Adios a Horacio Ferrer
Horacio Arturo Ferrer Ezcurra nació en Montevideo el 2 de junio de 1933, desde muy joven se interesó por el tango y su mitología, esto lo llevó a crear más tarde temas como «Balada para un loco» y «Chiquilín de Bachín», en sociedad con Astor Piazzolla.
Presidente de la Academia Nacional del Tango, compuso más de 200 canciones y fue autor de numerosos libros sobre esa música popular y su entorno, entre ellos el esencial «El Libro del Tango. Arte Popular de Buenos Aires» (ensayo, 3 tomos, 1970 y edición ampliada en 1980).
Hijo de un profesor de Historia y una madre que era sobrina bisnieta de Juan Manuel de Rosas, creció en un hogar montevideano de gente culta que había llegado a conocer en persona a Amado Nervo, Rubén Darío y Federico García Lorca, un acervo del que no fue indiferente.
Quiso ser arquitecto y cursó varios años en la Universidad de la República, pero su pasión tanguera lo condujo a abandonar ese sueño y, como redactor del diario El Día -y luego de El País- se lanzó a conducir el programa radial «Selección de tangos», que derivaría en El Club de la Guardia Nueva, entidad que promovía actuaciones de los músicos de vanguardia en locales de Montevideo y alrededores, donde comenzó su intensa amistad con Piazzolla.
Ya en ligas mayores, condujo programas tangueros por la prestigiosa emisora del Sodre, fundó la revista Tangueando y principios de los 60 condujo en la TV oficial uruguaya un programa que anticipaba lo que haría más adelante en Buenos Aires.
Publicó su primer libro de poemas, «Romancero canyengue» en 1967, al que presentó recitándolo en compañía del guitarrista oriental Agustín Carlevaro, influido por Paul Verlaine y otros franceses, herencia de las pautas maternas, pero se lanzó al ruedo editorial con referencias a Menecucho, un poeta popular montevideano que vendía sus versos en los Carnavales y decía: «Mis versos serán malos, pero son míos».
El éxito del libro en ambas orillas del Plata, recibió las buenas críticas de las mejores plumas del tango y motivó que Piazzolla musicalizara su poema «La última grela», que en principio iba a tener acordes de Aníbal Troilo.
Ese fue el trampolín para que Ferrer cruzara a Buenos Aires convocado «de prepo» por Piazzolla y a fines de 1967 ya estaba viviendo en una casa de Lavalle al 1400, que había sido la vivienda histórica de los Ezcurra, la familia de su madre.
La primera gran obra entre músico y poeta fue la operita «María de Buenos Aires», que se estrenó un año después en la ya extinta Sala Planeta, de la calle Suipacha, con Amelita Baltar y el notable Héctor de Rosas como protagonistas y Ferrer como recitante.
La operita no fue tan exitosa como se esperaba aunque algunos temas orquestales llegaron a caracterizar años después a varios programas de TV, sobre todo políticos, y con los años se volvió un icono de la música rioplatense que en sus distintas versiones viajó por más de 25 países.
En 1969 la dupla compuso «Chiquilín de Bachín» y «Balada para un loco», dos obras que venían una a cada lado de los discos simples que se vendieron como pan caliente, y que aportaban a la música ciudadana un perfil de apertura como nunca se había dado.
«Balada para un loco», en la versión de Baltar, fue estrenada en el local nocturno Michelangelo y luego presentada a competir en el Primer Festival Iberoamericano de la Danza y la Canción que se realizó en el Luna Park, donde obtuvo el segundo puesto; lo gracioso es que ya nadie se acuerda de la canción que se llevó el primero.
Siguieron otros temas, que el público vio primero con desconfianza y luego con pasión: «Balada para mi muerte», «El Gordo triste» -en homenaje a Troilo-, «La bicicleta blanca», «Los paraguas de Buenos Aires», y otros, hasta llegar a la cantidad de 40.
«Bon vivant» a todas luces, Ferrer vivió junto a su esposa Lulú -un nombre bien afrancesado y de tango- en el Hotel Alvear, cerca de la Recoleta, donde se instaló en 1976 y que habitó hasta los últimos tiempos.
Ferrer era en las últimas décadas una leyenda viviente, un caballero a la antigua que parecía recitar cuando hablaba, un conocedor del tiempo pasado no hace mucho y un poeta que dividía sus jornadas como presidente de la Academia del Tango, cuyo edificio fue costeado por el Estado nacional, de la organización de la Biblioteca del Tango, del Liceo Superior del Tango y del Museo Mundial del Tango en Rivadavia al 800, en el Palacio Carlos Gardel.
Él, que se sentía tan argentino y sobre todo porteño, supo responder hace años a una pregunta periodística sobre su nacionalidad, y contestó: «Yo no entiendo que haya dos países; a mí me tocó nacer en el justo medio del Río de la Plata».
Foto: Carlos Brigo