El cuestionamiento a la cultura heredada
por Mariela Acevedo*
Una postal de los años noventa
En 1992 Woody Allen, reconocido escritor, actor y director neoyorkino es acusado de abusar sexualmente de su hija de siete años. Su compañera sentimental y actriz icónica en sus filmes, Mía Farrow, lo denuncia a la par que descubre que el cineasta ha mantenido una relación amorosa con otra de sus hijas adoptivas, Soon Yi. Cuando esto sucedió yo era adolescente, estaba en los primeros años de secundaria. Lo recuerdo como un escándalo pero más por la “historia de amor” entre Allen y la hija adoptiva de su pareja que por el hecho de que había sido acusado de pedofilia. Pocos años después, cuando inicié el CBC (por 1998) para una carrera que finalmente abandoné recuerdo que uno de los primeros trabajos prácticos incluía el visionado y análisis de Deconstructing Harry (1997) de Woody Allen. Durante esos años había conocido algo de la filmografía del director y me gustaba su humor. No recuerdo que nadie mencionara o aludiera al tema, ni en la facultad ni entre mis compañeres. Pocos años después, cuando ya cursaba en Sociales recuerdo haberme comprado el libro de cuentos Sin plumas. Elegí de ahí un relato para adaptarlo a una versión radial para un práctico de Taller III eso ya era en 2007 y tampoco recuerdo que yo haya pensado o alguien me haya señalado que había elegido la obra de de alguien acusado de ser un agresor sexual.
En 2014 Dylan Farrow, cerca de los treinta años, se animó a escribir una carta pública en la que increpaba a quienes aplaudían o admiraban al cineasta… o simplemente no registrábamos que nuestras elecciones y gustos, el reconocimiento hacia la figura del director y humorista, era una continua forma de… ¿indiferencia, descreimiento, desprecio? hacia ella. Una patente muestra de la falta de empatía hacia víctimas y sobrevivientes que naturalizamos y la forma en la que solemos separar la creación artística (estética) de la vida personal de quienes admiramos (ética). Dylan describe en su carta crudamente las secuelas de una sobreviviente de abusos que debe ver reiteradamente como durante años reivindican al perpetrador. Aun así, no fue hasta la movida del #MeToo en 2018 que sacudió a Hollywood cuando se revisó el hecho de los años noventa bajo otro prisma.
No me había puesto a pensar en la presencia de Woody Allen en la cultura popular, en mi propia formación y en cómo este episodio había sido minimizado hasta hace muy poco tiempo…Hace unas semanas terminé de ver Allen vs. Farrow, una docuserie que vuelve sobre la situación y en la que Dylan, una adulta de 35 años no solo reitera su denuncia sino que cuenta detalles de cómo la voz de la niña que era fue desestimada y su relato relegado a un episodio confuso que no se pudo comprobar, una mentira pergeñada por una mujer despechada que no tuvo escrúpulos de manipular a una niña para atacar a su ex. Pero más allá de lo movilizante que resultan los cuatro episodios que reconstruyen un entramado que de forma notable no busca poner en escena “las dos campanas” sino hacer el espacio para que sea audible la voz de Dylan y su madre, me impactó leer las críticas sobre la serie. En muchas de ellas el argumento central para descalificar el material es la falta de “imparcialidad” y la idea de que la ley actuó y no encontró culpable a Allen. En La Nación por ejemplo, titularon “Allen vs. Farrow, los directores de la miniserie echan más leña al fuego” (de Mariano Kairuz, 4/4/21) donde el crítico hace una defensa del cineasta señalando en el primer párrafo que “la denuncia contra Woody Allen por el presunto abuso sexual de su hija adoptiva Dylan Farrow quedó cerrada a partir de dos investigaciones llevadas a cabo en Nueva York y Connecticut, que concluyeron que no había sustento suficiente para levantar cargos contra el cineasta.”, pero no se detiene a describir cómo esas causas fueron cerradas que es algo que aporta el documental. Se presenta a Allen, en esta y en muchas otras críticas a la serie, como una víctima más de una época revanchista: la de la cultura de la cancelación llevada adelante por la horda feminista radicalizada.
Tu ídolo es un forro y las feministas somos aguafiestas
Sí, es duro de leerlo y de confrontarlo: tu ídolo es un forro, creciste admirando, leyendo, escuchando, bailando y disfrutando canciones, películas, libros de tipos violentos y predadores sexuales, que en muchos casos fueron encubiertos o gozaron del privilegio de la duda…”no había sustento suficiente para condenarlo”, “no quedó claro que haya sucedido”, “eran otras épocas”. En todas las argumentaciones —y en los episodios de la serie es una clave central— sobrevuela el (SAP) “síndrome de alienación parental” un dispositivo inventado para desacreditar la palabra de las víctimas, señalando que se trata de una fabulación, fruto de la manipulación de una madre que esconde en la voz de una niña una falsa denuncia, solo para tachar el buen nombre de un respetable miembro de la comunidad. Eso es más creíble que pensar que hay un aparato jurídico burocrático que tiende a beneficiar a varones blancos heterocis con mucha plata y status: se llama heteropatriacado racista capitalista.
“Tu ídolo es un forro” es un sitio que recopila nombres de artistas, políticos, deportistas de Argentina y de la cultura transnacional que han sido denunciados por acoso, abuso, violencia o femicidio. También hay algunos nombres de mujeres, generalmente como cómplices o por descreer de la palabra de sobrevivientes. Más que un compendio de canceladxs lo que creo que este tipo de prácticas habilita es la pregunta sobre nuestros consumos y la idolatría o romantización de referentes culturales (mucho menos cuestionada que la práctica de la cancelación aunque sea su contracara) y la consiguiente decepción frente al reconocimiento doloroso del daño que han producido.
Creo sin embargo, que a veces se confunden cosas: en el FELBA (Feria de Editoriales y Librería de Buenos Aires que se realizó en la Ciudad en Semana Santa) el escritor Enzo Maqueira en una mesa compartida con colegas que discutió sobre “la pandemia de la corrección política” apuntó contra la política de la cancelación narrando una escena en la que una estudiante feminista lo increpó por incluir “Esa mujer” de Rodolfo Walsh en un curso universitario porque la narración sobre la manipulación del cadáver de la mayor referente política argentina sería ofensiva para las mujeres. El burdo truco de Maqueira de estereotipar a la estudiante feminista a la que le daba voz a través de su relato como profesor incomprendido y asediado por la censura feminista tiene distintas formas de presentarse pero suele caricaturizar a la “feminista aguafiestas” de la que nos habla Sarah Ahmed.
Ahmed nos puede ayudar a pensar en estos escenarios culturales en el que artistas y pensadores son cuestionados. En su último libro Vivir una vida feminista (Caja Negra Editora, 2021) Ahmed retoma esta figura de la feminista aguafiestas —que ya había desarrollado en su blog y en su tesis doctoral sobre la promesa de felicidad (1)— , para pensar eso que hacemos cuando señalamos el sexismo o racismo en la mesa familiar indigestando al tío que solo quiso hacer un chiste o cuando una estudiante levanta la mano en el aula para interrumpir y señalar un problema allí: “Oiga, ese señor fue un violento abusador, de verdad vamos a leerlo este cuatrimestre?” Maqueira cerró su intervención desafiando: seguiremos leyendo Lolita (la novela de Nabokov), como si alguien se lo impidiera, mezclando —nuevamente— el plano de la ficción con el cuestionamiento que se hace al privilegio de la impunidad que exhiben ciertos autores en distinta épocas. En ese momento yo pensé, el tema no es que no lo leamos, sino que ya no lo leemos de la misma manera.
No sos vos, es tu marco teórico
Es realmente una decisión drástica optar por dejar de leer, ver y escuchar a literatos, músicos, pensadores de nuestra cultura por sus actos criminales, aún más dejar de disfrutarlos….y ni hablar de dejar de quererlos: nuestra vida se nutrió de sus palabras, de sus tonos, de sus ideas.
Vuelvo a Ahmed que cuenta una decisión que tomó: “En este libro he adoptado una política de citas estricta: no cito a ningún hombre blanco.” y se explaya en una nota al pie: “Esta es una política de citación muy tajante (y quizá debiera añadir cis, hetero y no discapacitado al cuerpo general del que estoy hablando). Puede que sea necesario crear una política tajante para romper con una costumbre tan duradera. Esta política es más tajante que precisa porque entiende a los hombres blancos como un efecto acumulativo y no como una forma de agrupar a personas que comparten un atributo común (…). Soy plenamente consciente de que en ciertos casos específicos podamos debatir si tal o cual individuo es, o debería considerarse, parte del aparato institucional de los hombres blancos. Nótese también que cuando utilizo algunos materiales básicos (…), sí que cito a hombres blancos. Esta política tiene más que ver con el horizonte intelectual del libro que con los materiales culturales que son mi fuente”.
La distinción entre “horizonte intelectual” y “fuente” es interesante: ¿debemos seguir citando a los popes o podemos hacerle espacio a otras voces y miradas críticas de la cultura hegemónica? Eso no implica dejar de consumir las producciones culturales que hoy cuestionamos, sino hacerlo desde otro ángulo, desde un abordaje que lo encuadre desde otra perspectiva. Recientemente, otra polémica vinculada a la circulación de voces se generó cuando la joven poeta y activista Amanda Gorman (Estados Unidos, 1998) expresó el deseo de que sus versos sean traducidos a otras lenguas por mujeres, preferentemente negras o activistas sociales. ¿Por qué este gesto generó polémica? ¿Es que ser hombre blanco ya no es garantía de universalidad? Creo que cuando usamos el concepto de “cultura de la cancelación” cancelamos un debate con muchísimos matices y aristas: el del cuestionamiento a la cultura heredada y lo que hacemos con ella, el de la posibilidad de transformar lo heredado para legar otras culturas. Tengo más dudas que certezas, por lo que me gustaría cerrar con un párrafo de Ahmed que nos insta a poner en suspenso la seguridad con la que sostenemos algunas de estas estrategias, aunque estas sean efectivas o nos abran caminos: “Esta es una de mis preocupaciones principales: en qué medida es necesario, para el movimiento feminista, adoptar una tendencia feminista que hace de ti esa clase de chica o mujer; la que yerra, o es mala, la que opina sin tapujos, la que escribe su nombre, la que levanta el brazo en señal de protesta. La lucha individual importa; de ella depende un movimiento colectivo. Pero, evidentemente, no por pertenecer al bando de las malas tenemos necesariamente la razón. Nada garantiza que, en nuestra lucha por la justicia, actuemos nosotras mismas con justicia. Debemos dudar, templar la fuerza de nuestras tendencias con la duda; vacilar cuando estemos seguras, o incluso porque estamos seguras. Un movimiento feminista que obra con excesiva confianza nos ha costado ya demasiado”.
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El sitio https://feministkilljoys.com/ es una plataforma de análisis de la cultura contemporánea en la que la autora desarrolla muchos de los temas que luego son editados en sus ensayos.
*Mariela Acevedo es feminista, doctora en Ciencias Sociales, licenciada en comunicación y docente. Administra el portal Feminismo Gráfico y es editora de Revista Clítoris. Escribe, da clases y realiza tareas de investigación en el campo de la comunicación, la salud, los géneros y las sexualidades.