] Ver  Parte XVII.

[2] Ver Partes V y VI.

[3] Ver  Parte XI.

[4] Ver los casos de: el gobernador Diego Marín Negrón, el escribano Cristóbal Remón, y el licenciado Delgado Flores, en Historia del Barrio San Nicolás, Partes VI, VIII, XIII en 

[5] Ver Los Mitos de la Historia Argentina, tomo 1, págs 94-98, Felipe Pigna.

[6] Se había abolido el régimen de encomiendas que permitía la utilización de la fuerza de trabajo aborigen por los particulares y había sido reemplazado por el régimen de las reducciones religiosas. Pero estas reducciones o misiones estaban fuera de las ciudades, eran pueblos aislados –sólo habitados por aborígenes y misioneros- donde a cambio de explotar al indio se lo catequizaba.

[7] VerParte XVII.

[8] Ver  Parte II.

[9] Cuestiones todas estas que podrían denominarse hoy como una suerte de nacionalismo.

[10] Ver  Parte XIII.

[11] Influyendo en el Cabildo y asociándose con el gobernador Góngora.