Punk! Panc Panqueques

por Agustina Frontera y Matías Frontera

El Punk está entre nosotros. Una niña de 14 años intercala su remera de Violetta con la de los Ramones. Las estrellas de la TV usan peinados que incluyen la famosa “cresta” o peinado mohicano. Andan varios por ahí haciéndole fuck you a la autoridad y hasta bandas de ritmo tropical se mezclan en estilo con aquel género que fue un vendaval infinito. Pero ¿qué es realmente lo punk? ¿basta con colgarse un alfiler de gancho en la oreja y usar borcegos obreros-militares? ¿basta con embanderarse en la autogestión? Intentaremos develar qué cosa de aquel primer punk de los 70s llegó al país y cómo perdura ahora. Qué extrañas formas ha tomado.

Como su padre, el primer rock and roll furioso, el punk fue primero una no música dentro de la música. Un ruido musical. Un movimiento que se ha mezclado con todo en la vida moderna pero que mantuvo intacto lo que definió su nacimiento: actitud. No importa cómo, ni con qué, simplemente hazlo. Una máxima que resume la gran filosofía del Punk: el Do It Yourself, el hacelo vos mismo.

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Hay en los orígenes del Punk una paradoja que nunca dejará de hostigarlo: el primer simple de los Sex Pistols, prohibido en todas las emisoras de radio, vendió millones. Ya en las primeras letras del punk encontramos a unos Sex Pistols despotricando contra el Estado y la religión (“Yo soy un anticristo, yo soy anarquista”, dice la letra de “Anarchy in the UK”, de 1977), o contra el sometimiento de las libertades individuales, incluso la libertad de decidir sobre nuestro cuerpo. Las cosas dichas en la cara, sin vueltas, en contraposición con las metáforas inentendibles del rock progresivo imperante. Declaraciones explícitas como es el caso del hit “Bodies” (1977) a favor del aborto legal: “¡cuerpooo!”, grita la voz de los Pistols reclamando por las mujeres que los iban a escuchar cantar: “ella no quiere un bebé así, yo no quiero un bebé así, es mi cuerpo, no soy un animal y yo tampoco soy un aborto”.
A excepción de ese primer hermano menor que fue el hardcore, el punk desde el inicio volcó sexualidad ambivalente en su look y no ha dejado de influir sobre la moda desde entonces. Un uniforme acompañó ese primer grito de batalla, era su estandarte. El pelo teñido, la ropa rota, el maquillaje, los alfileres de gancho y los borcegos. La fealdad y la androginia como meta, para acentuar y difundir que ellos y ellas son el sobrante de la sociedad, lo que nadie quiere. La fortaleza del punk es su misma tumba. Y como lo que contiene aprisiona, aún siendo un movimiento fuertísimo en su discurso antisistema, fue imposible liberar su look de las garras de la industria.
Del Punk conocimos primero su banda de sonido, sus primeros pasos son una explosión musical, un geiser despertando salvaje después de una década de sopor progresivo. Pero también hay una profunda filosofía latente, de igualdad y lucha. Los 70 significaron el fin de un sueño, pero el comienzo de una encrucijada más dura y real, donde ahora sí la mujer pudo sumarse a la infantería como igual. El término punk (dice Juan Carlos Kreimer en Punk, la muerte joven, de 1993, un manual profundo para entender los primeros años del movimiento) fue usado en la lengua inglesa para designar a las prostitutas en el siglo XVII. No es casual entonces que sobre el cierre de la década del 70 las chicas punks quieran divertirse, pero también trabajar, y en este caso, tocar rock and roll.

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Las ideas libertarias del Punk son en buena medida heredadas del hippismo de San Francisco y de la pobreza contenida de Londres, de los barrios negros y del seguro de desempleo que mantenía a una generación joven entre la vagancia y la meditación o entre estar desempleado y emplear ese tiempo en fomentar el arte como herramienta para una revolución. El mismo Joey Ramone contó haberse vestido como hippie, pero claro, en su caminar descalzo y despreocupado no encontró la tierra fresca de las comunidades rurales sino la mugre y el asfalto seco de la ciudad de Nueva York.
Pero el punk también es un pase de factura a los ídolos, una crítica ácida a la sociedad que fagocitó las ideas libertarias de la generación que los educó, una respuesta violenta y quejosa al dolor de ver una contracultura digerida por el mercado, diluyendo su visión crítica, su sonido e ideal de cómo debería combatirse la alienación en la ciudad. Y sobre todo es una crítica lúcida al derrape espiritual de las amadas estrellas de rock.
La banda que representó la crítica más politizada fue The Clash, con letras socialistas y música abierta hacia las lindes tercermundistas. La otra, la gran banda que representó esta dicotomía entre pose y toma de posición, entre ética y estética, fue Sex Pistols.

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Cuando punk se escribe panc
La visión crítica y esperanzadora de los hippies y la crítica nihilista de los punks calaron profundo en muchos jóvenes de Buenos Aires. En Argentina el punk no tuvo su génesis en la tradición sino en la generación espontánea, azafatas, tíos o amigos que viajaban al Exterior y traían discos, publicaciones, alguna revista nacional y un enemigo clarísimo que lo cebó: la Dictadura Cívico Militar.

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El Punk es contradicción, es personalista y es solidario. Es una tribu, pero primero está uno, después el otro. Incluso con el cuerpo, primero me golpeo y después te pego a vos. Eso lo hace rico, eso lo hace grande y orgánico. En la Argentina, en Buenos Aires, el primer apogeo del Punk fue justamente un hecho casi comercial. La explosión de Los Violadores, por ejemplo, que venían tocando para 20 personas, estuvo muy relacionada al remix que hicieron de su tema «Uno, dos, ultraviolento» y a cómo un sello discográfico lo repartió por cuanta discoteca lo aceptara. Años más tarde pasaría algo similar con Attaque 77 y su hit “Hacelo por mí”. Sonaba punk, hablaba desde el Punk, se veían Punks. Pero también se vendía muy bien, como punk caliente.
Antes de eso, eran pocos, muy pocos. En Argentina la tribu fue personalista, no hubo una movida grande hasta los ’90. Acá abrió el juego una pequeña camada: Los Baraja, Alerta Roja y los Testículos, lo que sería la banda germinal de Todos Tus Muertos. También en esa época tocaba Cadáveres de Niños, que no solo contaba con Marcelo Pocavida, uno de los primeros punks argentinos, sino a su vez con una de las primeras argentinas punk: Patricia Pietrafesa.

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Patricia representó el primer hardcore feminista al frente de She-Devils, haciendo de sus guitarras –su bajo– una lanza contra la moral religiosa y el abuso estatal. También, una vez más, cantando contra la criminalización del aborto, reclamando por su legitimidad dentro de la legalidad, en un disco compartido con Fun People, la banda comandada por uno de los músicos argentinos que más y mejor incorporó esa dimensión consciente del punk, donde el reviente es un detalle que puede y a veces debe pasarse por alto.
Ahora Pietrafesa toca en las Kumbia Queers, junto a otras punks y no tan punks, apropiándose de la cumbia, que fue tradicionalmente machista, para hacer nuevamente de un género musical algo más que su sonoridad, sino actitud y combatividad, revolución punk.
Hoy encontramos pequeñas “crews” de hip hoperos que son más parecidas a un “grupo de afinidad” anarquista que a una pandilla gangsta de Estados Unidos. Y así también en Argentina, donde hay una rapera punk, una chica que dejó su pueblo para estudiar en la gran ciudad y que siendo estudiante de derecho vive de gira como una rockera de ley. Sara Hebe, feminista, autogestiva, es otra gran representante de un linaje que se remonta a más de un siglo atrás, donde se mezclan todas esas cosas que nos gustan del punk, pero ahora en forma de rap. “Soy más punk que tu amiga”, canta Sara, y no es coincidencia, resume perfectamente años de lucha social y musical, no importa cómo ni desde dónde, sino la actitud punk, que a veces cobra extrañas formas.

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Pero no todo es revolución. En nuestro país también caló profundo entender al punk como una celebración de la vagancia y la joda, de la autodestrucción y el hedonismo, con bandas como Flema o Dos Minutos. Así como los primeros y adolescentes Pistols o Ramones. “Punks” se le dice también, cuenta Kreimer, a esos gangsters degradados, de segunda categoría, que pueden verse en las películas estadounidenses sobre la Ley Seca.

De alguna manera es la presencia de la mujer en la historia del punk lo que ha posibilitado su gestación, su primer aborto, su nacimiento, muerte y constante resurrección. Ya estaban Patti Smith, también The Runaways y Talking Heads con Tina Weymouth en Estados Unidos. Cruzando el charco Siouxsie Sioux, y presencias radicales como la de Gillian Gilbert en Joy Division tras el suicidio de Ian Curtis. Chicas grandes tomando el lugar que ellas querían, ya no como en la era pasada cuando los rockeros incorporaban a las mujeres más como groupies que como pares.

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Así en los tempranos ‘80, donde el espíritu del punk parecía sobrevivir sólo en sótanos hardcore, comenzó a fluir sangre femenina por el under una vez más para mantener bien alimentada a la criatura. Es tal la presencia de las mujeres y su deseo reivindicatorio que durante los 90s conformaron un sub-género denominado Riot grrrl!, bandas organizadas bajo las premisas del feminismo y el punk, la liberación de las ataduras impuestas y, nuevamente, el Do it Yourself.
En Argentina tenemos grandes exponentes de chicas indie (tómese la palabra indie asociada a tribu y a músico independiente), que sin ser Riot grrrl! también representan y reproducen el rock vivo, fresco y punk. A finales de los ‘80 nacen dos bandas con jovencísimas indies, Rosario Bléfari con Suárez y María Fernanda Aldana junto a su hermano Christian en El Otro Yo. Ellxs con sus correspondientes sellos discográficos (FAN, Besótico) abrieron el juego e influenciaron a toda una generación (ya, una generación y media) de músicos indie, donde encontramos hoy su sonido, su estética, su punk y, ¿cuándo no?, su legado de autogestión y lucha contra los límites que impone el mercado cuando lo que se hace no es funcional al interés económico empresarial.

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Es en esta escena donde, después de la tragedia de Cromañón, empieza nuevamente a despertar el punk como construcción y no tanto como gesto suicida. Había que juntarse. Todavía hoy las bandas tienen que encontrarse para tocar, para alquilar un lugar, para alquilar equipos y pagar y pagar. Estas bandas del under son las que usan los sueldos de cada integrante para grabar sus discos y regalarlos por Internet. Casi como un disco fanzine, donde importa expresarse pero también llegar, difundir y socializar. Y en este panorama no podía faltar un espacio donde caer, un lugar que atrape al público y sus músicos, cuando saltamos desde Internet.

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El Festipulenta. Ningún otro festival de bandas resume tan bien la impronta punk, la autogestión del indie, y parte de la causa feminista, como el Festipulenta. Acá en Buenos Aires, de cuerpo rolinga y ricoreto pero ramonero en lo espiritual, este espacio surgido hace algunos años ayuda a que el punk pueda nuevamente reencarnar. Aquí no se trata de punk rock purista, ni de salones punk, sino de dos muchachos emprendedores que encontraron su espacio físico en el, de a poco mítico, Centro Cultural Zaguán Sur, “El Zaguán”.

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Si Malcom McLaren prefabricó, explotó y se aprovechó de los Sex Pistols, los ideólogos del Festipulenta Nicolás Lantos y Juan Manuel Strassburger están en las antípodas: “Yo lo organizo, vos tocá, lo hacemos por la música y si ganamos algo de plata la dividimos entre todos por igual”, aseguran, y parece verdad.
Como respuesta a la necesidad de los músicos -y a la suya propia- estos dos periodistas tomaron la iniciativa de hacer algo que nadie estaba logrando encajar. Así como Sid Vicious tocaba sin ser músico, así como el público hardcore subía al escenario a tomar el micrófono y tirarse al pogo, mosh y slam, ellos no dudaron en involucrarse con la movida como si fueran una banda más.

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El punk llegó hasta acá, se cuela en la cumbia, en el rap. Se cuela en la organización de un festival. Su grito a favor de la libertad individual y la aventura mutual, la tribu, el malón, alcanza hasta hoy. Está en las y los feministas, en los trabajadores que recuperan espacios, las familias que toman casas, en la autogestión. El punk vive en remeras, pero aún más vive en la mirada punzante que se fabrica cuando una, uno, rastrea a su alrededor y cae en cuenta de que hay un sistema que lo quiere expulsar. Punk es organizarse para seguir afuera a voluntad, es nunca querer entrar. Aunque un hit de la radio sea punk. ¿Contradictorio? No, panqueque.

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