Crisis Universitaria. El reino de este mundo
(Una breve crónica desde las aulas)
Por Elizabeth Lerner
Entro al aula. Es el primer día de clases en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires. Es 4 de abril de 2016 y hay un paro nacional de docentes universitarios. Arrancamos como casi todos los años –cuento quince ya en la UBA- con una mano detrás de la espalda, con un adversativo que nos pesa cada inicio de año académico: estamos acá pero; comenzamos, sin embargo. Un hueco grande, el de esa palabra que habilita a la vez dos acciones casi contradictorias: dar clase y parar. Y en el acto mismo del discurso, la pequeña protesta: “Chicos, paramos porque las negociaciones de la paritaria docente arrojaron propuestas irrisorias por parte del gobierno nacional. Esteban Bullrich, el Ministro de Educación de la Nación, ofreció a los docentes universitarios un aumento en cuotas, mínimo, y a cobrar en junio y enero…de 2017”. Una chica rubia que se sienta adelante escribe prolijamente en su cuaderno todo lo que explico. No modifica la letra cuando empiezo a esbozar la teoría del signo de Ferdinand de Saussure: la lengua es un sistema, digo. Ella escribe. Hay paro, digo, ella escribe. Existe un significante, digo. La frase se calca en la hoja. Un chico de anteojos, algo dormido, levanta la mano y pregunta: “Profe, ¿qué quiere decir ‘irrisorio’? Respondo: es algo que da risa. La clase entera murmura. Les hablo un rato entonces de Alejo Carpentier. Y de ese prólogo alucinante a la novela El reino de este mundo. Carpentier, el cubano, remataba: “¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”. La chica de adelante detiene la mano que hasta hace segundos corría rápido sobre la superficie del papel. Alza los ojos. El resto mira, se pregunta, lo sé, si está en la materia correcta. Me siento en el escritorio, los pies cuelgan, se balancean. “Carpentier hablaba de literatura y de pintura. De relatos, de cuadros. La historia nuestra es tan exuberante y contradictoria que el arte no hace otra cosa que dar cuenta de esa atmósfera de irrealidad que nos rodea”. Más asombro. Sé que están comenzando a preocuparse por los parciales, por la docente cuyas botas verdes cuelgan irresponsablemente a centímetros del piso. “Lo que viene es así, chicos, de cuento fantástico, realismo mágico puro”. Se ríen. Un reloj que no cuelga en la pared da las tres de la tarde. Fin de la primera clase.
La lengua funciona por un mecanismo de selección y fijación, explica Saussure. El hablante elige de una serie existente en su cerebro la opción que luego colocará en la cadena del habla. Por ejemplo: “La escolaridad obligatoria exigida por la Ley de Educación Nacional vigente, incumplida una vez más. Un delito por el que nadie nunca paga ningún costo. La naturalización del paro docente se ha vuelto una costumbre argentina”, leo en voz alta un artículo de Luciana Vázquez, que escribe en La Nación, a raíz del “conflicto docente”. Pregunto: “¿Qué palabra se utiliza en el texto para referir al paro docente, chicos?”. “Delito”, responden varios. “¿Y los docentes qué somos, entonces?”. “Criminales”, se anima el chico que en las primeras clases dormitaba. Terminamos entonces el primer bloque de la materia. Diego, que anda por los pasillos de Ciudad Universitaria desde principios de 2002 pide permiso para entrar a vender caramelos. Ofrece unas cajitas negras surcadas por letras doradas: “Sexy Mint”. Carpentier me recuerda los parámetros del tiempo y del espacio. El reloj que no cuelga de una pared que sostiene apenas una puerta de madera que se nos viene encima –hace años que nadie la arregla- da nuevamente las tres. Fin de la segunda clase.
El sujeto se constituye en y por el lenguaje, ahí deja su huella, su identidad. Escribo en el pizarrón la palabra “YO”. Yo soy, yo hago, yo digo. Desde esa partícula tan pequeña el ser humano empieza a hablar del mundo, a apropiárselo a través de las palabras que elige usar. Escucho el rasgarse de las hojas. Y arremeto: “Yo adhiero al paro toda la semana que viene”. La chica rubia me mira azorada. Algunas de las alumnas que se sentaban en el fondo se han corrido cerca de mi escritorio y asienten. “¿Se entiende, chicos, este artículo sobre la subjetividad del lenguaje?”. “Sí”, se escucha, como desde lejos. Ya no se preocupan por los parciales, se preguntan en cambio, si perderán el cuatrimestre entero. En el aula cuelgan unas luces atadas con dudosos alambres. Una de ellas se apaga y una penumbra como de hospital se instala en nuestro salón. Les leo, de Página 12, el título y copete de una nota: “La UBA llega hasta agosto. La UBA planteó que no podrá pagar los servicios, al igual que otras universidades. Las secretarías de Políticas Universitarias y Energía analizan cómo excluir a las casas de estudios del impacto del tarifazo.” Les pido que subrayen una palabra que indique la postura del autor del texto con respecto al conflicto. “Tarifazo”, coinciden. Les cuento que se trata de un subjetivema: un término que carga en sí una valoración social, ideológica, política. El lenguaje construye el mundo. Fin de la tercera clase.
Es lunes 25 de abril. Los gremios que nos representan convocan a un nuevo paro, esta vez, toda la semana. Silvia se sienta cerca, es más grande que yo y estudia Psicología. Karina también. Y Valentina. Y el chico de anteojos. Y Leandro. Y Matías. Y Lucio. Y todos proponen: saquemos el aula a la calle. “Miren que estamos medio solos, les digo. No se imaginen que vamos a ir a hacer la revolución”. Se ríen. Uno se anima a una carcajada. La soledad de los docentes a cargo de los cursos es notoria. Los titulares brillan por su ausencia. Ostentan sus nombres en la carátula de los apuntes que los chicos leen. Jamás pisan el aula. Si lo hicieron en otra época, vale. Pero éste es su tiempo también, y no están, los alumnos nos los ven. Nos sentamos en el pasto, frente al Ministerio de Educación. Somos unos treinta en total. Hay una movilización y la acompañamos desde el suelo, hablando del parcial que tomaremos en estado de emergencia. Se acerca alguien del gremio y nos saca una foto. “¿Clase pública, profe?”. “Una clase normal”, contesto. ¿O no es la historia de este país otra cosa que un relato de mitologías, una crónica de lo real-maravilloso? No hay paredes ni aulas ni relojes, ni siquiera imaginarios. Los manifestantes, del CBC, de Exactas, del Buenos Aires y del Pellegrini se van diluyendo por Rodríguez Peña, por Córdoba y hacia Callao. No hay bancos, ni pizarrones ni sillas. Nos expulsa un Gobierno que criminaliza a los docentes en su derecho a protestar, sí, pero también nos expulsan jerarcas académicos, consejeros superiores, autómatas de la docencia, que tejen desde algún lugar inhallable sus propios pedestales. Fin de la cuarta clase.