Crónicas VAStardas
Locus deformis
por Gustavo Zanella
Pocas áreas de la matemática pueden rivalizar en complejidad con la topología. Básicamente, en ella se estudian las propiedades de cuerpos geométricos que a pesar de sus cambios y transformaciones se mantienen más o menos iguales, como la cinta de Moebius o las figuras de Mandelbrot, por ejemplo. Sería todo muy ñoñazo si no fuera porque es perfectamente aplicable a barrios como Constitución, Retiro, Once, Liniers, Puente La Noria o Pompeya. Sea cual fuere el cambio al que sean sometidos esos barrios y sus puntos neurálgicos, perduran iguales, inconmovibles. Pongámosle, La estación Sáenz, en Pompeya, puede ser pintada y repintada, puede ganar pantallas led y televisores HD en 4k, pueden ponerle baños y gente que los limpie, restoranes y cafés, tiendas de tecnología y escaleras mecánicas, policías y trenes que no se hagan cajeta, y aun así, siempre es un lugar de mierda. Miles y miles de seres humanos empujados a tener a flor de piel la brutalidad más egoísta y mezquina. Podés tener un doctorado en ética de la universidad vaticana, los pájaros comer de tu mano y los niños, en tus brazos, trocar su llanto por risas y aun así, en Pompeya, Once o Morón comportarte como un infrahumano sediento de sangre cuyo único objeto en la vida es patear embarazadas con tal de pegar un asiento, de preferencia, del lado de la ventanilla y lejos de las puertas, no sea cosa que algún planero te zarpe el celular que compraste robado por Marketplace, a sabiendas de que las manchas que traía no eran de kétchup. Ni hablar si los colectivos están de paro y tu única forma de llegar al laburo es comiéndote un viaje de 4 horas para estar 5 en la oficina, porque tenés que salir antes si querés llegar a tu rancho.
Y la cosa no mejora si lográs subir al tren. Arriba, la dinámica cambia, pero no su sentido. El asunto es sobrevivir y en el mejor de los casos, no sacarte los ojos por lo que se ve. Eso quiero hacer cuando un paqueado comienza a piropear a una piba. La sorpresa no es que al paqueado le guste una flaca, tampoco que pueda articular palabras en su estado. La sorpresa no es que intente un levante vistiendo poco más que harapos sucios ni con el olor a transpiración aquerenciada. Tampoco sorprende que su chamuyo se componga de fragmentos de cumbias santafesinas pasadas por un tamiz lexical que impide el paso y uso de las eses, que al fin y al cabo es una letra de mierda. Lo que sorprende, me sorprende y sorprende a todos es que le guste una piba que, pobrecita, sea tan pero tan, tan fulera. No se juzga a los cuerpos, es cierto. La belleza, es histórica y situada, es cierto. Lo esencial es invisible a los ojos, es cierto. Y aun así sorprende que los dioses hayan creado a una criatura tan horrible. No es que tenga alguna malformación, algún síndrome o haya padecido alguna enfermedad, accidente o tragedia. Es simplemente fea. Fea y desagradable. Es igualita al ET, pero bien gruesa de huesos. La diferencia es que habla el castellano de nuestro señor Felipe de Borbón y Grecia con una voz que trepana los tímpanos y los fríe con ácido tioglicólico. Un biólogo evolutivo tendría grandes dificultades para explicar cómo un organismo pudo llegar a desarrollar una capacidad semejante. Además, no la usa para nada útil más que para quejarse, primero de que tiene frío, luego calor, y que la culpa del paro es de todos los morochos villeros -como el paqueadito- que arruinan el tren «como hicieron los zurdos, los kukas-kakas-korruptos y los peronistas». La piba no tiene pilchas que se destaquen mucho del promedio que se ve en el tren. Difícilmente le venderían algo en una casa de alta costura. De hecho, creo que ningún vendedor de nada quisiera la publicidad de un cuco semejante. Sin embargo, tiene unos aires de alta sociedad que no condicen con el tren. Aun así, el paqueadito está obnubilado. Se acomoda el pito todo el tiempo, como dando a entender que la flaca lo excita. Por ahí no tiene calzoncillos o los tiene sin elástico y entonces el instrumento le baila debajo del joggin. La piba-cuco parece no registrar al paqueadito más que lo que se registra a un parripollo cerrado en mitad de la ruta 43 que une Antofagasta de la Sierra con el universo de tierra y polvo que tiene alrededor. Lo bueno del paqueado, o al menos lo que no lo vuelve execrable, es que no le falta el respeto. No le dice «esa burra no fue a la escuela, mami» ni «qué boquita para tomar la mema». En ese sentido, se le agradece. Y hasta da ternura porque en un momento me toca el hombro. Me saco los auriculares, dice:
-¿Vite, ameo, qué linda que está la piba? Es como soñar con cosas lindas.
Me pone en un aprieto, así que le hago un movimiento de cabeza indistinguible de un sí o un no. Como no lo secundo, intenta con todos los que tiene alrededor, que son unos cuantos, apretujados hasta el punto de apenas poder respirar. Uno le pregunta, malo y choto, si no quiere mirarla mejor. Hay sonrisas en todas las caras, mujeres incluidas. La piba-cuco sigue hablando sola y sigue sin registrar que es objeto tanto de devoción amorosa como de un escarnio discreto. Por ahí le faltan un par de fichas, como a los que interpretan la realidad como ella, vaya uno a saber.
Paqueadito contesta que tiene los ojos «llenos de lindor». Reconozco que si no fuera por la baranda a muerto me caería bien. A esta edad, cuando la primavera de la juventud comienza a perderse en el horizonte y sólo nos van quedando las fotos a medio velar de la memoria, cualquier cosa que nos recupere la intensidad de amores y desamores pasados -perfumes, frases, sonidos- se siente un poco como un abrazo, como un pinchazo que nos recuerda que bajo la costra de los días aún sentimos algo más que odio, resentimiento y ganas de vendetta contra el orbe, todo por vivir como vivimos. Por eso el paqueadito me recuerda a esa frase que Tolkien pone en boca de Gandalf, cuando dice algo así como que hasta el más pequeño cumple un rol o puede cambiar el futuro. `Ta difícil, pero puede ser.
La cosa es que por gente como el paqueadito, que no consigue enderezarse y a veces capaz de torcerse más, nos gobierna un pabellón psiquiátrico. Por gente como la piba-cuco, que se cree lo que no es y está convencida de que merece más, también. Y el resto de la muchachada, ubicada entre la peor falopa material y la peor falopa mental, corremos la coneja en una olla a presión con ventanillas por donde sube y baja gente como puede, como le sale.
Lo bueno es que en la estación Marinos del Fournier consigo sentarme. Lo malo es que el que va a mi lado, sentado junto a la ventanilla, va mirando porno en su teléfono y lo comenta. Para colmo, es un porno cualunque, de morondanga, sin brillo ni épica, como los tiempos que nos tocan. Y sí, todo no se puede.