Crónicas VAStardas
Villa Cariño
por Gustavo Zanella
Constitución está que arde. El baño de la estación desde hace dos meses está en refacción o clausurado, no se sabe bien. La gente, venida de lejos, siempre en tránsito, usa las escaleras para aliviarse las tripas. El olor es penetrante. Los restos están a la vista. Las normas más básicas de higiene dictan no mirar, no respirar, no apoyar las manos en la baranda. Hacer ojos ciegos al señor que defeca en el descanso.
Fuera de la estación no hay luz. El corte es en todo el barrio. Algunos de los antros sobre la avenida Brasil tienen grupo electrógeno, pero son los menos. El resto usa velas. A los parroquianos parece no importarles. Los policías que custodian en acampe de senegaleses estafados se atrincheran alrededor del colectivo que les sirve de base. Están alerta. Toda la calle Salta está a oscuras. Alguien me ofrece sexo “o lo que ande buscando”, me sugieren. Agradezco, pero no.
La parada está iluminada únicamente con el cartel blanco y rojo del Paseo de compras. La escena se asemeja a una casa en penumbras alumbrada por un árbol de navidad. Llego a la parada. Parece que el 96 se fue hace cinco minutos porque hay 6 personas. El que está delante de mí está terminando una cerveza Quilmes a la que se la ve caliente. Canta a los gritos canciones de La Renga. Se va y viene de la fila dando saltitos. No ocupo su lugar. Lo dejo vacío por si llega a último momento. El que llega detrás sorbe sus macos y escupe a la calle cada 30 segundos. Refrescó un montón y gotea una llovizna haragana. De la esquina de la calle O’Brien salen unos tipos corriendo. Se gritan cosas. En contra mano, un patrullero los sigue del mismo modo en que cae la lluvia: sin esfuerzo, sin ganas.
Miro hacia atrás. La fila se alarga. Agazapada hay una madre con un bebé en brazos. Es un signo, debo evitar los asientos de adelante. El que llega es el colectivo “Villa cariño”, el de luces azules que se parece a un hotel alojamiento. El que canta no aparece. Subo. Junto al volante hay un bar, mejor dicho, una reconstrucción de un bar con sus botellitas diminutas de whisky y sus vasitos. Las ventanillas de los primeros asientos tienen un cortinado rojo como de terciopelo. El chofer escucha a Cacho Castaña. Urge encontrar un asiento en el fondo. Afuera, del otro lado de la calle, el borrachín está sentado mirando a las estrellas en silencio. No se sube al colectivo.
El Villa cariño tiene una particularidad mágica, su motor tiene tan poco mantenimiento que el ruido que genera lo satura todo. No hay modo de escuchar a Cacho, tampoco lo que suena en mi reproductor. No importa, la monotonía del barullo se presenta, por una vez, como una pausa. Eso es más de lo que puede pedirse a estas alturas.