VAS a Bolivia 6

por Rafael Gómez

El viernes 17 de mayo a las 22 hs. llegamos a la ciudad de Tarija. Estamos cansados, queremos llegar al hotel que reservó M. El GPS nos guía, pero no coinciden el sentido de las calles, algunas no aparecen. El GPS está desactualizado. Las calles son estrechas, por suerte hay poco tránsito. Tras algunas vueltas y contravenciones encontramos el lugar. Hay habitación pero no cochera. Pueden dejar la camioneta allí mismo, dice el conserje. Pero la calle es angosta, digo, estorbaría el paso. Tampoco hay autos estacionados, pienso. Y surge insólita y difusa la imagen de una grúa de acarreo en la ciudad de Buenos Aires. Tampoco me da seguridad dejarla ahí. Mejor buscar una cochera, digo. El conserje ofrece un garaje a dos cuadras. Nos parece bien. Descargamos la camioneta y vamos. Las dos cuadras resultan ser cuatro. Y el garaje resulta ser un lavadero de autos. Puede dejarla aquí, pero habrá que sacarla mañanita bien temprano para permitir el funcionamiento del lavadero, explica el sereno. (No voy a levantarme temprano ni dejarle la llave). Imposible, digo, perdone la molestia. Volvemos al hotel y cargamos las cosas. Partimos, con el GPS inútil, hacia una ciudad desconocida. Son pasadas las 23 hs., ni puta idea de donde alojarnos y traemos un cansancio de 14 horas de viaje.

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Perdidos en la noche de Tarija. Sólo tenemos el nombre de una avenida y las señas confusas de un hotel con cocheras, dadas por el conserje. Así es que empezamos a dar vueltas buscando gente por una ciudad desierta. Encontramos una zona de boliches nocturnos. Cholitas delgadísimas, trepadas en tacos altos, con breves minifaldas plateadas o doradas haciendo juego con los zapatos. Cholos vestidos de oscuro y camisas blancas. Andares distendidos por la calzada. Botellas en las manos. Un grito, otro, la luz de un reflector, música D J. Estalla una botella. Amontonamiento frente a una puerta dorada. Otro grito. Llegan, como abstraídas, más minifaldas y camisas blancas. ¿A quién preguntar por un hotel? Mejor salir. La camioneta toma un bulevar de luminarias amarillas -qué es el bulevar por donde entramos a Tarija, pero ahora no lo sabemos- llamado Victor Paz Estensoro. No hay lugar abierto. Nadie para preguntar. Tampoco estación de servicio. Debemos encontrar el Centro, le digo a M. ¡Acá debe haber un Centro con plaza principal, restoranes y hoteles, como en todas partes! La camioneta sigue las luminarias. Pasamos una rotonda y seguimos. Buscamos edificios altos, pensamos que el Centro debe estar entre edificios altos. M desespera, yo siento un hormigueo en los brazos. Vamos despacio. A la derecha hay árboles, un parque, una cancha de fútbol; más adelante un puente, una estación de servicio cerrada. Nos detenemos. ¡Quiero dormir en algún lado!, dice M. ¡Debimos haber entrado a Bolivia por La Quiaca o por Yacuiba! ¡Debimos haber llegado de día! Consecuencia. Ahora estamos en una ciudad abandonada, habitada por zombies: cholas y cholos transculturales, convertidos en prósperos jóvenes neoyorquinos descerebrados bailando música DJ, como en las películas y los culebrones. ¡Y para colmo ni siquiera un baño! Ya estuvimos acá, digo. Me acuerdo de ese puente. Leo: Av. Jaime Paz Zamora, entramos por acá a Tarija y ahora estamos saliendo. Debemos volver. La camioneta gira en la próxima rotonda. Tenemos que encontrar la avenida Panamericana, donde dijo el conserje que estaba ese hotel con cochera. La camioneta acelera. Volvemos a la zona de los zombies, dice M. ¿Pruebo de nuevo el GPS? Pasamos una plaza con banderas, una rotonda, y llegamos otra vez en la avenida Victor Paz Estensoro. Siento el hormigueo en los brazos, los hombros y la espalda. ¡Aquí está!, grita M, ¡aquí está!, su dedo señala la pantalla del GPS. Es en esta misma avenida, que más adelante se llama Panamericana. Hotel Los Ceibos.

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Encontramos el hotel después de una rotonda arbolada. M baja para averiguar si hay lugar y vuelve con un conserje. Descargamos la camioneta. El conserje me explica que las cocheras están al fondo, con entrada por esa calle de la esquina, señala, pero cómo la calle es contramano, me conviene seguir por la Panamericana, dar la vuelta en la siguiente rotonda y luego pasarme del hotel, para después girar a la izquierda en aquella rotonda, señala. Entonces hacer una cuadra, y volver a girar a la izquierda en la cuadra siguiente, que es La Madrid, la calle de esta esquina, señala, donde están las cocheras. Me quedo mirándolo. Es un hombre de unos cincuenta años, muy bajo, regordete, que con los brazos en jarras tiene aspecto de bola. Le pregunto si no sería más fácil seguir por la Panamericana y dar la vuelta a la manzana. Pues no sé, encoje sus hombros, dice que abrirá el portón de las cocheras. M se queda para hacer el registro y yo emprendo la vuelta. Lo primero que noto es que la cuadra es larga, como de 300 metros. Doblo a la derecha y encuentro una rotonda. Sigo yendo por la derecha. No hay edificios altos, parece una zona residencial con muchos árboles, casas de tejas. De pronto la calle da una vuelta en U y en la siguiente esquina no puedo doblar a la derecha porque es contramano. Después hay una plaza, ya no sé dónde estoy. Detengo la camioneta. El hormigueo baja por la espalda y me invade las piernas. Siento el cuerpo fragmentado. Debo seguir, no puedo quedarme acá. Doblo a la derecha en la siguiente esquina, rodeando la plaza. Lo único claro es seguir doblando a la derecha para completar la vuelta y encontrar el hotel. Pero también puedo encerrarme en un círculo. La siguiente esquina no puedo doblar porque hay una valla. Dar una vuelta no significa encontrar el hotel: puedo hacer círculos chicos por fuera del hotel o puedo hacer círculos más grandes, que lo incluyan, pero no pasar por el hotel. La circunferencia del círculo debe pasar por el hotel. Voy tardando mucho. ¿M estará preocupada? Sigo otra cuadra y tampoco puedo doblar porque es contramano. Ni puta idea de dónde estoy ni qué circunferencia hago. Este lugar parece más comercial, alguien vendrá… Veo un resplandor al frente. ¡Es el bulevar de luminarias amarillas! Doblo a la derecha. Ya conozco, paso la rotonda arbolada y encuentro el hotel. M y el conserje están esperando en la vereda. Íbamos a llamar a la policía… ¡Me perdí! La manzana era un laberinto. El conserje redondo sugiere tomar la calle en contramano hasta las cocheras. Por supuesto, claro que sí, por qué no se me ocurrió, si no hay en la calle un solo auto.

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Al día siguiente Tarija cambia. Despertamos sin cansancio en una suite muy amplia y confortable de un 2º piso. Hay un balcón que da a la yunga, se ven casas de tejas entre el verde, al fondo cerros celestes, y abajo una pileta olímpica, palmeras, un parque muy cuidado con canteros y raros adornos de piedra. Bajamos. Desayunamos en un salón vidriado cerca de la pileta. Nos alcanzan planos y guías de la Ciudad, un diario. Ahora sabemos exactamente dónde estamos y dónde está el Centro. La plaza principal, llamada Luis de Fuentes -fundador de Tarija en el año 1574-, está a cuatro cuadras de la avenida Paz Estensoro y a seis cuadras del hotel. La avenida da una curva amplia siguiendo el río Guadalquivir, cambia de nombre cuatro veces en menos de veinte cuadras. Y la manzana laberíntica es un gran trapezoide estirado, con el cuello doblado en U entre una rotonda y una plaza llamada Uriondo.
Buscamos la camioneta para ir al Centro y recorrer la Ciudad. Ni bien salir, nos asombra el tránsito. Gran cantidad. Pero apenas hay autos, la mayoría son camionetas 4×4, Nissan, Toyota, Honda, BMW, Mitsubishi, Hyundai, Mercedes Benz… La mayoría son modelos nuevos. No hay autos económicos, tamaños chico y mediano, de producción argentina: Chevrolet, Volksvagen, Fiat, Peugeot, Citroën, Ford, Renault… Llama la atención la diferencia del parque automotor. Sorprende que sólo haya vehículos de alta gama o rústicos carros. Pese a la cantidad de camionetas y la estrechez de las calles, el tránsito es ordenado. No hay maniobras bruscas, los conductores son respetuosos, los semáforos indican los segundos que faltan para cambiar de estado, las calles están limpias. Y llegamos a la plaza principal, el centro y el origen de Tarija, un conjunto armonioso de palmeras y ceibos, una fuente inmensa, nubes de agua, sol y sombra, y profusión de palomas.

Continuará

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