Si al teatro le toca arder, arderá, pero su naturaleza es renacer
Por Olga Cosentino (*)
Arder está en la naturaleza del teatro, se dice. Es una poética y no menos verdadera definición. Pero prefiero la imagen opuesta -o antagónicamente complementaria- según la cual la naturaleza del teatro está en renacer empecinadamente de las cenizas a las que periódicamente es reducido por los ardores que enciende arriba y abajo del escenario.
Que el 30 de noviembre sea el Día Nacional del Teatro algo nos dice de esa pulsión de renacimiento. Porque en fecha como esta pero de 1783, en la esquina de las actuales calles Perú y Alsina, se inauguró el Teatro de La Ranchería, primer espacio teatral que por orden del Virrey Vértiz tuvo Buenos Aires. Y que consumieron las llamas nueve años después, en 1792, por causas desconocidas.
Al siniestro le siguió el surgimiento de varios tablados y ámbitos más o menos precarios o clandestinos, donde los comediantes insistían con sus artes tan fascinantes para el pueblo como sospechosas para ciertas elites. Y en 1804 la Gran Aldea levantó finalmente su primer Teatro Coliseo. Esa secuencia (fundación de un teatro + incendio + porfiada decisión de refundarlo) se repite hasta el presente, a lo largo de una historia más que bicentenaria, ya que aquel primer teatro precedió en veintisiete años al Primer Gobierno Patrio.
Otros fuegos, por causas casi siempre no investigadas aunque escandalosamente sospechadas y hasta sabidas, intentaron reducir a humo y polvo otros teatros. Entre los casos emblemáticos cabe anotar la quema del circo criollo del payaso Frank Brown por parte de una patota «patriótica» de jóvenes aristócratas que, durante los festejos del Centenario de 1910, decidieron que la carpa afeaba el baldío de Córdoba y Florida. En 1977, plena dictadura cívico-eclesiástico-militar, un nunca esclarecido siniestro acabó con el Teatro Argentino de La Plata. En 1981 ardió el Teatro del Picadero, en el que se desarrollaba el ciclo Teatro Abierto, como resistencia cultural al mismo régimen genocida. Pero en éstos y otros casos semejantes, las cenizas no fueron tumba sino semilla. Porque otros circos criollos siguieron levantando sus carpas para públicos fervorosos, dentro y fuera de la ciudad, y el propio Frank Brown volvió a instalar la suya, bautizada Hipodromme Circus, en 1917 y en el lugar que hoy ocupa el Obelisco. Porque la presión social obligó al gobierno de la dictadura 1976-1983 a asumir la reconstrucción del Argentino de La Plata, que tras largas y vergonzosas dilaciones empezó a reinaugurarse por partes, dos décadas más tarde, y hoy es un moderno centro cultural con varias salas para teatro de prosa, lírico y experimental. O porque tras el incendio del Picadero la comunidad teatrera porteña abrió inmediatamente otras salas a aquella resistencia escénica contra la mordaza autoritaria; y desde 2012, un nuevo Teatro del Picadero se levanta donde estuvo el original.
Además, hubo y seguirá habiendo otros incendios, a veces menos literales pero no menos destructivos, vehiculizados por atentados, censuras, recorte de subsidios, listas negras, estrangulamiento económico de las salas que no pueden pagar las desmesuradas facturas de los servicios o de los espectadores que no pueden pagar la entrada. Sin embargo el teatro, ese artificio poético que desafía las imposturas de lo real, vuelve a levantar el telón donde la insidia cree que no hay más que ruinas. Es cierto: las boleterías sufren y el teatro concebido como entretenimiento o consumo cultural se resiente. Pero como ocurrió en la dictadura, como volvió a pasar durante la crisis de 2000-2001, las adversidades pueden obligar a cambiar, fragmentar o multiplicar los modos de hacer teatro o los lugares donde ocurre, pueden forzar la resignificación de contenidos o la invención de nuevos lenguajes, pero no pueden generar conciencia de derrota ni resignación. Si al teatro le toca arder, arderá, pero lo que está en su naturaleza es renacer. No, apagarse. Váyanlo sabiendo los incendiarios.
(*) Ensayista, investigadora y crítica teatral.