Murga que cruza la ciudad
por Maia Kiszkiewicz
Natalia Ponce se para, sola, maquillada: a veces, pestañas exuberantes, nariz azul, rostro blanco. Otras, labios rosas, cachetes brillosos. Mira el micro en el que llegó al corso. Cierra los ojos, escucha, a lo lejos, la multitud. Respira hondo. Prepara su mente y su cuerpo. Se le eriza la piel, la recorre un escalofrío. Lo que siente sólo lo sabe quién lo vivió. Y quizás ni siquiera. La experiencia es intransferible. No es nervios. Es felicidad, pero tampoco. Es más que eso. Un exceso. Lágrimas que brotan inexplicables, inevitables, como estrellas de febrero. Cuando empiece a sonar el bombo, Natalia será parte de la grupalidad, el baile, la murga, el carnaval.
Nahuel Arrieta, en cambio, disfruta la previa junto a sus compañeros y compañeras de Los compadritos de Barracas, de la villa 21-24. Se maquilla, toma dos o tres cervezas y ensaya armonías. Vive cada carnaval como una nueva versión del primero. Febrero es un rebrote de primavera. “Cuando no haya pasión, cuando deje de sentir ese cosquilleo en la panza, el mismo que me acompaña desde la primera vez que me colgué el bombo y me vestí de murguero, no tendrá sentido seguir”, afirma.
De chica, Natalia escuchaba, desde su casa, el bombo de cada ensayo de Los mocosos de Liniers. Iba a verlos a todos lados. Conocía a los integrantes, cantaba las canciones, imitaba el baile. Era murguera sin ser parte de una murga. Quizás, incluso, sin saberlo. La decisión de oficializar el anhelo y llevarlo a cabo llegó a los dieciocho años, en un boliche de Flores, Del off, cuando se encontró con un integrante de La gloriosa de Boedo que la alentó a cumplir el deseo añejo de ponerse la levita y la galera. Hoy lleva veinte veranos de Carnaval, doce junto a Los inevitables de Flores. Y en este 2023, como novedad, saldrá algunas noches como invitada de diferentes murgas de Capital y Provincia.
“El Carnaval es la fiesta del pueblo para el pueblo. La puede disfrutar cualquiera, aunque no tenga un mango”, dice Natalia. “Es el vehículo de expresión donde el más incógnito de los seres de la sociedad se vuelve protagonista. Jugamos a ser amos en nuestra cotidianidad de esclavitud”, agrega Nahuel. “Es un escape. Uno larga todo lo que tiene, se distrae y espera que al público le guste”, define Rosa Dolcini, parte de la agrupación Los linyeras de La Boca.
Rosa llegó al espacio que comparte con Luis Cimino, su esposo, porque en 1995 Jorge, que era su cuñado, la invitó. Con un vestuario simple e instrumentos como zambomba, trompeta, bombardino, guitarra, bombo zurdo, redoblante y tilín —que lo toca Rosa a la vez que canta—, desfilan y deleitan al público. Rosa cuenta que ver a una mujer al frente, en escena, es cada día más habitual. “De a poco la mujer buscó su espacio y ahora el escenario es para todas las personas”, explica.
El canto, el humor y las canciones de Los linyeras refieren al barrio.
Oh, Boca eterna la del Riachuelo
sos nuestro barrio tradicional
tenés historia de alto vuelo
con contenido espiritual.
Tu geografía es muy sinuosa
pues sube y baja aquí y allá
pero, bonita, eres graciosa
en todo el mundo no hay otra igual.
Tus plazas chicas, el gran museo
y Caminito, qué bien está
y un gran estadio para el recreo
que multitudes al fútbol van.
Casas humildes, todas de chapa
multicolores, qué lindas son
patios con malva, rosas, glicinas
sueño, ternura y una pasión.
(Fragmento de «Descriptiva de Boca», Los linyeras de La Boca)
Grupalidad y acción
La murga tiene un fuerte complemento social y político, en especial en las villas. “Es la que, por ejemplo, intenta sacar a los pibes del paco. Desde las canciones, la contención y el trabajo colectivo, pelea contra el ninguneo social, político, estatal y la represión que hay para con los habitantes de los barrios más populares”, dice Nahuel. Por esto tomó las riendas y refundó Los Compadritos, la murga que su padre había armado en 1990, la que después de dieciséis años de disolverse aún era recordada en los pasillos y calles de La Villa 21. “Con mi papá lo habíamos hablado bastante, queríamos que volviera la murga. Y no pudimos hacerlo juntos, él falleció en 2012. Así que yo, tras su muerte, lo hice”.
Los Compadritos son, ahora, una banda murguera, una murga de escenario. Su impronta y esencia, lo que les caracteriza, es tener letras testimoniales y críticas sobre las realidades que viven en las villas, en los barrios populares.
Gracias a dios Momo
a veces juego a la gloria
soñando que un bombo
haga la revolución
La gorra dispara
los pibes no tienen miedo
saborea el fuego
el dueño de esta gran ficción
(…)
haceme bandera
serpentina, bombo y lucha
a ver si se escucha
la voz de mi arrabal
(Fragmento de «Cobre quemado», Los compadritos de Barracas)
Gatillo fácil, pobreza, estigmatización y criminalización de la pobreza son algunos de los temas que forman parte de las canciones y explicitan vulnerabilidades. Pero la importancia de la murga dentro de los barrios populares no es sólo la expresión artística sino también su función como contenedora desde la grupalidad. “La idea es que exista un colectivo consciente, politizado, no partidario. Politizar a la murga es fundamental para activar la conciencia, la rebeldía y que se produzca el deseo de salir de toda opresión. Y se sale luchando, no hay otra”, afirma Nahuel.
Menos noches, menos funciones
El ejemplo más cercano de lucha grupal empezó en enero y seguirá en marzo a raíz del recorte en el Carnaval de Buenos Aires. Antes de la pandemia, en Capital Federal había treinta y tres corsos a los que el Gobierno les daba sonido, escenario y cubría todos los gastos de producción. El año pasado hubo un festejo acotado y este año se recuperaría la masividad. Desde la organización de murgas propusieron que hubiera treinta y cinco corsos en los que pasarían más de 100 murgas. Sin embargo, la respuesta se dilató y a fin de diciembre se enteraron de que el plan del Gobierno era hacer sólo once corsos y darle un permiso a otros diecinueve, pero sin ocuparse de la organización. De eso quedaban a cargo las murgas. “Organizar un corso en tres semanas es imposible, por más que esté el permiso. Es un espectáculo gratuito que no genera ingresos y habría que invertir”, dice Carlos Díaz, Director general del centro murga La gloriosa de Boedo y delegado de las agrupaciones de Carnaval de la Ciudad de Buenos Aires.
Los gastos a cubrir incluyen seguridad, armado y desarmado del escenario, publicidad, micros, comida, tela, arreglo de la percusión. Una murga como La gloriosa de Boedo tiene más de ciento cincuenta integrantes y saca tres micros más un camión. sólo en transporte gastan cien mil pesos por noche. Además, se partía de la base de que el Gobierno aceptaba cinco corsos menos que los propuestos.
“Negociamos y, de los diecinueve que iban a aceptar, logramos que aumenten a veinticuatro. Pero nos ponían requisitos como si tocara Wos en Argentino Juniors o Coldplay en River: plan de seguridad, bomberos. La pelea fue para que todo eso lo ponga el Gobierno de la Ciudad. Y logramos que a los veinticuatro corsos les cubra, también, sonido o escenario. Por y para eso cedimos tres noches: saldremos sólo siete. A los otros once corsos, los que el Gobierno de la Ciudad propuso desde el inicio, les cubre todo, como hacía antes de la pandemia. En definitiva va a haber treinta y cinco lugares de festejo. Menos noches, menos funciones. Pero treinta y cinco lugares”, explica Carlos.
Carnaval: más que murga, más que baile
En el carnaval hay una potencia: la posibilidad de despegarse de la murga, aún sin que esta pierda su protagonismo. Incluir música, teatro, clown, generar una convivencia artística. “Pero para eso tiene que haber recursos y un presupuesto más grande. Si hay más corsos y más salidas, en lugar de meter una murga atrás de la otra —como este año— se podría tener espacio para que haya espectáculos. Hacer algo más amplio”, dice Carlos. En sintonía, Rosa deja un deseo: que haya variedad. No sólo agrupaciones sino teatro, malabares, música. “Es todo arte”, afirma.
Las murgas son, además del hecho artístico, un espacio de participación barrial e inclusión. Un lugar en el que conviven diferentes actores a la vez que comparten la creación y sostén de la identidad individual y colectiva.
Febrero termina.
Los banderines se guardan.
En la calle dejan de latir los parches, de marcar el ritmo para que miles de pies golpéen adoquines.
Natalia, con el cuerpo cansado, vuelve al silencio, a la espera. Siente un vacío, anhelo de esos fines de semana que, dice, le dan todo lo que necesita para sentirse bien. Porque la murga no es sólo murga. Es un cambio permanente, un sentimiento único. Natalia se arriesga, define: es una luz de esperanza. Es lo que hace que tenga ganas de seguir, de volver.
Es inevitable.
Pase lo que pase, después de unos meses, siempre es febrero.