La Otra Historia de Buenos Aires.
Parte I
por Gabriel Luna
2 de Febrero de 1536. Isla San Gabriel. Amanece. Don Pedro de Mendoza, insomne y harto de las lavativas que no consiguen aliviarlo, ordena zarpar hacia el continente. Tiene en mano una cartografía rudimentaria, y ha escuchado los informes de sus pilotos enviados para reconocer esa línea interminable de costa que se divisa a lo lejos. No hay indios ni portugueses. Y hay, sí, una grande meseta de una legua por frente donde hacer un asentamiento, tan grande resulta que cabrían dos ciudades de Cádiz en ella, aseguran los pilotos. La meseta se extendía y se extiende entre lo que hoy se llama Plaza San Martín, en Retiro, y la barranca de Parque Lezama. Mendoza, renqueando, se reúne con sus oficiales, gesticula, da un grito, y señala un punto sobre la cartografía rudimentaria: es en la parte sur de la meseta, cerca de la desembocadura de un riachuelo. Santa María, Nuestra Señora del Buen Ayre, murmura Don Pedro como en oración, los ojos alucinados, la frente perlada de fiebre.
La invasión comienza: dieciséis naves cruzan el río ancho, por momentos marrón y a veces gris, que los conquistadores bautizaron, más por ambición que por la apariencia, Río de la Plata. Y con el río a toda la región, llamándola más tarde Virreynato del Río de la Plata. Porque la verdadera intención de Mendoza es encontrar una ruta hacia la plata, hacia nuevos yacimientos, o hacia el Perú mismo para romper la hegemonía de Almagro y Pizarro en el Pacífico. El destino de nuestra ciudad parece sellarse. Desembarcan mil quinientos hombres, en su mayoría soldados, y apenas diez mujeres que forman con sus cuidados el séquito de Don Pedro. Traen armaduras, espadas, artillería, pólvora, algunos caballos y bovinos, pocas semillas y provisiones. El objetivo de la expedición no es poblar. El objetivo es asegurar la extracción de riquezas para España deteniendo la expansión portuguesa en la región. Mendoza no funda una ciudad sino un fuerte en las proximidades de lo que hoy es el Parque Lezama, sitio alto, con refugio en el riachuelo, estratégico para repeler un ataque naval.
Pero los portugueses no llegan, sin guerra no hay saqueos ni alimentos. ¡Y lo que es peor!: los naturales no llevan adornos de oro ni de otras piedras preciosas, andan más bien desnudos y sin hidalguía. Mendoza no ha tenido la suerte de Pizarro, que obtuvo una habitación de oro y dos de plata por el rescate de un indio. La tropa de Mendoza, sin tantas pretensiones y con criterio más práctico, intenta usar a los indios querandíes como proveedores de sustancias más sencillas. Trata de conseguir alimentos y mujeres por baratijas, o por la fuerza. Los querandíes reaccionan contra la soldadesca sitiando el fuerte. Sufren ambos, indígenas y españoles, la violencia y el hambre. Dos soldados sacrifican el caballo de un oficial y son ajusticiados y colgados en exhibición para imponer disciplina, a la mañana siguiente les faltan las piernas. En pocos meses mueren cientos, de hambre o por enfrentamientos. El hambre era atroz, los vivos comían la carne de los que morían. Al empezar el invierno, los querandíes levantan el sitio. No hubo en esa batalla vencedores ni vencidos. Al hambre se le suma el frío, Mendoza envía dos expediciones en busca de alimentos y tesoros, fracasan. El fuerte es un caos de delitos y desasosiegos, circulan órdenes y contraórdenes. Don Pedro de Mendoza, primer adelantado, y capitán general de las tierras conquistadas en las regiones del Plata, padece sífilis. La enfermedad lo atenaza y lo alucina, más que la plata y el oro, más que el poder y la gloria. Don Pedro tiene cuarenta y nueve años, ha acompañado a Carlos I en las campañas de Italia, Austria, Alemania, ha sido cortesano, ha participado en importantes negocios del imperio, y ahora cree estar bailando con una esclava nubia que dice haber conocido en Guadalix. Su cuerpo y su mente no le responden, la tropa tampoco; embarca hacia España y muere en altamar con nódulos en el corazón, maldiciendo a una negra.
Sus oficiales ordenan el fuerte de Nuestra Señora del Buen Ayre, establecen sembradíos, recuperan el escaso ganado sobreviviente de la hambruna. Y organizan una expedición que remonta el río Paraná en busca de la leyenda del “cerro que mana plata”. El 15 de Agosto de 1537 un lugarteniente de Mendoza, Juan de Salazar, habida cuenta de que los indios guaraníes parecen informados de tesoros y resultan más proveedores y serviciales que los querandíes, funda Nuestra Señora de la Asunción. Nuestra Señora del Buen Ayre es evacuada cuatro años más tarde por orden del veedor Alonso Cabrera, pese a la resistencia de la soldadesca ablandada y devenida en población precaria. La soldadesca en esos años había levantado algunas cosechas y mejorado sus relaciones de todo tipo con los indios (léase también indias). Domingo Martínez de Irala quema el fuerte (estilo de persuasión usado en la conquista e inaugurado por Cortés) y levanta mástiles coronados con las calabazas de las cosechas, que tienen cartas dentro para explicar a los navegantes lo que ha pasado e indicar que el nuevo asentamiento se halla en la Asunción.
11 de Junio de 1580. Una pequeña flota navega el estuario del Plata. La carabela San Cristóbal, dos bergantines, y algunas balsas. Juan de Garay llega desde Asunción navegando por el Paraná y arreando ganado por la costa. Vienen con él setenta criollos, trece españoles, y ciento cuarenta indios. Traen más ganado que armas, más semillas que frailes, y herramientas de construcción y de labranza. La expedición fundadora ha salido hace casi dos meses de Asunción, va al paso de las vacas sansón arriadas por los indios y algunos criollos. Garay no tiene prisa, acodado en la proa de la San Cristóbal, ve a estribor una extensa planicie que el sol recorta sobre el río: una gran meseta de una legua de frente donde cabrían dos ciudades de Cádiz, según los pilotos de Don Pedro de Mendoza. Garay consulta la cartografía, acullá, dice, se persigna y ordena el rumbo hacia la gran meseta desolada, cubierta de pequeños arbustos, tunales y gramíneas onduladas por el viento, que sería después Buenos Aires.
Fondean lo más cerca de la orilla que pueden, tanteando con varas la profundidad del río. Después establecerán el puerto más al sur, en un sitio del río llamado El Pozo apto para el calado de las carabelas. Pero ahora desembarcan junto al centro de la meseta, que por su altitud, la amplitud de verde para el ganado y los sembradíos, es el mejor lugar para fundar la ciudad. Desembarcan los indios y los mestizos con las herramientas, los bártulos, los animales de corral. Desembarcan los criollos, soldados y colonos, con la pólvora y los equipajes. Desembarcan los españoles, oficiales y frailes, con las armas y la cruz. Y desembarca Juan de Garay con sus títulos de teniente de gobernador y capitán general del Río de la Plata.
No se registra la escena solemne de la fundación, habitual en los manuales de historia. Vemos indios desarmando una balsa, cortando arbustos, improvisando un corral para el ganado que llegará por la costa; criollos levantando mástiles, acarreando enseres, desplegando lonas; soldados reconociendo el lugar, buscando peligros, rastros de querandíes, armando un perímetro con puestos de guardia cada cincuenta varas. Todo ocurre simultáneamente durante horas hasta que el movimiento se hace más lento, parece detenerse, la obra del día ha terminado.
¿Qué es lo que han hecho? ¿Cómo es la primera panorámica de este asentamiento prehistórico de nuestra ciudad? Hay unas tiendas pálidas como veleros temblando en el viento y varias fogatas, algunas con calderos atendidos por mujeres, olor a guiso de pescado, hay lámparas y sombras dentro de las tiendas, un grupo de indios vigilado por un fraile haciendo un techo con arbustos, y más allá una línea marcada con antorchas, un guardia calentándose las manos, otro mirando el ocaso, y más allá un horizonte de tunas, una bandada de pájaros blancos