Corina Fiorillo realza un texto de Fernando Arrabal de hace medio siglo
por Héctor Puyo
Corina Fiorillo es la directora de «El arquitecto y el emperador de Asiria», de Fernando Arrabal, interpretada por dosactores españoles pero que destila cierto aroma a naftalina en la versión coproducida por el Complejo Teatral de Buenos Aires y el Teatro Español de Madrid, en el San Martín.
Con Fernando Albizu como el emperador y Alberto Jiménez como el arquitecto, la pieza retoma la situación de Robinson Crusoe y un nativo de una isla desierta y da para filosofar con un humor desbocado acerca de la pequeñez de cierta idiosincracia frente al universo y la existencia.
Para eso el recién llegado se apropia de la convivencia en esa isla en su carácter de europeo, en desmedro del supuesto salvaje al que maltrata sin sospechar que en su ser hay mucho de inteligencia e incluso perfidia.
El supuesto emperador imagina un poder que sólo podría disfrutar en esa isla, quizás en su imaginación, en el que despliega toda clase de egoísmos y de despotismos, como metáfora de una mentalidad repleta de mediocridad.
Menos dramático, su antagonista aporta una actitud visiblemente despreocupada, dispuesta al juego que se le plantea y sin el prejuicio de doblegarse a un desconocido, como a la espera de una aventura regocijante.
La pieza data de 1966, fue muy festejada en su momento y forma parte del llamado «teatro pánico», creado en aquella época por Arrabal y otros figurones como Alejandro Jodorowsky y Roland Topor, que convocaba a la figura del dios griego Pan, en el sentido del juego, el deseo desenfrenado, la agresión.
Albizu y Jiménez son dos capacitados actores españoles -aunque el segundo abusa del grito y los tonos altos- que dejan la vida en el escenario y se complementan a través de la desigualdad física, pero tienen que soportar más de hora y media en lo que merecería un buen recorte de texto.
Con notoria influencia del teatro del absurdo y del surrealismo, «El arquitecto…» es un ejemplo de lo que fue el sesentismo en la escena europea y que tras un conveniente tamizado revela que el único que queda en pie de esas tendencias es Samuel Beckett.
Hubo varios autores que en aquella época tan dada a las novedades habían heredado además elementos de ciertos movimientos de autores como Alfred Jarry, o más cerca el patafísico Boris Vian, que han perdido esa vigencia eterna que algunos suponían, del mismo modo que ciertos presupuestos políticos de entonces, lo cual quiere decir que pueden subir a escena aunque con retoques y modificaciones.
Pasados los primeros minutos el espectador se encuentra frente a un «déjà vu» de repeticiones, humillaciones, ambigüedades sexuales y cambios de roles que ya no causan el mismo efecto que hace medio siglo, además del notorio desgaste físico de los actores.
Lo que en aquel momento era de ruptura y tenía su poesía, 50 años después fue superado por distintas concepciones teatrales, europeas y aun argentinas, con figuras directrices de gran prestigio dentro y fuera de fronteras.
Por eso la directora Fiorillo, muy estimada y versátil, con varias obras en cartel en Buenos Aires, adopta una conducta de desparpajo, juega con sus intérpretes a la manera de Laurel y Hardy, y hasta los hace lucir sus asentaderas desnudas en más de una oportunidad, alguna muy divertida, otras no.
Lo que no está es la profundidad del mensaje pretendido por Arrabal en los años 60; lo que aparece es otra cosa, incluso con poéticos momentos donde el más débil se derrumba sobre un círculo de papeles ubicado en el centro de la escena -la escenografía es obra del notable Norberto Laino-, pero la segunda parte se hace cuesta arriba.
Allí aparecen cuestiones de identidad, un juicio sumario que abreva en el psicoanálisis, un uso excesivo de máscaras -también de Laino- y algún monólogo larguísimo de Albizu, a la espera del cierre circular con inversión de papeles.
«El arquitecto y el emperador de Asiria» se ve en la sala Cunill Cabanellas del Teatro San Martín, Corrientes 1530, de martes a domingos a las 20.30.