La Otra Historia de Buenos Aires

Parte IV

Por Gabriel Luna

Año 1600. Nuestros primeros vecinos, pobres y casi en el fin del mundo, soportaron la soledad, combatieron contra los indios, la langosta, el frío, y las enfermedades, sin tener un solo médico, y lo que es peor: resistieron la política de la propia Corona que los había instalado allí, en tierra pródiga en ganado pero desabastecidos de otras sustancias y con la prohibición de comerciar libremente para sostenerse con cierta dignidad europea1. Muchos de ellos vendieron solares y privilegios, y volvieron a Asunción, cabeza por entonces de la gobernación del Río de la Plata.

Asunción era una ciudad tropical en un medio selvático y exuberante, con frutos y animales de toda clase, situada entre palmeras a la orilla de un río y surcada por un arroyo. Era un lugar de belleza serena donde las necesidades esenciales se satisfacían sin mayores esfuerzos. La imagen se completaba con las mujeres guaraníes, dóciles, lascivas, hermosas y de piel morena, como aquellas codiciadas por los españoles durante siglos en los harenes de Granada. Irala, Garay, sus lugartenientes, tuvieron hijos e hijas con estas mujeres indias tan parecidas a las árabes. ¡La soldadesca siguió el ejemplo y hasta tuvo harenes!, modestos, pero tan funcionales como los de Granada. A tal punto Asunción fue tierra de ensueño, de lujuria, y de mestizaje, que se la llamó en España el “Paraíso de Mahoma”.

Muchos de nuestros primeros vecinos, hartos de soledad, intemperie y hostilidades, volvieron a Asunción, que es de donde los había traído Garay con esperanzas de riquezas, honores, y aventuras. No hubo nada de eso. ¿Por qué entonces no abandonaron Buenos Ayres por completo? ¿Por qué no volvieron todos al Paraíso? ¡Y no sólo eso! ¿Por qué llegaron a Buenos Ayres más criollos y españoles de todo el virreinato (incluso de Asunción), y también portugueses de Brasil?

Hay varias respuestas. La primera es la política imperial de mantener el punto estratégico. La segunda es el contrabando. Esta actividad ejercida con pasión tanto por gobernantes como por simples vecinos dio lugar al desarrollo de varias industrias locales, a la circulación de dinero, y a la provisión de esclavos y bienes europeos por la vía portuguesa. Cuestión que explica la llegada de los portugueses a la aldea.

Las siguientes respuestas -tan o más importantes que las anteriores porque forman parte de la ideología conquistadora de la época- son: la aventura, la codicia, la fama, y la religión. La aventura, la codicia, y la fama, fueron impulsadas por la Corona, eran la búsqueda y apropiación a sangre y fuego de lugares fabulosos, ciudades míticas o montañas cargadas de oro y plata (sin desdeñar la apropiación de tierras simples y llanas), y la obtención de honores, títulos y cargos. La religión complementó el impulso de la Corona bendiciendo la conquista y sometiendo a los indios con la cruz, pero también actuó forjando la mentalidad de la tropa y estableciendo sus propios objetivos. Ejemplo de esto. La religión intervino en el caso de Asunción que estaba convirtiéndose por sus características edénicas en motivo ajeno y contrapuesto a los intereses del Imperio y de la Iglesia. Los curas, en difusa representación del Dios bíblico que expulsó a Adan y Eva del Edén, echaron a la soldadesca del “Paraíso de Mahoma” disolviendo los harenes y las encomiendas2 de indios. Es decir, destruyeron el paraíso; y esto explica la nueva llegada a la aldea de criollos y españoles desde Asunción. La Corona se benefició con esa migración y la Iglesia también, porque haciéndose cargo de los indios construyó verdaderos centros de poder, como fueron las reducciones3, y la fundación de la provincia jesuítica del Paraguay.

Todas estas respuestas -algunas contradictorias entre sí- explican el crecimiento de Buenos Ayres, y también dan cuenta de las ambiciones, necesidades y sueños de nuestros primeros vecinos, que, junto a los intereses de la Corona, la nobleza y el clero, toman forma y se desarrollan en la acción de Garay, y particularmente en la acción de Hernando Arias de Saavedra, llamado Hernandarias (1560-1631), criollo nacido en Asunción, conquistador, jefe respetado, fundador de ciudades, estanciero, varias veces gobernador del Río de la Plata, e importante instrumento y asesor de la Corona en política colonial.

11 de noviembre de 1606. Santa María del Buen Ayre. En la sala principal del Fuerte hay una mesa larga de madera dura y tres sillas con asiento y respaldo de cuero crudo. Sentado en el centro, frente a los parapetos que dan al río, un hombre de espaldas anchas lee. A su derecha, en el extremo de la mesa, un escriba detalla nombres y números. La tercera silla está vacía. En una pared se alinean 20 arcabuces con provisión de munición y pólvora. Un baúl de viaje y dos barricas completan el mobiliario. Metros a la izquierda del hombre que lee, hacen guardia dos soldados junto a un vano sin puerta. Las manos del lector son grandes, curtidas de trabajo e intemperie, dan vuelta con ansiedad las páginas amarillas. Se apuran sobre unos versos, se detienen en la prosa. El hombre golpea la mesa y lanza una carcajada de estruendo. Se sobresalta el escriba, entran a la habitación los guardias. Los soldados evitan mirar al hombre de frente, no está expresamente prohibido pero casi nadie lo mira de frente. La risa sigue, los soldados y el escriba esperan, las manos grandes apaciguan con un gesto. Es un libro de burlas y engaños, explica por fin el hombre. Todos nos engañamos con cuentos e maravillas; Ramírez de Velasco, el primero. ¡Qué Dios le cuide! ¡E a mí, que fui engañado después! Las manos hacen una seña. Un soldado escancia de una barrica vino de Guadalcanal. La voz se aclara con el vino, pero es monocorde, como un pensamiento interno. De haberlo leído antes, continúa, no hubiera marchado yo a la Ciudad de los Césares.

El escriba, que ha formado parte de esa expedición, recuerda el empeño y la tozudez de su jefe. Recuerda la marcha partiendo de las afueras de Buenos Ayres, el 1 de noviembre de 1604 en una mañana de niebla, como yendo hacia la nada. Recuerda la columna imponente: el jefe y los oficiales adelante, después, más de cien soldados bien montados, luego, cerca de quinientos indios encomendados, dos frailes, los esclavos negros cargados de provisiones, por último las carretas, las vacas, los bueyes, los caballos… Todos tragados por la niebla. Recuerda la llanura multiplicándose a sí misma como los días, los espejos de agua y los espejismos. Muchos días iguales, sin nubes. Recuerda el calor sofocante, la llanura poniéndose árida. Los hombres hipnotizados por el horizonte, tratando de ver entre los espejismos las bóvedas de oro, las cúpulas, los palacios de la Ciudad de los Césares. Nada. El escriba recuerda la llanura como un desierto, como un papel sin mensaje. Iban al Sur. Recuerda la sed, su garganta áspera, los caballos desplomándose uno a uno. Los soldados y los negros haciendo pozos para buscar agua, el mismo jefe, las manos grandes, empuñando una pala. Nada. Recuerda que siguieron como pudieron los que tenían fuerzas, siempre rumbo al Sur, porque ya no se podía volver y quedarse tampoco. Encontraron un río y acamparon dos días para reponerse, y siguiendo encontraron otro más caudaloso, donde había indios enormes que venían del Sur, tan grandes como nunca había visto, pero que no sabían nada de los Césares ni traían piedras preciosas. Y la marcha cambió de rumbo para remontar el río caudaloso buscando sitios altos donde hubiera montañas o ciudades doradas, pero no encontraron nada. Nada, nada, nada. Apenas unas montañas grises sin resplandores, recuerda el escriba.

Este es un grande libro que separa los engaños de las verdades, dijo el jefe con su voz interna, monocorde. El escriba evita mirar al hombre de frente pero se fija en el libro. Tapas apergaminadas color manteca, no más de trescientas páginas. Yo creía en la Ciudad de los Césares, lo mismo que Garay, Ramírez de Velasco, Mendoza y tantos otros… Todos creíamos. Pero yo nací en esta tierra…Veo su inmensidad. Ahora sólo creo en Dios y en el Rey, aunque a ninguno dellos vide, mas no en los Césares. Toma un buen trago de vino, limpia su barba. Veo, sí, la belleza de la tierra. No hace falta creer, está ahí, clara y limpia como una mujer desnuda. Los españoles hijosdalgo nos llaman con desprecio mancebos de la tierra, porque la amamos e trabajamos con nuestras manos e sentimos más nuestra que dellos…La tierra puede ser agria, mas también dulce si tomamos sus buenos frutos. Es para eso menester construir ciudades de verdad, e alimentarlas con sembradíos e ganado, que aquí no ha de faltar si no se sacrifican por demás las terneras. ¡Anotad esto!, le grita al escriba. Las ciudades se relacionan entre ellas como si fueran nudos de una red de pesca. Esa es la manera de tomar los frutos, con una red tendida en la inmensidad de la tierra, e no lanzándonos de un sitio a otro tras las quimeras. ¡Anotad también esto! El hombre ha dejado la silla y camina con sus rústicas botas de potro entre los parapetos que dan al río y los que dan a la aldea. Necesita moverse, sus pensamientos lo empujan como si estuviera guerreando. Dicta. E las ciudades han de crecer desarrollando industria e comerciando entre ellas ajenas al contrabando, tan malo para Sevilla como para nosotros mismos. ¡Que pretender cuellos de Flandes y espejos venecianos cuando no se tiene buen hospital, ni aljibes, ni fábrica de ladrillos, también resulta quimera! ¿Entendéis lo que digo? El escriba redacta una respuesta y pone el papel cerca del libro.

Miradme, le dice el hombre después de leer el papel. No quiero que os engañéis conmigo. El escriba lo mira. El rostro del jefe es deforme, la boca torcida muy junto a la oreja derecha, un pómulo hinchado, el otro cruzado por una cicatriz que se pierde entre la barba, los ojos son muy hermosos, grandes y negros, como prisioneros de ese desconcierto. He quedado así luego de sufrir la fiebre del pantano, por andar lanzado de un sito a otro, e por no tener hospital ni agua clara que beber. Estoy casi sordo, le dice al escriba, mas veo a los mortales e las cosas con mucha justeza, e hasta puedo leer en ellos como en este libro. Hernando Arias de Saavedra, también llamado Hernandarias, jefe militar y gobernador del Río de la Plata, sale de la habitación escoltado por su guardia. El escriba toma el libro apergaminado de tapas color manteca. Lee, Madrid 1605. Al autor no lo conoce pero lleva uno de los apellidos del Gobernador. Su título: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

(Continuará…)

BIBLIOGRAFÍA

Hernandarias de Saavedra. Colección dirigida por Félix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Breve Historia de la Argentina. José Luís Romero. Ed. Huemul, 1996.

Misteriosa Buenos Aires. Manuel Mujica Lainez. Ed. Seix Barral, 1988.

Las Venas Abiertas de América Latina. Eduardo Galeano. Ed. Catálogos, 2000.

Buenos Aires 4 Siglos. Ricardo Luís Molinari. Ed. Tea, 1984.

Revista de Arquitectura N°376 Buenos Aires, 1956.


1 Véase  PARTE III

2 Las encomiendas consistían en asignar indios a españoles o criollos para que éstos les impartieran valores europeos a cambio de servicios o trabajos domésticos.

3 Poblaciones dirigidas por los jesuitas y levantadas con el trabajo forzado de los indios. Los jesuitas quedaban con relación a los indios en la misma situación que los encomenderos.