Crónicas VAStardas
Los bonistas de mi corazón
por Gustavo Zanella
Deudas tenemos todos; con el panadero, con la escuela de los nenes o con juan carlos mastercard, que dios lo tenga en su gloria y no lo suelte. Por no hablar de las deudas morales, porque de pequeñas y grandes traiciones se hizo el mundo tal y como lo conocemos. Así que estar hasta las bolas no es una cosa muy novedosa que digamos. Lo novedoso eso es, en todo caso, que te perdonen un cacho de deuda. No es gratis, pero algo es algo.
Del lado pobre de la general paz se ve mucho. Cartelitos pegados en las paradas del bondi en la que te ofrecen créditos al instante sin garantía, sin DNI, sin ni siquiera respirar. La querés, la tenés. Nadie te pregunta para qué, si para pagar la garrafa, una fianza o los órganos de un recién nacido. Eso sí, ni se te ocurra olvidarte de pagar porque a nadie de la familia le queda un hueso sano. Y no es un eufemismo.
Cuando era pibe, promediando el menemismo, mis viejos cayeron en la mala y se pidieron un crédito en un tugurio de esos. Consucred o algo así se llamaba la financiera. Te prestaban 10 pero les debías 180. La diferencia era que éstos tenían oficinas coquetas por todo el oeste. Un día no pudimos poner el billete y si bien no nos mandaron a matar, sí nos mandaron una carta documento con un plan de pagos sin espacio para mucho pataleo. Así que juntando el mango, aguando la leche y el shampoo, arañábamos la cuota. La cobraban en un estudio de abogados frente a los tribunales de Morón, y ni los barrabravas de la zona caminaban por ahí sin un cuchillo. En la puerta siempre había dos morochos con cara de pocos amigos, titánicos, ojerosos. Usaban trajes que habían tenido una mejor vida. Los recuerdo porque usaban corbatas de Mickey y Los Tres Chiflados y nunca, pero nunca, te sacaban los ojos de encima. Les decía, por respeto, «vengo a pagar» y los tipos nada, como si no existieras, pero sin dejar de mirarte. Pasabas, subías una escalera, te sentabas en una silla y esperabas a que una secretaria con cara de querer otro laburo te llamara. Ella no te miraba. Decías el apellido, ponías la plata sobre el escritorio y la flaca contaba del derecho y del revés. Chequeaba los billetes con esas lamparitas de luz ultravioleta, no fuera cosa que la quisieras cagar, y te daba un recibo garabateado con menos validez que la moral macrista.
Una vez vi como una viejita llegaba con una jaula con dos gallinas y las dejaba en parte de pago. A nadie le pareció raro. Otra vez fui de tarde-noche luego del colegio. Hacía frío, era el último al que iban a atender. Mientras la secretaria me contaba la plata cayó un tipo de traje con un portafolio. Transpiraba. Sin decir ni mu abrió el maletín y lo vació sobre un escritorio desocupado. Cayeron tres fajos de billetes como no había visto en la vida. Lo cerró. Dio media vuelta y se fue. La mina salió a correrlo diciéndole que la cosa no era así, que le tenía que decir quién era, pero cuando vio que me quedaba solo con el dineral, simplemente se calmó y volvió a la silla. Lo puso en un cajón, me dio mi papelito y me fui. Mientras esperaba el bondi imaginé todos los cómics y revistas porno que me hubiese comprado con esa millonada.
Otro día, mientras aguardaba mi turno, de una de las oficinas salieron unos alaridos. Al toque cayeron los monos de abajo. Abrieron, casi que partieron la puerta de la oficina y se llevaron a la rastra a un tipo de unos cincuenta, que gritaba que nadie lo iba a cagar así. Adentro había un pibe no mucho más grande que yo, con la pilcha toda arrugada y una cara de susto que daba pena. Cuando me fui, en la entrada, había sólo uno de los gigantones. Del otro y del cincuentón ni noticias. Eso sí, había un charco de sangre en la vereda, un chocolate espeso que no estaba cuando entré. La miré, lo miré al de la puerta. Como si le hablara al viento, sin girar la cabeza dijo «Qué tarde que es para volver a casa, ¿No?».
Al segundo estaba en la otra cuadra
Hablando sobre eso y los bonistas, una amiga que laburó en una financiera de esas medio pelo me cuenta que el negocio no es prestarle a los que pueden pagar, que es al revés. «Lo que vos querés es engancharlos para toda la carrera. Les regalás un celular, les perdonás la primera o la última cuota, le hacés una quita, un plan de pagos. No importa. Lo importante es agarrarlos de las bolas hasta que hereden la deuda sus hijos. Mientras más pobres, mejor. Porque son agradecidos. ».
Foto: Carlos Bosch/Télam