«Toda distopía habla sobre el presente»
El secuestro y desaparición de veintidós estudiantes que tenían reuniones secretas para conseguir calefacción solar para sus aulas es el suceso principal que transcurre en el mundo distópico creado por la escritora Márgara Averbach en su nueva novela, «Los dos ombúes»que a su vez entabla un diálogo con el pasado argentino
Inspirada en los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, la novela publicada por Letras del Sur (2020) transcurre en un clima social de autoritarismo -que no resulta muy lejano ni extraño a los lectores argentinos- en el que los medios de transportes modernos y la energía actual han sido reemplazados por carretas y faroles a partir de la «Crisis» (momento que ya aparece en el libro «La charla», de la misma autora).
Averbach (Buenos Aires, 1957) es doctora en Letras y traductora literaria de Inglés. A lo largo de su carrera ha recibido numerosos premios por sus libros infantiles la «Jirafa azul, rinoceronte verde» (1992) y «El año de la vaca» (2004). Asimismo «Hablar sola» (2017) obtuvo el Premio Biblioteca Nacional. Entre sus textos se destacan: «Aquí donde estoy parada» (2001), «Cuarto menguante» (2003), «Mapas» (2016), Cambaceres y «Una cuadra» (2008)
– ¿En qué medida la novela alude a los episodios reales donde el Estado ejerce su terrorismo sobre los jóvenes?
Márgara Averbach: En algún sentido, representa las matanzas de jóvenes muy jóvenes por parte de estados autoritarios (o mafias, a las que el Estado permite actuar así). No es solo proyección. Yo empecé a escribir pensando los estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa pero también están los chicos de la Noche de los Lápices y los desaparecidos de mi colegio, el ENSAM de Banfield, que eran los que querían formar el centro de estudiantes (se los llama «la división perdida» por el número, y a algunos de ellos, los conocí). Yo creo que, como decía Saramago, todo lo que una vivió está en una cuando escribe. La historia se va formando sobre ese caldo de recuerdos.
– ¿Trabajaste esta distopía teniendo en mente los imaginarios argentinos del siglo XIX y el XXI?
M. A.: No lo pensé así, aunque entiendo que se lea de esa forma y está bien que así sea. La lectura siempre tiene la libertad de ir hacia donde le parezca y siempre que se base en lo que está escrito, enriquece el texto. Pero para mí, fue así: mi idea de la «Crisis» es un momento en que hay que abandonar las formas de energía de los siglos XX y XXI. Yo creo que eso va a pasar y creo que si no lo hacemos, va a haber una terrible crisis ecológica. Y si ya no existen esas fuentes de energía, vamos a tener que ir hacia atrás. No hay duda de que eso lleva a algo parecido al siglo XIX pero para mí es sobre todo el XX. De chica, me quedé mucho tiempo con mis abuelos (gauchos judíos del norte de Santa Fe) y viví en lugares sin energía eléctrica. Un lugar donde había autos, sí, pero también carretas, sulkis y caballos, y velas y faroles tipo «Sol de noche». Son esos recuerdos los que usé y no son del XIX.
Creo que no podemos seguir usando fuentes de energía que no respetan el equilibrio de las estaciones, el funcionamiento sustentable del planeta. No valemos más que la naturaleza. Ese es uno de los temas más importantes de mis libros. Yo creo que eso no es el futuro…, creo que es el presente.
– ¿Cómo trabajaste ese narrador que no se queda con un protagonista?
M. A.: Ese narrador o narradora es algo así como un puente entre los personajes y es una marca de mi manera de escribir. Lo uso mucho. No me gustan las novelas con individuos en el centro porque narrar la historia o estar en el centro de la historia es tener el poder, siempre, y las historias que me interesan deshacen un poco el poder individual. El narrador puente es una de las maneras de hacer esto. A veces, también uso primeras personas, varias. La narradora cada vez me convence más tanto ideológicamente como desde el punto de vista del arte.
– ¿En toda la novela existe una zona difusa del pasaje del sueño a la vigilia?
M. A.: Desde hace muchos años, como académica, estudio la literatura de los amerindios estadounidenses (soy especialista en literatura de ese país, sobre todo de amerindios y afroestadounidenses). Hay mucho que me influenció de esos autores (Louise Erdrich, Simon Ortiz, Leslie Marmon Silko, Linda Hogan). Una de sus características es que provienen de culturas que son holísticas. En ellas no hay oposiciones binarias entre lo femenino y lo masculino, lo humano y lo animal, la noche y el día, lo onírico y la vigilia. Ese tipo de visión del mundo pasó a mis libros. En este caso, la no frontera entre vigilia y sueño se volvió importante también a nivel de la estructura.
– Lo prohibido es una marca fuerte en «Los dos ombúes» ¿Cómo es tu postura crítica en la sociedad actual?
M. A.: Yo provengo de una familia muy política, de padres que militaron en la izquierda en su juventud, antes de ser mis padres, y que me enseñaron a ponerme en los zapatos de los más vulnerables, a pensar en la igualdad como deseable y a entender hasta qué punto nosotros éramos privilegiados por la forma en que vivíamos. Esa educación y mis lecturas posteriores me llevaron a interesarme por literaturas no canónicas, literaturas del margen. Y ahí descubrí que la literatura puede concebirse no como arte puro (aunque una quiera hacer arte, yo sin duda pretendo eso) sino como arte que sin dejar de ser arte es herramienta en la lucha por una sociedad…, digamos -cayendo en todos los clichés de siempre- más igualitaria, más justa, y más ecológicamente responsable. Los escritores que me entusiasman y que siempre trabajo en mis cursos, conciben la literatura como una forma más de hacer política en el sentido más amplio (no partidario) del término. Tal vez es por eso que aunque veo la brutalidad y el horror del presente -toda distopía habla sobre el presente-, mis historias suelen dejar alguna puerta abierta al final, alguna esperanza. Como dice Howard Zinn, si no hay esperanza, no vale la pena pensar, imaginar, defender un futuro.
– ¿En la novela hay una crítica a las fronteras y restricciones del mundo actual?
M. A.: Por supuesto, pero no solamente eso. Para mí, el adentro en este caso, está construido por una idea de un grupo, un «nosotros» opuesto a un «ellos», al que el «nosotros» desprecia, borra, destruye. Lo que me interesa es el tipo de frontera que hay en el Mediterráneo, cuando Europa, que saqueó África, le cierra sus puertas a los africanos que huyen de desastres causados por el colonialismo europeo; o el «muro» que quiere levantar Trump contra los mexicanos. Ese tipo de lugar supuestamente impermeable que niega la humanidad de los que no están «adentro» hasta que, como siempre pasa, esa subhumanización empieza a ejercerse también sobre grupos internos. Sobre todo lo que se define como «otro». Pero ese es también el peligro del afuera, claro. Ese es siempre el peligro y por eso puse el ejemplo de ese pueblo del afuera que se llama Cerrito.