Fernando Noy: La poesía como salvación
por Julieta Grosso
¿Cómo aproximarse a una vida o una obra sin caer en el impulso de encasillarla cuando los límites son pretendidamente difusos?, ésta vendría a ser la gran pregunta que se instala en torno a la figura de Fernando Noy, creador múltiple y polifacético que cultivó la contracultura y la transgresión en sótanos del under porteño, que esquivó la muerte como pudo en tiempos de la dictadura o del sida y que acaba de estrenar sus 70 años con un aluvión de novedades: un texto autobiográfico en el que evocará la figura de su gran amiga Alejandra Pizarnik, dos libros de poemas en ciernes y una muestra en la que expone sus dibujos.
«Hay veces pienso que soy una metamorfosis ambulante, transmutante y pasajera pero en realidad yo soy un creador, un creador en muchas áreas, no solo poeta». Fernando Noy mira a cámara y tantea una autodefinición que derrita las categorías con las que se intenta atrapar o rotular su arte. Acaba de cumplir 70 años y sabe que mucho de lo que sobrevendrá a partir de ahora tendrá mística de homenaje, como el que le acaba de rendir Martín Wain en «¡Viva la poesía viva!», un video donde se lo puede ver recitando poemas en movimiento, con la voz susurrante conjurando la vivacidad de los bordados y los collares que se agitan en su contoneo.
Difícil no quedar atrapado en algún pliegue de una biografía tan hechizante como la de este poeta y performer. Una vida atravesada por los contrastes y los golpes de timón: nacido en General Roca, fue criado entre mapuches en el minúsculo pueblo de Ingeniero Jacobacci, pero a los diez años llegó a Buenos Aires para arrancar el colegio secundario como pupilo en el Instituto Social Militar Dámaso Centeno, entre cuyos fundadores hay antepasados suyos. La experiencia fue corta porque el joven Noy no encajaba -«era como la «Lolita» de Nabokov», evoca hoy- y ya la poesía despuntaba como un lenguaje asediante que iba a dar forma a sus búsquedas vitales.
Una biografía marcada tanto por los linajes plebeyos como ilustres -su tatarabuelo fue el coronel francés Georges Pickard, a quien el realizador Roman Polanski le dedicó su último film, «El oficial y el espía»-, por la disrupción y la vanguardia tanto como por la tradición: mantuvo charlas memorables con Jorge Luis Borges, fue protagonista de la escena contracultural -primero en el mítico Di Tella y luego en el Parakultural- tuvo una fugaz militancia en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y cansado de las razzias policiales, «en la época en la que ser puto era un delito», se autoexilió en Brasil, donde conoció a Gal Costa, Caetano Veloso, Maria Bethânia y tantos otros.
Su lista de amigos es tan fulgurante como el resto de su biografía: Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, María Luisa Bemberg, Alejandro Urdapilleta y Batato Barea, con el que protagonizó en los 80 una serie de puestas que al calor de la flamante recuperación democrática ponían en juego poéticas híbridas para hablar de disidencias sexuales, del goce y la diversidad. Noy prefiere definirlas como «numeritos», para diferenciarlas «de esa palabra tan gastada y casi ortopédica que se llama performance».
«La poesía es una posición, desmesurada y real. Si tratás de manejar eso, destruís el poema», dice el creador desde el video-homenaje que se puede ver por estos días en la Fundación Andreani, donde hasta marzo se exhibe otra faceta de su arte: una serie de dibujos, que su estado poético infatigable traduce como «dibrujos», acaso porque esos trazos sugieren una errancia que tiene mucho de trance o de embrujo.
«Me escuchás rara la voz porque estoy conmovido: acabo de enterarme de un par de casos de Covid. Me tiene harto, pero a quién no. ¡Estoy como temblando todavía!», dice Noy. La pandemia, como antes la dictadura o el avance del sida, no paralizó su relación con la poesía, es vínculo que aparece en él como una intromisión o un arrebato urgente que sigue volcando en papeles sueltos o cuadernos. «Tengo como cien, y eso que se me quemaron otros cien», cuenta.
Llegaste a la edad en el que el presente se carga de miradas retrospectivas o próximas al homenaje ¿Participar de estos tributos es una manera de «intervenir» sobre los modos en que serás recordado?
– Fernando Noy: El video realizado con tanto entusiasmo por Martin Wain y María Aramburú focaliza diversas etapas de mi casi interminable tránsito poético con ya más de medio siglo sin cesar. La poesía no solo está en los libros sino en infinidad de presencias que estremecen e inspiran y Wain logró incluirlas. Por eso canto y bailo en una efímera vorágine de imágenes que al fin, por más parcial que resulte, logra este inesperado homenaje de tenerme en cuenta.
Fuiste uno de los artífices de la performance junto a figuras como Humberto Tortonese y Urdapilleta. El género por entonces ocupaba un lugar marginal en la escena, muy lejos de la centralidad que tiene hoy ¿Creés que en esta transición del under a la institucionalización perdió algo de su componente subversivo?
– F.N.: En realidad fue junto a Batato Barea con quien iniciamos esos «numeritos» (en lugar de la tan utilizada y foránea palabra performance) a partir de poemas propios y diversos recursos expresivos, casi siempre imprevisibles. Fuimos reacios al género performático tan sólo como definición e incluso llegamos a denominarlo como «no- show», puesta anti convencional, ritual fuera de catálogo», etc… Quizás por eso, aun con todo lo que ya curtimos, jamás fui invitado por ninguna Bienal de Perfomance. No porque en esa transición del under al over, digamos, se haya perdido algo esencial sino quizás por la obsesión de rotular algo como marca o copyright tan estricto. Me encanta ese juego de libertad absoluta con que algunos encaran sus experiencias, llámense como sea. Todo es performance si desean traducirlo a ese idioma. Todo es una puesta en el propio mundo para poder celebrarnos sin limitaciones.
¿Qué significa para vos poner el cuerpo hace cuarenta años y cómo se lee hoy? Hay un paralelo posible entre la amenaza que significó en algún momento el sida y la que hoy instala la pandemia?
– F.N.: El cuerpo como objeto poético padeció esas operaciones perjudiciales de invasión a nuestra elemental libertad. Desde la bomba atómica al sexo libre, instaurada como sida, a esta pandemia donde ya podemos percibir ciertos hilos tenebrosos que todavía se manejan desde el anonimato. El cambio climático es otro tema, autoprovocado por la propia humanidad. Pocos luchan para revertir este proceso. Al consultar el sabio I Ching dictamina: «El mal se hizo presente».
Hace unos años contaste que querías escribir un libro sobre Alejandra Pizarnik. ¿Tu mirada sobre ella podría aportar un perfil más luminoso, o por lo menos no tan trágico como se la suele evocar?
– F.N.: Lo básico de ese libro sobre Alejandra ahora va a aparecer en un largo texto que estoy trabajando junto a Rodolfo Palacios. Se va a llamar «Lástima que me doliera tanto». Alejandra era fascinante y para nada trágica, al contrario. Alguien dijo el otro día que yo fui el mejor amigo de ella y de inmediato reaccioné aclarando: «El último, pero no sé si el mejor». Es que, a pesar de ser tan poderosa y genial en su vida y obra, ella estaba demasiado soslayada como personaje. Yo le preguntaba a Juan José Hernández por qué el hecho de que llamara a sus pares a las tres de la mañana les resultaba tan terrible. Juanjo respondió enfurecido: «Este sistema es así . Y vos no sabés lo que era ser joven. Siempre brillando con luz tan propia». Desde entonces para mi todo suicidio es un crimen perfecto, casi siempre perpetrado por la mediocre realidad.
¿Hace unos días te definiste en una entrevista como «un sobreviviente de cuatro décadas: los 60, 70, 80 y 90». ¿En cuál de todas ellas la supervivencia fue más difícil y por qué?
– F.N.: Este virus, seguramente, puede haber provocado el crecimiento de una poesía transgénica o quizás verdadera, pero en realidad lo poético es aquello que también de algún modo te blinda contra viento y marea. No es necesario no tener sed para salvarte de morir ahogado. La poesía para mí es pura salvación. Siempre. Sólo tiene que ver con el milagro de la palabra justa en el momento exacto.
Lo que denomino mi trébol de cuatro bocas por la reiterada suerte de haber participado en diversas épocas sucesivas que van desde el hipismo junto al Di Tella, posterior autoexilio en Brasil, durante el surgimiento del Tropicalismo y el imperio irrepetible de aquellos carnavales, el retorno a Argentina coincidiendo con las inauguraciones de Cemento o el Parakultural y su semillero de artistas irrepetibles y ahora, en la era pos- internet donde ya las redes son las que convocan y de las que nadie se podría librar.
Sobrevivir a cada una de ellas resultó siempre un inesperado regalo cercano al milagro ya frecuente y todas tuvieron sus mártires y héroes que jamás he de olvidar. Pero la actual, con internet como un lenguaje obligado para mí demasiado distante, casi indomable, es en verdad, la más difícil de sobrellevar. Trato de no quejarme aunque cometa el mismo error que recrimino.
¿Cómo pensás las relaciones entre ficción y literatura? Me refiero que muchas veces producís materiales que tienen como punto de partida retazos autobiográficos ¿Esta recurrencia en la autobiografía se puede leer como un signo de época?
– F.N.: No siempre es así pero podría destacarse que lo autobiográfico en mí siempre ha sido plural. Mi yo abarca multitudes reales o imaginarias, al fin da igual. Las historias vuelven a repetirse uniendo sueño y realidad, esa denominada ficción documental que al fin de cuentos y cuentas es la vida de un poeta que también escribe tanto en el aire, la charla o los papeles Algo que Pedro Lemebel me señalara ordenando. «No hables más, Noy. Escríbelo.»
¿Escribiste poesía en pandemia? Durante todo este tiempo, la poesía se convirtió para muchos en el mejor lenguaje para expresar el extrañamiento de lo cotidiano ante el cambio de hábitos y lenguajes, ante esa desautomatización de lo cotidiano que introdujo el virus ¿En qué lenguajes o rituales vos buscaste refugio durante todos estos meses?
– F.N.: Este virus, seguramente, puede haber provocado el crecimiento de una poesía transgénica o quizás verdadera, pero en realidad lo poético es aquello que también de algún modo te blinda contra viento y marea. No es necesario no tener sed para salvarte de morir ahogado. La poesía para mí es pura salvación. Siempre. Y leer es reescribir con los ojos desde el corazón anónimo, a través de rituales que mágicamente se imponen desde cada autor. Sólo tiene que ver con el milagro de la palabra justa en el momento exacto. Así en la tierra como en el cielo, incluso con lo cotidiano de pronto sublimado.
Fuiste al Dámaso Centeno, un colegio asociado con la genealogía militar. ¿Tu camino hacia lo transgresor ya estaba trazado desde antes o ese imaginario represivo te terminó empujando a lo disruptivo? Además fuiste compañero de Charly García en esos años ¿Llegaste a compartir algo con él?
– F.N.: Aunque es mixto, del Dámaso lo que más recuerdo es la belleza de esos compañeros con quienes obligatoriamente tenía que compartir duchas y otras intimidades mientras como (la artista japonesa) Yayoi Kusama describe «habría considerado el amor entre hombres como la mas alta forma de arte». Cursé con apenas doce años el primero del secundario, recién llegado de mi pueblo de infancia. Carlos García Moreno, o sea Charly, era otro compañero más, que a veces tocaba el piano en algunas fiestas patrias. Sí estoy emparentado con militares, pero no quiero ni tengo ganas de tener nada que ver con ellos. De todos modos siempre mi padre hablaba de su bisabuelo que sería mi tatarabuelo, el Coronel Georges Picquart, protagonista de la ultima película de Polanski, cuya hija Marie terminó casada con mi bisabuelo que la trajo hacia Argentina.
En esa película, este tatarabuelo aparece retratado como un hombre intachable que arruina su carrera cuando sale en defensa de su superior en lo que se conoció como «el caso Dreyfus». ¿Qué relatos escuchaste sobre él en tu familia?
– F.N.: De mi tatarabuelo no supe mucho, aunque mi padre hablaba de él, del affaire Dreyfus y de todo el delirio ése. Pero sí conocí a su hija, mi bisabuela Marie Pickard de Romano. Murió a los 100 años. La recuerdo en silla de ruedas, exquisita, elegante, francesa, divina. Hay gente que puede llegar a pensar que este parentesco es un delirium tremens mío pero no, porque yo desde chico siempre escuché ese tema. Los Romano, por otra parte, fueron los creadores del Damaso Centeno, donde yo estuve un año nada más, solo el primero, porque en realidad me expulsaron por todo ese tema que tenía de ser gay.
Es que cuando era niño era mucho más amanerado. Los chicos se volvían locos conmigo porque yo era muy bella, era una especie de «Lolita» de Nabokov y entonces pasaba eso: comenzaba la cacería recíproca. Se había corrido la voz de que yo tenía una piel de mujer.
En todos los largos años que llevás escribiendo poesía ¿Ha cambiado en algo tu relación con el género? Dicho de otro modo ¿Tus disparadores y búsquedas estilísticas alojan vasos comunicantes que permiten leer como un todo homogéneo desde tus primeros poemas hasta los últimos?
– F.N.: Desde siempre copio, casi como plagiando, una voz que escucho y desconozco aunque a esta altura no me resulte ajena. Nunca sería capaz de sentarme a escribir un poema a pedido o con temas precisos. Seguir ese susurro casi telepático es lo único que jamás podría ignorar y, por supuesto, a veces tengo que pedir prestada una lapicera al mozo o, como antes, escribir sobre los manteles de papel en Pippo, agendas, servilletas, etc. Conforman un hecho poético donde el estilo pasa a ser secundario. Importa más qué se dice y no tanto cómo se diga aunque en verdad corrija mucho, lo esencial siempre prevalece. Cuando al fin releo y no reconozco ese yo mutante o difuminado pero me conmueve a mí mismo, de inmediato lo guardo para después publicar. En verdad no tengo tanto apuro como al principio. Aunque parezca mentira, publicar no me resulta tan fácil y por eso no menciono títulos ya que pienso enviarlos a concursos.