Película: El Lector
Desde el Holocausto a la Franja de Gaza
Dirección: Stephen Daldry. Guión: David Hare. Libro: Bernhard Schlink. Reparto: Kate Winslet (Hanna), Ralph Fiennes (Michael adulto), David Kross (Michael joven), Bruno Ganz, Lena Olin. Origen: Estados Unidos – Alemania.
Lo primero para decir es que se trata de un filme admirable y de excelente factura. La película ofrece una historia muy bien contada: tiene seis bloques temporales que van alternándose o sucediéndose formando una trama sin fisuras, asombrosa y a la vez verosímil, donde la tensión crece sin romperse. Además, las actuaciones son impecables y conmovedoras. Kate Winslet acaba de ganar, entre otros premios, el Oscar 2009 a la mejor actriz por su interpretación de Hanna. Todo parece perfecto. Pero al promediar el filme, el protagonista -que es precisamente el lector aludido en el título- empieza a contar la historia (recién conocida por el espectador) a su hija. Entonces el espectador tiene la sensación de que el protagonista necesita contar para salir del infierno, para poder discernir entre sus creencias, sus valores y sus sentimientos opuestos: entre lo maligno y lo bueno, el amor y el odio, el perdón y la condena, la culpa y la inocencia, lo vital y lo letal. El protagonista necesita contar para poder integrar y dar sentido a su existencia. Y el espectador es inducido a creer que esa historia es imprescindible, un legado para la hija del protagonista que se extiende hasta el propio espectador. Me pregunto si será cierto. ¿Hay en la historia de El Lector resonancias universales benéficas para el espectador?, por decirlo de algún modo. La historia empieza aparentemente cuando Hanna y Michael se conocen. Es un día de lluvia en Berlín, otoño de 1958. Él tiene un ataque de hepatitis en la calle, ella lo asiste y lo acompaña hasta la casa. Se enamoran en primavera. Ella tiene 35 y él 15. Hanna inicia a Michael en el sexo y Michael inicia a Hanna en la literatura. Él es un lindo muchacho que lee con entusiasmo a Homero, a Goethe, a Tolstoi, a Chejov… Y ella se desnuda, espléndida y tierna, proponiendo distintas posiciones eróticas. Este amor de sexo y palabras, de pieles y páginas, de caricias y encantos, dura todo el verano. Comparado con otros amores cinéfilos e iniciáticos, resulta más intenso que el de aquella película llamada Verano del 42; pero termina igual. Una tarde imprevista Michael encuentra un departamento vacío. Hanna se ha marchado sin dejar señas ni escribir adioses. El espectador puede interpretar esto como una manera de impedir lo ineluctable: conservar intactos en la memoria la belleza y el encanto antes de que el tiempo y la sociedad desgasten o destruyan ese amor prohibido, tan terso y doblemente iniciático. Sin embargo, lo que sucede es de otra índole. Hanna tiene un secreto. Los personajes vuelven a encontrarse ocho años después por casualidad. Michael estudia derecho y asiste como observador al juicio de cinco guardianas del campo de Auschwitz. Hanna aparece entre las acusadas. El estupor del personaje refleja y acentúa el asombro del propio espectador. Se desbaratan las expectativas. Ya no se trata de una historia de amor iniciático y poético, sino de otra historia del Holocausto. Y esto supone cambiar el código de recepción. Después de Auschwitz la poesía no es posible, dijo Theodor Adorno. Tal vez la frase pueda ser rebatida, pero se ajusta bien en este caso. La especulación romántica y el goce erótico son reemplazados por los temas propios del cine del Holocausto: la ética, el horror, la compasión, el odio, la condena, el perdón, la culpa, la cuestión judía… No obstante el giro de la historia, hay un núcleo temático -un puente entre el romance y el horror- que el autor del libro y el director del filme quieren destacar. Se trata del secreto profundo de Hanna. Que no es su participación en el Holocausto. Pero que da cuenta, entre otras cosas, de su participación. Solamente Michael descubre el gran secreto. Hanna no sabe leer. Y a tal punto llega su celo por ocultar el analfabetismo, que en una instancia del juicio prefiere confesar la autoría de un informe terrible antes que someterse a una prueba caligráfica. La consecuencia es una condena a prisión perpetua. Michael hubiera podido salvarla exponiendo ante el tribunal. Tiene el deber de decir lo que sabe, pero no lo hace. Duda. ¿Protege su propia intimidad? ¿Respeta el secreto de Hanna? ¿La traiciona? ¿Cambia la vivencia de su romance por el horror de Auschwitz? Y sigue preguntándose junto al espectador. ¿La mujer de todos sus sueños, era en realidad una perversa? ¿Había abusado de él como antes había abusado de los judíos? ¿Se trataba de una perversión particular o de la perversión de un sistema? ¿Podía Michael condenar a Hanna cuando él mismo la había escogido? Ocho años después, en 1974, Michael se ha recibido de abogado, se ha casado, divorciado, y convertido en un taciturno. Lee y graba los libros de aquel verano del 58 y envía a Hanna los casetes. Ella consigue los libros, escucha la voz e intenta seguirla en el texto, identifica frases, palabras, detiene el reproductor, marca en las páginas las palabras que reconoce, memoriza significados, continúa, detiene el reproductor… Y así, en solitario, con mucho esfuerzo, aprende a leer y escribir en prisión. Michael recibe la primera carta de Hanna en 1978. Mira orgulloso la pequeña letra rígida y ordenada como la de los libros. Pero no contesta las cartas, sigue enviando casetes con obras diversas (incluso propias) durante seis años más. Hasta que llega indulto de Hanna. A veinte años de la condena, Michael recibe una llamada desde la prisión: Hanna saldrá en libertad y él es la única relación que ella tiene con el mundo exterior, sin su apoyo no podrá soportar el cambio. Meses después, Michael decide visitarla al penal. Hace veintiocho años que no se hablan. Ella tiene tibias esperanzas y él frialdades disfrazadas. Resuelven que él vendrá a buscarla en una semana para hacer efectivo el indulto. Pero el espectador avispado percibe que Michael no la ha perdonado. La noche anterior a la libertad Hanna se suicida. El libro no termina igual que la película, con el protagonista contándole la historia a su hija como un legado. Pero en el libro el protagonista es también narrador, de modo que la diferencia del mensaje final es mínima: La historia debe ser contada y difundida porque es valiosa y provocará beneficios para todos. No me queda claro cuáles son esos beneficios, tampoco quiénes son los beneficiados. Aunque estoy segura de que no somos todos. En principio, taquilla, TV y DVD mediante, los beneficios son millones de dólares para Hollywood y asociados. El Holocausto ya es un rubro más, como el cine de horror, de aventura, de crimen, guerra, comedia, etc. La consigna social que justificaba negociar con el genocidio era mostrar el Holocausto para que no volviera a ocurrir nunca más. Esto sí hubiera sido de gran beneficio para todos. Sin embargo, tras centenares y centenares de películas de difusión masiva y global repetidas hasta el cansancio durante 60 años, el Holocausto sigue vigente y hasta se multiplica en el mundo con otros nombres. La Franja de Gaza es uno de esos nombres, un enorme campo de exterminio a la vista de todos creado por Israel (¡tremendo contrasentido!, ¿no?). Irak y Afganistán son otros campos de la muerte. Los países de África, Asia y América Latina con crisis económicas inducidas, nichos de pobreza, hambre, desempleo, muertes por enfermedades evitables, guerras inducidas, y fronteras rigurosamente vigiladas por el Primer Mundo, también son campos de exterminio. ¿Qué ha sucedido entonces? ¿Por qué a pesar de tantísimas producciones millonarias harto difundidas por todo el mundo durante décadas, Hollywood no nos ha salvado del Holocausto? Tal vez no pueda, piensa una. Es posible que no pueda. Pero lo que resulta tristemente demoledor es que tampoco ha querido. ¡Y esto sorprende, porque Hollywood es un conjunto de corporaciones dirigidas por judíos! El cine masivo demonizó a los nazis, idiotizó a los alemanes, hizo justicia reparadora al estilo John Wayne de la mano de Simón Wiesenthal y el Mossad, generó odio, condena, sionismo. Propició la vuelta de los mitos del pueblo elegido y la tierra prometida, generó compasión y culpa (en la opinión pública mundial), propició que Estados Unidos fuera el sostén económico y político del Estado de Israel, y, consecuentemente, contribuyó a crear la impunidad de Israel para invadir Palestina a sangre y fuego, y a mantener una guerra permanente en la región, asolando y excluyendo al árabe de la misma forma que fuera asolado y excluido el judío en Alemania. Conclusión. Hollywood no intentó desarmar la ideología nazi y el racismo sino que impulsó un cambio de roles. La víctima se convierte en victimario. Y el victimario en víctima. Esto ocurre en la película El Lector. Hanna, la bella y sensual guardiana de Auschwitz se convierte en una víctima, purga una pena de veinte años, es indultada, y gana, por la seducción del libro y la película, la compasión y el perdón de los espectadores. Hanna encarna la expiación del pueblo alemán pero también puede encarnar a los victimarios actuales. Su secreto pretende explicar el horror: fue brutal por ignorancia, por no saber leer en la realidad que le tocó vivir. ¿Podrá decirse lo mismo de la soldado Lynndie England que torturó en Abu Ghraib, de los soldados israelitas que torturaron en la Franja de Gaza, de los marines que invaden y masacran en Irak y Afganistán, de los gobernantes que ordenan las guerras, de los ejecutivos de las corporaciones que hacen negocios con las guerras y que invaden, contaminan y despojan el Tercer Mundo. ¿Serán todos ignorantes, buenas personas, que no saben leer la realidad?