La Otra Historia de Buenos Aires

Parte V

Por Gabriel Luna.

Entre 1592 y 1609 Hernando Arias de Saavedra, también llamado Hernandarias, fue jefe militar y gobernador del Río de la Plata: un vasto territorio colorido como un arco iris y extendido entre dos océanos desde el Estrecho de Magallanes, por glaciares, cadenas de montañas nevadas, desiertos ocres, múltiples llanuras verdes y amarillas, lagos y sierras azules, ríos marrones, bosques de quebracho y selvas tropicales de tierra roja, hasta el Paraguay.

Hernandarias nació en 1560 en Asunción, capital por entonces del territorio. A los veinte años condujo desde Asunción el famoso arreo de ganado que, vadeando ríos, sorteando lodazales, eludiendo indios, y haciendo miles de kilómetros, llegó para salvar del hambre y sostener ese asentamiento de apenas un centenar de almas en el borde de una meseta desolada que se llamaría después Buenos Aires1. A los veintidós años contrajo matrimonio con Jerónima Contreras, hija de Juan de Garay. Fue cofundador y alarife de las ciudades de Trinidad, Concepción, y Corrientes –que sostuvo con sendos arreos de ganado-, y capitán de varias campañas contra indígenas insumisos, a los que redujo con la persuasión o por la fuerza. En 1592 el Cabildo de Asunción lo nombró teniente de gobernador. Tenía treinta y dos años y fue el primer criollo en asumir ese cargo. La elección de un criollo en un puesto clave del poder alarmó a los españoles, sin embargo fue nombrado una segunda vez a la muerte del gobernador Ramírez de Velasco, y una tercera vez por el mismísimo rey, Felipe III.

¿Por qué se daba la gobernación de tan vasto territorio a un hombre rústico, sordo y de aspecto monstruoso, ajeno a los intereses comerciales entre Lima y Sevilla, que no había estado en las Cortes, y ni siquiera en España?

Hernandarias gobernó el Río de la Plata durante cuatro períodos, encarnó para la Corona una solución a la difícil relación entre españoles y criollos. Los españoles viajaban a estas tierras alucinados por las riquezas del Potosí, las presuntas riquezas de la Ciudad de los Césares y la obtención de honores y privilegios. Bajaban de los barcos calzando espadas, pelucas, y títulos de dudoso origen, convirtiéndose inmediatamente de inservibles pelafustanes en conquistadores e hijosdalgo. No trabajaban con sus manos, trataban al nativo con desprecio, y la menor tarea que se imponían era el comercio, que cuando era más redituable consistía en contrabando de esclavos negros (como se verá más adelante). Los criollos y el mestizaje veían a estos personajes como invasores, envidiaban sus privilegios, y más de una vez se rebelaron contra ellos. La primera rebelión fue “la de los siete jefes criollos” también llamada “la revolución de los mancebos” y ocurrió en 1580 durante el arreo de ganado a la futura Ciudad de Buenos Aires. Al llegar a Santa Fe los criollos destituyeron del mando al español Alonso de Vera y pusieron en peligro su vida. Hernandarias se hizo cargo y condujo el arreo hasta el asentamiento de Garay, que gracias a esto logró sobrevivir y sostenerse. Los incidentes de emancipación, por un lado, y la holganza de los españoles, por otro, persuadieron a la Corona de que era mejor gobernar con los criollos que contra ellos. La designación de un criollo como gobernador del Río de la Plata surgió probablemente de esa convicción.

Hubo además en los criollos inclinación hacia la industria y un sentido de pertenencia al lugar, que influyeron en la mentalidad conquistadora de la época2. Hernandarias, tras su malograda expedición a la Ciudad de los Césares en 1604, abandonó la quimera del oro y la búsqueda de sitios fabulosos e intentó la construcción de ciudades e industrias terrenales para generar riquezas. No pudo conseguirlo. Las dificultades de su gobierno fueron varias: 1) la lucha entre las autoridades civiles y eclesiásticas que competían entre sí por la fuerza de trabajo, es decir, por la encomienda de los indios y la posesión de esclavos, 2) la penetración portuguesa en el norte y el sur del territorio, 3) las amenazas de piratas y corsarios, 4) la contención de los indios que resistían la invasión del Imperio, y 5) el contrabando. Los indios eran sometidos por la espada o por la cruz, o eran diezmados por las pestes que traían los conquistadores. Y la principal fuerza de trabajo eran los esclavos negros que llegaban por el tráfico ilegal. De modo que el contrabando fue el eje de las dificultades ya que abrevaban en él tanto las autoridades civiles como las eclesiásticas, los españoles y los portugueses, los piratas y los corsarios; e impedía, cuando se ejercía en gran escala, lo que hoy se definiría como un importante desarrollo del mercado interno y de la industria local.

Hernandarias primero combatió el contrabando tratando de eliminar su causa. Que era la prohibición de comerciar que pesaba sobre el puerto de la aldea. Dirigió una carta al Consejo de Indias donde alertaba de una posible invasión corsaria al Potosí vía Buenos Aires, y recomendaba para evitarla aumentar la resistencia y por lo tanto la población de Trinidad,3 hacía falta entonces liberar el puerto del Buen Ayre para que se pudiera comerciar, crecer y construir las defensas convenientes. La posible pérdida de Potosí,4 principal fuente de riqueza del Imperio, hizo reaccionar a la Corona. La real cédula del 20 de agosto de 1602 autorizó a que se abriera parcialmente el puerto durante seis años para comerciar determinados productos, especificados incluso en su cantidad. Expresamente, la cédula prohibía el tráfico de oro y plata. La idea era favorecer a nuestros vecinos sin menoscabar el comercio que se hacía por la ruta Sevilla-Lima.5 El resultado fue una solución a medias que produjo la primera división política de la aldea en dos grupos: los “beneméritos”, descendientes de los primeros pobladores que apoyaban a la Corona y el proyecto de Hernandarias; y los “confederados”, recién llegados, en su mayoría españoles y portugueses, vinculados directa o indirectamente al comercio ilegal. El contrabando más redituable era el de esclavos negros; éstos eran vendidos con grandes márgenes en el Potosí para la extracción de la plata, pero además constituían junto a los indios la más importante fuerza de trabajo de la aldea, y de toda la gobernación. Los dos grupos protagonizaron luchas sin escrúpulos por el poder, traiciones, cohechos, pleitos interminables, persecuciones, arrestos, y también asesinatos. Las cosas empezaron así.

28 de diciembre de 1608. Llega por la mañana al puerto del Buen Ayre la barca portuguesa Nossa Senhora do Rosario con un cargamento de ochenta y siete esclavos negros. Su patrón pide “arribada forzosa” aduciendo haber perdido el rumbo entre África y Brasil y tener averías graves que reparar.

El calor se corta entre ramalazos de viento. En la Plaza Mayor, actual Plaza de Mayo, hay aguateros, vendedores de pescado, de frutas, de hogazas sin levadura, de cueros curtidos, de papagayos de plumas rojas y azules, de vino cuyano, de pasteles de higo y de membrillo, de fritangas varias. El viento disemina los olores y el voceo de los vendedores, pequeños remolinos de polvo recorren la aldea como fantasmas y desaparecen entre las chozas, las iglesias, las carretas, o los tunales. Un remolino pasa junto al Rollo de la Justicia plantado por Juan de Garay en la vereda actual de la Catedral Metropolitana. Ese Rollo –un tronco despuntado, figura central del óleo de escena apócrifa reproducido hoy en cientos de miles de textos escolares, donde Garay con yelmo y espada desnuda, rodeado de indios sumisos, soldados, cruces y cabalgaduras, funda solemnemente Buenos Aires- es el símbolo del poder y de la autoridad delegada por el rey. Y es también, para los fines prácticos de la ley, lugar de tormento. Allí, junto al Rollo ubicado en el futuro barrio de San Nicolás, el verdugo Rivera6 cumple sus funciones: apalear, azotar, exponer en la picota, o eventualmente ahorcar a sus propios vecinos. Otro remolino llega a la pulpería La Portuguesa de Pedro Luys, ubicada en la esquina de las actuales calles Florida y Lavalle, y desaparece en la entrada. Dentro, están el aguacil de mar Antonio de Sosa (sospechado de portugués y de apellidarse Souza) y Diego de la Vega, un comerciante converso.7 Hablan en la trastienda, entre toneles, vasijas varias, piezas de tela de Holanda, raso para casullas y hasta un espejo veneciano, manejan cifras y riesgos, acaban llegando a un acuerdo.

Antonio de Sosa camina rápidamente hacia la Plaza Mayor por una senda que muchos años después sería la calle Reconquista. Un remolino pasa entre él y Manuel Álvarez, cirujano sangrador8 y primer médico de Trinidad, que atiende a domicilio llevando sus propias sanguijuelas o en el improvisado hospital de San Martín de Tours, al lado del convento de los dominicos, ambos sobre la misma senda entre las actuales Av. Corrientes y calle Perón. Los dos hombres se saludan sin detenerse, Álvarez pronto decidirá emigrar porque el Cabildo no paga sus servicios -tal es la pobreza de los vecinos al margen del contrabando-. Al llegar a la Plaza Mayor, Sosa bordea la capilla que está construyendo la Compañía de Jesús en un predio ocupado hoy por el Banco de la Nación Argentina y parte de la Av. Rivadavia. Mira hacia la derecha y descubre detrás de los vendedores la figura sombría del Rollo de la Justicia. Se detiene. Dos pequeños remolinos bailan en el centro de la plaza. Ese Rollo no es para él, piensa, no es para gente de su condición, piensa. Tiene razón. Vive en una época donde la ley no es igual para todos, donde los tormentos caen de ordinario sobre los negros, los indios, o sobre algún mestizo. Los tormentos no son para él, que es católico, funcionario de la Corona. Y toma hacia la izquierda, pasa junto a la Casa de Oficiales Reales, sabe que Hernandarias no está en la aldea, y se hace anunciar por la guardia del Fuerte.

Antonio de Sosa, alguacil de mar a cargo del puerto del Buen Ayre, camina entre tapias y parapetos, sube una rampa, y se reúne con Juan de Vergara, escriba, hombre de confianza del gobernador Hernandarias, y le propone un brillante negocio: Vergara denunciaría la carga ilegal de la barca Nossa Senhora do Rosario que entonces, conforme a las leyes, debería venderse en subasta pública y darse la tercera parte del producto al denunciante. ¡Luego se repartirían esa porción y Santas Pascuas! ¿Por qué no hacía la denuncia Antonio de Sosa? ¿Para qué lo necesitaba? Porque por su cargo le estaba vedado cobrar porcentaje alguno. No hay más preguntas. Juan de Vergara, otrora honrado y benemérito, entra en el enjuague. Todo sucede como estaba previsto. La subasta la hace Simón de Valdez, un corsario caza recompensas premiado por la Corona con el título de tesorero real. La única oferta es la del comerciante Diego de la Vega, a quien se adjudica el lote, los esclavos negros son remitidos legalmente a Potosí y vendidos con pingües ganancias.

Así empezó el primer gran negociado en estas tierras; un negocio cruel, ilícito y escandaloso, extendido a través de generaciones, que forjaría fortunas de familias con apariencias patricias, que alentaría la explotación, la lucha sin escrúpulos por el poder, la persecución, el asesinato político, y desalentaría el desarrollo de industrias locales condenando a la mayor parte de la población –ajena del contrabando- a una pobreza endémica.

 

BIBLIOGRAFÍA

Historia Argentina, Tomo I, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Barrio San Nicolás, Juan José Cresto. Cuadernos del Águila N°24.

Mitos de la Historia Argentina, Felipe Pigna. Ed. Norma, 2004.

Hernandarias de Saavedra, Col. dirigida por Félix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Breve Historia de la Argentina, José Luís Romero. Ed. Huemul, 1996.

Buenos Aires 4 Siglos. Ricardo Luís Molinari. Ed. Tea, 1984.


1 Ver  PARTE II.

2 Véase PARTE III.

3 Trinidad fue el nombre dado por Garay a la ciudad, al puerto lo llamó Santa María del Buen Ayre. Con el transcurso de los años, la ciudad tomó el nombre del puerto que se redujo finalmente a Buenos Aires.

4 Ver  PARTE II.

5 Véase PARTE III.

6 Se sabe que Diego Rivera o de Rivera fue el primer verdugo de la Aldea, y que su situación económica era muy precaria ya que el Cabildo decide regalarle un vestido de “cardalete y jubón”, es decir, de la calidad más modesta.

7 Había por entonces la persecución de judios portugueses que entraban a la Gobernación clandestinamente y ejercían el contrabando.

8 Era práctica médica de la época que los “malos humores” se extrajeran con la aplicación de babosas, sanguijuelas y otros bichos que sangraban al enfermo.