Ley Antiterrorista: vivir bajo sospecha
En medio de los fuegos de artificio de la campaña electoral porteña, casi subrepticiamente, el presidente Kirchner envió al Congreso un proyecto de ley que modifica el Código Penal. Incorpora la tipificación del delito de terrorismo y castiga su financiamiento. Pese a las diatribas éticas que se propinan los políticos en temporada electoral, la aprobación de este proyecto deja al descubierto el contubernio que reina en nuestra la clase política.
La reforma fue aprobada en forma inmediata por el Senado (50 votos a favor, 1 en contra: el del senador socialista Rubén Giustiniani). Y una semana después fue aprobada por Diputados (102 votos a favor, 35 en contra).
¿Qué necesidad tenía el gobierno nacional de hacer aprobar tan rápidamente -y sin debate previo- una modificación al Código Penal, incorporando la controvertida figura de asociación ilícita terrorista y el delito de «financiamiento del terrorismo»? Ocurre que e sta ley es una exigencia del gobierno de los Estados Unidos y del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI). GAFI había advertido al gobierno nacional que consideraría a la Argentina como «país no confiable para las inversiones» ni para realizar transacciones de dinero (básicamente financieras), si no sancionaba la norma antes del 23 de junio.
De la diligencia legislativa ante la advertencia del organismo internacional, se podría inferir que el problema del terrorismo moviliza a nuestros representantes a través de sus finanzas. Esto puede resultar cierto. Pero, paradójicamente, la realidad es mucho más terrorífica. Esta modificación del Código Penal no solo significa una vergonzosa concesión a la política militar de los Estados Unidos. Es también un gravísimo avance en materia represiva y en la criminalización de la protesta social. A partir de ahora, podrá ser considerada «terrorista» cualquier persona que participe o haya participado en alguna organización que oriente su plan de acción a la propagación del odio étnico, religioso o político; que esté organizada en redes operativas internacionales, y que disponga de armas o de cualquier medio idóneo para poner en peligro la vida o integridad de un número indeterminado de personas. En tan ambiguo encuadre pueden ingresar personas de las más variadas organizaciones, desde asambleas ambientalistas hasta agrupaciones vecinales. Bastará que se interprete cualquier exhortación o texto de volante como expresión de «odio», que se considere «peligrosa» una bomba de estruendo, o que haya en una organización personas de varias nacionalidades, para que la definición de «terrorista» calce como un guante.