Alfredo Moffatt. El reparador de sueños.
por Mariane Pécora
Partió Alfredo Moffatt. Lo llamábamos «El reparador de sueños», porque era incansable y dedicado al bien de todos como el protagonista de aquella canción mágica de Silvio Rodríguez. Alfredo Moffatt dedicó su vida a trabajar, desde la psicología social, con los excluidos de la sociedad, los locos, los pobres, los marginales… Moffatt era como un duende que traía alivio.
Discípulo de Enrique Pichón Rivière, Moffatt construyó experiencias terapéuticas alternativas, como La Peña Carlos Gardel en el Hospital Borda, el grupo Cooperanza -que derivó luego en la Radio La Colifata-, y los espacios de atención terapéutica gratuita: el Bancadero, el Bancapibes, el Bancavida, creado para darle contención psicológica a las víctimas de Cromañón, y Las Oyitas, un emprendimiento alternativo de autogestión en La Matanza, organizado con las madres de la Villa.
Creó y dirigió la Escuela de Psicología Social para la Salud Mental. También fue titular de la Cátedra Terapia de Crisis en Grupo de Riesgo en la facultad de Psicología de la UBA. Y fue autor de numerosos libros, todos dedicados a su quehacer: Estrategias para Sobrevivir en Buenos Aires (1967); Psicoterapia del Oprimido (1974), libro usado en numerosas universidades latinoamericanas; Terapia de Crisis (1982); En Caso de Angustia Rompa la Tapa (2004), entre otros.
Rescato aquí algunas reflexiones, enseñanzas y «reparaciones», que hizo en una entrevista dada a Periódico VAS en julio de 2013.
«El loco que está encerrado, el psicótico, es inofensivo y tiene cura. El peligroso es el loco moral, es decir, el psicópata, ese no tiene cura, no está encerrado y hasta ocupa puestos de poder. Mientras que el primero se aleja de la realidad y se deprime, porque no supera una experiencia traumática. El psicópata vive en ella y jamás siente culpa o depresión, porque carece de núcleo yoíco», dice Alfredo Moffatt a manera de sentencia, haciendo una síntesis para explicar la represión policial y cualquier tipo de represión. No hace falta profundizar, la descripción es lo suficientemente explícita.
Visibilizando a Moffatt.
Subte A. Estación Loria. En una vieja casona sobre la avenida Rivadavia funcionan la Escuela de Psicología Social para la Salud Mental, el espacio Bancavida y el Hospital de la Vida. Tres de las instituciones creadas por Alfredo Moffatt. Ese, también es su hogar.
Puerta herrumbrada, escalera sinuosa, dos perros que ladran en el descanso y la silueta menuda de un hombre que desciende a abrir. Moffatt lleva un pullover rojo que destaca entre su espesa barba blanca, pantalones deportivos negros, zapatillas y lentes redondos, que no disimulan un dejo de aflicción en la mirada azul. «Soy como Diógenes -dice, ya adentro-. No necesito más que este espacio para vivir -agrega. Y señala la habitación que hace las veces de estudio, consultorio, oficina y dormitorio. Cama, mesa, escritorio, altillo, un enorme ventanal, y paredes repletas de fotos, artículos, anotaciones…».
Me muestra la fotografía de una niña sin rostro, sin manos, sin cabello, producto de una descarga eléctrica que recibió al introducirse un cable en la boca. «Los padres no estaban para cuidarla. La miseria y el abandono hacen estos estragos», explica.
Durante su infancia, Alfredo Moffatt también mamó abandonos. A los cuatro años, su madre quedó inválida a causa de la artritis y su padre debió ausentarse del hogar por trabajo. Se transformó entonces en un «exiliado o paria infantil». Fue también un antropólogo precoz: aprendió a comprender las estructuras vinculares de las distintas familias que lo acogieron. Esto le permitió desarrollar un instinto particular para agradar y desarrollar juegos integrativos. El reencuentro definitivo con sus padres se produjo cuatro años después.
Arquitecto por mandato paterno. Psicólogo social por vocación. Discípulo de Pichón Rivière, autor de Psicoterapia del Oprimido y creador de diversas comunidades terapéuticas, Alfredo Moffatt ha demostrado que «sin plata y sin permiso se puede transformar la sociedad».
«El psicoanálisis como aparato ideológico de la pequeña burguesía es funcional al sistema», dice y enfatiza: «Pichón Rivière, sacó el diván a la calle. Consideró que había que actuar socialmente e instauró la idea de esperanza, de futuro».
«Pero los psicoanalistas son un mal menor», reflexiona. «¡Peor son los psiquiatras, que te violan con los psicofármacos! El sistema permite que te violen o que te masturben», añade.
Pichón Rivière abrió un camino que Moffatt siguió hasta llevarlo al punto de la confrontación. Y valió la pena. Las experiencias comunitarias que desarrolló en el Hospital Borda se multiplicaron y dieron lugar a Ley de Salud Mental, que oficializa los talleres terapéuticos en instituciones psiquiátricas.
«Cuando empecé a ejercer la psicoterapia me dediqué a los pobres y a los locos. Mientras que mis colegas se dedicaban a los ricos y estudiaban psicoanálisis. Yo desarrollé técnicas comunitarias y autogestivas a partir de la terapia de crisis para grupos de riesgo. Hace 40 años el país se volvió loco y pobre. Y sigo acá, ideando técnicas de contención social», dispara.
¿Qué nos pasó como sociedad?
¿Cómo llegamos a esto desde aquella sociedad criolla que era solidaria, donde existía «la gauchada»? ¿Cuánto hace que vos no pedís una gauchada? Ahora no existe más la gauchada, existe el sponsor (risas). La Dictadura Militar. El Proceso Militar nos quitó la calle. Había que matar mucha gente y atemorizar al resto para poder vender el país. Perdimos la cultura criolla y compramos carísimo la cultura norteamericana de consumo individualista. Y nos quedamos muy solos. Muy solos.
¿Una sociedad sola y enferma o una sociedad enferma de soledad?
Ambas cosas. La salud mental de una sociedad depende de la estructura vincular: comunitaria, familiar, vecinal… En las grandes ciudades estos vínculos están rotos: la familia se achicó o se dispersó, el vecino no existe o es un desconocido. Entonces el sentimiento de soledad se agudiza.
Freud decía que la salud era amar y trabajar. Y ahora nos encontramos que, a nivel de los sectores más vulnerables, el joven sale de la niñez, y no existe una sociedad preparada para recibirlo con trabajo. Entonces quedan expuestos al sinsentido del futuro y tratan de tapar ese vacío existencial con lo primero que tienen a mano: droga o alcohol.
Este sinsentido de la vida produce un efecto psicológico que se llama incertidumbre. La incertidumbre corta el futuro. En la incertidumbre el individuo queda solo.
¿Cuál es el punto de inflexión?
El punto culminante de la incertidumbre es la esquizofrenia, donde el vacío y la soledad son tan grandes que se inventa un delirio. Ahora, en lugar de delirios, hay vínculos virtuales. Yo tengo 30000 amigos en Facebook: no pude abrazar a ninguno. Con esto quiero decir que se ha instalado a nivel social un mundo virtual que no se distingue mucho del delirio psicótico.
Estamos en un momento de mutación de las relaciones sociales muy profundo, donde no hay comunicación de una generación a otra porque no existe un lenguaje en común. La tecnología ha transformado el lenguaje en algo virtual, donde creemos estar hablando con Otro. Pero, en realidad, desconocemos quién es ese Otro.
¿Cuál es el rol del Otro en la dinámica social?
Sartre planteaba: «La mirada del Otro me define». Si yo no soy mirado por el Otro, tengo que hacer algo para lograrlo. El vínculo con el Otro real sostiene al hombre en el juego de la contradicción y en el devenir de una historia con otros. Es el diálogo que mantenemos con el Otro, lo que nos sostiene y nos cuida de la locura. El tiempo es el conflicto con el Otro. Si es un conflicto creativo es algo muy bueno, porque -por ejemplo- permite la construcción de una sociedad. Es el lenguaje lo que sostiene los vínculos: yo existo porque hablo y si hablo aparece una historia, y esa historia soy yo. Y esa historia la hago con el Otro. El Yo está arrojado a la sorpresa de lo que le va a suceder. Pero lo que le va a suceder depende de una historia con Otro, que se sostiene porque el lenguaje construye historicidad, y la historicidad es identidad. Somos una historia que quiere proyectarse, continuarse, pero para eso necesitamos el diálogo con un Otro real.
¿Qué pasa cuando este diálogo falla o es suplantado por un Otro virtual?
Nos quedamos solos y sin futuro. La conciencia se paraliza si no está en diálogo con el Otro. Porque la conciencia existe a través del lenguaje. Cuando no podemos comunicarnos con el Otro en el diálogo, lo hacemos a través de la violencia. Intercambiamos violencia para no quedarnos solos.
La epistemología de la terapia de crisis tiene una base filosófica que concibe al ser humano como un proyecto, una historia, un Da Sein. El hombre es un ser arrojado al futuro. El pasado sirve para construir ese futuro. El futuro es el conflicto con el Otro. Que, si no es de amor, es de violencia. Al no haber diálogo, no puede construirse amor. Frente al desconocido, proyectas tus ansiedades paranoicas, y eso es lo que está pasando en la sociedad. Estamos solos y el Otro es un extraño y ante un extraño nos ponemos a la defensiva. Ese estrés mantenido hace que en cualquier momento se libere una trompada física o verbal.
¿Cómo explica entonces la solidaridad que surge a partir de algunos sucesos catastróficos, Cromañón, por ejemplo?
Ante una situación de extremo maltrato, una sociedad revierte la patología angustiante y desarrolla vínculos solidarios. Lo interesante es el cambio de actitud: frente a la angustia, la gente se cansa y comienza a quererse un poco.
En nuestro país la dictadura trajo la inhibición de lo solidario. Martínez Estrada decía, hablando de esta sociedad mecanicista e individualista: «debajo del asfalto está la pampa». ¡Y sí está!, no tenemos que insertar nada nuevo, solamente dejar de adoptar el modelo de una sociedad individualista y competitiva como la norteamericana, que es muy suicida, y recuperar la sociedad criolla que era una vida centrada en la familia, comunitaria que tenía ese término que dejó de usarse: «la gauchada».
Nuestro sentido de pertenencia tal vez esté en el gaucho, o el compadrito. Tendríamos que recuperar la cultura criolla. El Martín Fierro es un texto muy interesante, con denuncias y con un personaje con fuertes valores y principios. El tango es el testimonio de esa inmigración que fracasó, porque venían a «hacer la América» y quedaron marginados en los conventillos. Solos, lamentando la pérdida de la mina. Y quedó un pueblo melancólico compuesto de inmigrantes y usurpadores. Los inmigrantes -pobres- no se integraron al país, quedaron mirando el puerto. Y los usurpadores desterraron al indio, no lo integraron. Perón fue el único que lo integró. Le dio existencia política a un sector que hasta el partido socialista y el comunista desconocían. El 17 de octubre de 1945, no se disparó un solo tiro y se hizo una revolución.
Terminamos la entrevista, aprovecho para recorrer la casa-escuela. El aula principal está plagada de fotos: Alfredo joven viajando por Sudamérica. Alfredo en la India, Alfredo con su maestro Pichón Rivière. Alfredo en la Peña Carlos Gardel en el Bancadero, en Bancavida. Alfredo trajeado dando clases, Alfredo funcionario, Alfredo descamisado, subido a un sulki en las Oyitas. Alfredo desdentado con un plato de guiso carrero. Siempre sonriendo pese al velo de tristeza que atraviesa su mirada. Siempre aflojando odios y apretando amores, como aquel reparador de sueños, el protagonista de aquella canción mágica de Silvio Rodríguez.
Foto: Rocío Bao