La Construcción. Parte III
por Rafael Gómez
El símbolo de Babel nace junto a los primeros grandes imperios hace más de cinco mil años. Las ciudades babilonias tenían en sus centros enormes torres piramidales y escalonadas llamadas ziggurats. Para los acadios, los ziggurats representaban las escaleras que debían facilitar el descenso de los dioses a la tierra y la ascensión de los hombres al cielo. En sus cúspides había templos donde los sacerdotes oficiaban sacrificios y los reyes hacían promesas a cambio de hipotéticos favores celestes. El símbolo del ziggurat era entonces el nexo entre la tierra y el cielo. La historia de la torre en la ciudad de Babel ocurre hace tres mil quinientos años y se refiere a uno de estos ziggurats que fue abandonado misteriosamente por sus constructores. Según el mito bíblico, Yahvéh -que no era un dios acadio sino hebreo- confunde las lenguas de los constructores y estos se dispersan para multiplicarse en diversos pueblos sobre la faz de la tierra. Desde entonces, el abandono o el ataque a estas estructuras -llámense ziggurats pirámides, fortalezas, palacios o torres- ha sucedido a lo largo de los siglos. El abandono o la destrucción del ziggurat entraña una mutación del símbolo original. La construcción piramidal, ese esfuerzo prodigioso del hombre para acercarse a lo divino, es apropiada por los sacerdotes y los reyes y se pervierte. La búsqueda de lo divino se sustituye por la búsqueda del poder. Y la torre con sus pisos escalonados de distintas jerarquías refleja una sociedad totalitaria y militar donde el poder de unos pocos se ejerce sobre la gran base de los muchos. En el contexto histórico, el abandono de Babel -si es que ocurrió realmente- significó liberarse de la opresión del imperio babilonio. Desde hace milenios, con intermitencias, y durante procesos generalmente cruentos, el hombre ha enfrentado la tiranía de los imperios para intentar formar sociedades sensibles a las necesidades, los crecimientos y las libertades de los muchos. Todavía no lo ha conseguido. Pero ha estado a punto; y sus esfuerzos, notables y maravillosos, hacen la diferencia entre una colmena, un hormiguero, y lo que hoy llamamos humanidad. La cultura y el arte son el resultado colectivo e individual de estos esfuerzos. Uno de los intentos sociales más brillantes, fue la Revolución Francesa donde el pueblo tomó por las armas las torres de la Bastilla, esa cárcel que era el símbolo del poder absoluto de los reyes. Si bien la revolución no acabó de poner en práctica sus principios universales de igualdad, libertad, y fraternidad, y devino en el imperio napoleónico con sus guerras, influenció culturalmente sobre distintos procesos de emancipación en el mundo. El fundamento de esa revolución fue la Ilustración francesa. La Ilustración era un conjunto sistemático de ideas filosóficas y políticas orientado hacia los problemas prácticos del hombre común. Se caracterizaba por una confianza plena en la razón, la ciencia y la educación, para mejorar la vida humana con el ejercicio de la libertad y el pensamiento crítico. La Ilustración exaltaba el trabajo, el ingenio, la dignidad del hombre, y aborrecía de lo irracional y de los dogmas religiosos, atacando a los sacerdotes y a los reyes que «mediando» con lo divino sometieron a los pueblos durante tantos siglos. Estas ideas llegaron al Río de la Plata. Y se pervirtieron tanto aquí como en Francia, sólo cambiaron los actores sociales de la dominación. La burguesía reemplazó a la nobleza, pero la estructura del poder se mantuvo. «Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede y lo que se le debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y después de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres, será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir la tiranía», escribió nuestro vecino Mariano Moreno hace dos siglos. La frase de Moreno fue lamentablemente profética y aún tiene vigencia. La burguesía a falta de dioses y títulos de nobleza, se apoderó de la tierra y de los medios de producción para controlar y someter a la gran base de la pirámide. Y lo hizo a través del propio trabajo de esa base. Inventó el capitalismo. ¿Cómo funciona? A través de la propiedad y el control sobre las mercancías, el capitalismo transforma el trabajo colectivo en beneficio privado de unos pocos. Un siglo después estalla la Revolución Rusa, se conmueve el mundo, y el pueblo toma el Palacio de Invierno, un símbolo de la autocracia. «Nuevas ilusiones sucederán a las antiguas», había escrito Moreno. Después de un período de luz esta revolución también se pervierte. La burocracia reemplazó a la burguesía pero la estructura vertical de poder se mantuvo; hasta tal punto, que la voluntad de un solo hombre gobernó la URSS (Stalin). Y lo hizo amurallado desde otro palacio: el Kremlin. Tanto la Revolución Rusa como la Francesa, y todas sus réplicas en el resto del mundo, forjadas con los ideales más brillantes y los sueños más hermosos que haya tenido el hombre, no lograron algo esencial: desmontar la estructura vertical de poder, sin lo cual, dicho en palabras de Moreno: «será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir la tiranía». Tal vez la lucha que falte emprender no sea contra tiranos sino contra nuestros propios enemigos internos: el miedo, la inseguridad, el individualismo, la ignorancia, el conformismo, la delegación… que son nuestras tendencias hacia la esclavitud. Y plantear otro poder distinto al piramidal, que no sea a través de jerarquías ejercido sobre los otros sino ejercido con los otros, es decir, horizontal. Esto implica considerar un paradigma diferente: el de la construcción social horizontal. Las ventajas de la construcción horizontal respecto a la vertical o piramidal son las siguientes. En una organización piramidal crecen sobre todo los líderes y sus proyectos impulsados por el trabajo y la energía de la base; se nivela hacia abajo y la energía la toma el líder. En una organización horizontal donde el trabajo y las decisiones se comparten, la energía se distribuye, crece el conjunto y el proyecto en común, y se nivela hacia arriba. Las ventajas son evidentes. El problema consiste en cómo hacer una construcción horizontal a gran escala. Es algo que no se ha hecho nunca. Sin embargo, en las revoluciones mencionadas y en sus réplicas aparecieron este tipo de construcciones durante una primera etapa de luz y libertad. Las asambleas, las comunas, los consejos obreros campesinos, los comités, fueron organizaciones de estructura horizontal. Lo que parecería indicar que los pueblos o la gente en estado de libertad tienden espontáneamente hacia la solidaridad y la autogestión. Estas organizaciones fueron atacadas, eliminadas, infiltradas o vaciadas de contenido para restablecer el modelo vertical. Pero no han desaparecido. Están en la memoria colectiva, se recrean, y surgen también en estos días, y en nuestro país, como el amable lector habrá anticipado o verá a continuación. En nuestros días, el capitalismo ha transformado con cierto éxito la lucha por los ideales en la lucha por las cosas. Y las cosas apiladas sólo sirven para trepar al vacío. Los actuales ziggurats son las torres espejadas de las metrópolis. No tienen identidad -son como sociedades anónimas-, reflejan las nubes y las calles opulentas de sus alrededores, pretenden ser invisibles, y esconden que deciden las tomas de ganancia, las inversiones, los quebrantos económicos, la pobreza, y hasta las guerras en los países periféricos. Son los templos de las corporaciones y los bancos. Pero «todo lo sólido se desvanece en el aire», como decía un filósofo. El 11/9 de 2001 fueron atacadas las torres espejadas del World Trade Center, emblemáticas de Nueva York, la actual Babilonia. Las torres de 110 pisos aparecen envueltas en llamas y se desmoronan sobre sí mismas cubriendo las calles opulentas con una avalancha de polvo. Esa imagen, repetida una y otra vez y vista por miles de millones de personas, simboliza la caída del Imperio. Y permite a la periferia, la representación de otro mundo posible. Tres meses después, como una consecuencia, ocurre la revuelta del 19 y 20/12 de 2001 en Buenos Aires que hace caer -realmente- a un gobierno constitucional servil a las corporaciones y los bancos. La consigna de la revuelta «Qué se vayan todos, qué no quede ni uno solo» es de una valentía y lucidez extraordinaria. En medio de un quebranto económico y un estado de sitio, la gente le quita el poder a sus gobernantes. Repudia a toda la clase política. Enfrenta la estructura vertical del Estado. Toma las calles, se autoconvoca en las plazas e intenta resolver las emergencias desde la solidaridad. En ese estado de libertad surgen o se potencian las construcciones de estructura horizontal: las asambleas barriales, los movimientos de trabajadores desocupados, las fábricas recuperadas, los organismos de derechos humanos, las asambleas ecologistas. Por supuesto que hoy, a cinco años de la revuelta del 19 y 20, estas organizaciones horizontales de autogestión y democracia directa han sido diezmadas, infiltradas, cooptadas, reprimidas… como lo fueron antes, desde las estructuras de poder vertical; que no están sólo en las instituciones (gobierno, escuelas, bancos, policía, partidos políticos, corporaciones, etc.) sino también en nosotros mismos. Hemos sido infiltrados por la confusión babélica que genera el poder vertical a través de las instituciones y los llamados medios de comunicación. Lo que estoy intentando decir, paciente lector o lectora, es que nosotros no somos lo que debiéramos. Tal vez no sea la posesión o la destrucción sino el abandono de los ziggurats, como marca ese episodio de Babel probablemente imaginado por los remotos y sabios autores de la Biblia, el camino hacia las sociedades felices, consideradas de las necesidades, los crecimientos y las libertades de los muchos. Y tal vez el camino empiece por intentar abandonar nuestras propias estructuras verticales.