La Otra Historia de Buenos Aires
Parte VII
por Gabriel Luna
22 de octubre de 1613. Cabildo de Trinidad, futura ciudad de Buenos Aires. La fachada está recién encalada, el techo de tejas mandado a construir por Hernandarias fue terminado hace pocos meses. La sala es austera, apenas dos escaños de madera enfrentados, piso de ladrillo, un escritorio y un crucifijo. Nada más. Son las 10 de la mañana, la luz entra por la ventana que da a la Plaza Mayor y proyecta un haz sobre uno de los escaños recortando sombreros de plumas, barbas, gorgueras amarillentas, perfiles de jubones, capas y botas gastadas.
La asistencia es completa. El gobernador interino Mateo Leal de Ayala, que ocupa el cargo desde la muerte de Diego Marín Negrón, está sentado en el escaño sombrío junto al tesorero real Simón Valdez, un contador, un depositario, y dos alcaldes. En el escaño de la luz hay seis regidores. Tratan las solicitudes de tres abogados para residir y ejercer en la aldea. Toma la palabra el regidor Miguel del Corro: Consta ante mí, que tanto el licenciado Diego Fernández de Andrada, vecino de la ciudad de Santiago del Estero, como el licenciado José de Fuensalida, vecino de la ciudad de Córdoba, y Gabriel Sánchez de Ojeda, licenciado con residencia en Chile, ya hubieron intentado, cada cual por separado y en distintos tiempos, afincarse en esta ciudad y ofrecer sus servicios. ¡No obtuvieron los permisos entonces y resulta hoy, que por misteriosa razón se han concertado los tres, pese a vivir tan distantes, en venir a este puerto! ¿O es que alguien los ha concertado?, dice irónico.
Se hace un silencio incómodo. Simón Valdez está impertérrito pero aprieta la empuñadura de un puñal damasquino por debajo de su capa flamante y espléndida forrada en tafetán de Holanda. Se oye una carreta pasar frente a la Iglesia Mayor. El regidor continúa. A éstos los trae ánimos de que haya pleitos para medrar a nuestra costa, dice haciendo un gesto de obviedad. ¡Que donde no hay entuertos ellos de por sí los crean! Ya la experiencia ha mostrado el daño sucedido en este puerto por haber letrados, que por su sola presencia y asistencia han hecho pleitos, trampas y marañas y otras disensiones, provocando inquietudes, gastos y pérdidas de hacienda a los pobres vecinos y moradores. Se alzan voces de aprobación. Miguel del Corro continúa. ¡Para evitar más daños y que esta tierra sea de paz y quietud no ha menester de letrados! Los regidores Domingo Griveo y Felipe Navarro dan gritos de asentimiento. Propongo entonces, dice del Corro acallándolos, que los dichos tres letrados, ni ninguno de ellos, se admitan ni reciban en esta ciudad. Que se les dé aviso de ello, apercibiéndoles donde se encuentren que no podrán entrar a este puerto si no fuera trayendo particulares licencias de Su Majestad, o de la Real Audiencia y el señor virrey.1
La propuesta se aprueba por mayoría. El gobernador y el tesorero se retiran. El Cabildo sigue tratando otros asuntos: como el de la abundancia de animales sueltos en las calles, sobre todo de vacunos y porcinos que provocan con sus apareamientos, además de escándalo, perjuicios en las cercas, los aleros, y hasta en los techos de las casas que suelen ser bajos y de paja. Se resuelve entonces limitar la tenencia de vacas lecheras en la ciudad a dos por familia y mandar a los vecinos o moradores a hacer o reparar las cercas. Y pasando a escándalos y apareamientos de otro tipo, los ediles tratan el asunto de dos casas de tolerancia ubicadas en la ribera -que fuera después el Paseo de la Alameda y actualmente la Av. Leandro Alem-, una está entre el Fuerte y el convento de los dominicos, la otra cerca del hospital. Las casas -versiones del casino rosado2 montado por Valdez y Vergara, pero sin lujos- son punto de reunión de marineros, patrones de barcas, tahúres, carreteros y capataces de esclavos. Son lugares de desvergüenza, dice Navarro, de gritería y puñaladas, pero que resultan propiedad de un vecino notable. Los regidores aún no quieren pronunciarse. Además están cansados, hambrientos, y muy satisfechos por haber impedido el arribo de los abogados.
Miguel del Corro, Domingo Griveo, Felipe Navarro, y el escribano Cristóbal Remón caminan entre la Iglesia Mayor y varias tiendas de ultramarinos por la actual calle Reconquista hacia la casa de Miguel del Corro. Son hombres en la cincuentena –salvo Domingo Griveo- que acompañaron a Garay desde Asunción para fundar la ciudad. Entonces eran llamados “mancebos” y ahora “beneméritos”, un término entre cariñoso y jocoso acuñado por el propio Hernandarias para sus seguidores. Pasan por la casa de Griveo en la esquina con la actual calle Mitre, van sorteando pastizales y honduras dejadas por las carretas. Cruzan con una recua de gansos conducida por un niño negro, y después con tres marineros portugueses y borrachos que bajan por la calle de los dominicos –actual Perón- rumbo al río. Las casas son escasas, hay dos, una, o ninguna por manzana. Incluso las manzanas desaparecen por falta de cercas. Los “beneméritos” atraviesan un campo donde pacen varios animales y llegan a la calle del hospital –apenas una senda que se llamaría más tarde San Nicolás y después Av. Corrientes-. En la esquina con la actual 25 de Mayo, ya frente al hospital, hay más tiendas de ultramarinos.3
¿Qué podemos conjeturar sobre el aspecto de la aldea? El paisaje se dividía entre lo rural y lo mercantil. El espacio rural, si bien extenso, era pobre y menos desarrollado que el espacio mercantil. Había un contraste entre ambos, como si se excluyeran uno al otro o pertenecieran a realidades diferentes: lo rural era economía de supervivencia, lo mercantil era suntuario, economía financiera; y esto tenía su expresión social en la división entre naturales y extranjeros, criollos y españoles, campesinos y mercaderes; y su expresión política en la división entre “beneméritos” y “confederados”. Los primeros seguían el ideario de Hernandarias que buscaba imponer un desarrollo rural e industrial de carácter regional, los segundos apostaban al desarrollo mercantil del puerto con independencia y menoscabo del Interior. Un rasgo que a través de diferentes formas políticas y económicas se extendería en el tiempo hasta nuestros días. Los “confederados” vendían mercancías de ultramar pero su actividad principal consistía en el contrabando de esclavos negros al Potosí. La organización porteña de los “confederados”, también llamada El Cuadrilátero, era un simple apéndice de una poderosa empresa internacional que tenía el monopolio del tráfico negrero en América Latina y sede central en Amsterdam, adonde llegaba finalmente la plata del Potosí. La empresa tenía bases de cazadores en Angola y Guinea, bases de abastecimiento en los puertos del Brasil y del Buen Ayre, y navíos para el transporte. Los intentos de la piratería holandesa o portuguesa de apoderarse del puerto del Buen Ayre, más allá de estar enmarcados en conflictos europeos como la guerra de Flandes que España sostenía con los Países Bajos o las intrigas cortesanas que sostenía con el reino de Portugal, tenían el propósito de liberar por completo la ruta de Potosí para el tráfico de esclavos y el flujo de plata. Porque si bien los “confederados” hacían posible el negocio, su intermediación resultaba cara y complicada para los holandeses: por las argucias y chicanas legales para mantener abierto el puerto, por los gastos en letrados y en la corrupción de funcionarios reales y eclesiásticos, porque los “confederados” embolsaban la mayor ganancia al vender ellos mismos los esclavos en Potosí. Y porque, además, el sistema de comercialización no era seguro sino que dependía de los avatares políticos impulsados desde España por la Corona, desde el virreinato limeño, o desde la propia aldea por los “beneméritos”, que mantenían el control del Cabildo.
La reunión de los viejos vecinos fundadores en la modesta casa de Miguel del Corro, típica vivienda rural con paredes de adobe, piso de tierra apisonada, y techo de caña y paja –ubicada en la esquina SE. de las actuales 25 de Mayo y Lavalle-, transcurre entre pasteles de carne y vinos cuyanos. Se festeja la resolución que impide el ingreso de los tres letrados. El vino hace crecer alegrías y resentimientos, se dicen historias de trampas y marañas urdidas por los abogados para defender el contrabando en perjuicio de la propia industria, se critican las subastas espurias de esclavos y cosas dirigidas por Simón Valdez donde intervenían únicamente los “confederados”: esos españoles haraganes y portugueses judíos, todos recién llegados, que después venden lo obtenido a precio vil en las subastas a precio noble en las tiendas, ¡si es que hacen la merced de venderlo!; que si no, lo despachan al Potosí junto a los negros para ganar el triple. Llegan más “beneméritos” a la reunión. Alguien menciona que los “cristianos nuevos”4 están comprando tierras fértiles en la orilla del río sólo para usarlas de puertos clandestinos. ¡Porque llegan muchas más barcas e naves desde que ha muerto Don Diego Marín Negrón!, dice Domingo Griveo. Los ánimos se agitan recalentados por el vino. No sólo se presume que el actual gobernador interino Ayala forma parte de la banda contrabandista; la repentina muerte del gobernador Negrón, justo cuando se disponía controlar las subastas,5 también provoca recelos e interpretaciones. ¡A Don Diego lo ha mandado matar ese pirata Valdez!, grita el escribano Remón, la voz quebrada por el alcohol. Ha dicho lo que nadie se animaba a decir. Va a seguir hablando, pero el alférez real Bernardo León, depositario del Cabildo y hombre fiel a Hernandarias, le dice en un aparte que sea prudente, que no todos los que están aquí son lo que parecen. Se alzan otras voces contra Valdez y contra el cristiano nuevo de la Vega, piden justicia. Miguel del Corro dice que la investigación de la muerte de Negrón no conviene ni corresponde al Cabildo y puesto que el gobernador Ayala tampoco investigará, propone pedir a la Audiencia de Charcas un juez pesquisidor. Todos acuerdan. La intervención de Charcas, que tiene intereses opuestos al tráfico por el puerto del Buen Ayre,6 sería un gran perjuicio para los “confederados” -sobre todo sin la asistencia de los tres letrados que se ha impedido llegar a la aldea-.
Diciembre de 1613. Al finalizar cada año el Cabildo saliente elige al entrante. La sala capitular –antes austera- luce una alfombra oriental que cubre el piso de ladrillo entre los escaños, hay una cortina de tafetán de Castilla en la ventana, un tapiz de Flandes que representa La Anunciación, cojines de terciopelo genovés en los escaños. Todo ha sido donado por Juan Vergara para deslumbrar a los ediles, incluso una araña veneciana de doce velas extraída del lujoso casino-burdel montado por el Cuadrilátero. El decorado, más propio de hijosdalgo que de rústicos campesinos, revela la intención de los “confederados” de asentarse en el Cabildo para asegurar y extender el tráfico de esclavos. Intentarán obtener la mayoría en el cuerpo no solamente regalando muebles, sino por fuerza y comprando el voto de algunos “beneméritos”. La sesión del 1 de enero de 1614 será escandalosa y se conocerá como la del primer fraude electoral en Buenos Aires.
BIBLIOGRAFÍA
El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.
Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.
La Pequeña Aldea, Rodolfo González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.
Hernandarias de Saavedra, Col. Felix Luna. Ed. Planeta, 2000.
Hernandarias entre Contrabandistas y Judíos, Juan Vigo. Revista Todo es Historia N°51.
1 Eran condiciones casi imposibles de cumplir.
3 Estas tiendas eran establecimientos transitorios que se montaban o desmontaban según la afluencia de mercancías traídas por los navíos.
4 Nombre dado a los portugueses judíos que abrazaban la fe cristiana para evitar la Inquisición.
5 Sobre las subastas y el mecanismo del contrabando ver Partes V y VI.