Relatos Indómitos

El hámster de Edmundo Rivero

por Marta García

Todos los días, a la siesta, el taller era inhalado por una caverna y exhalado por un “¡Buen díaaaaa!”. Y nadie oponía resistencia. No teníamos modo. Era enorme. Su cuerpo de atractivo circense de siglo diecinueve y voz con tesitura cenote, convertía nuestras voces en ecos con laringitis.
Su compañero de vida era un hámster que siempre venía asomado a un bolsillo de su saco. Un saco que solo usaba para trasladarlo porque tenía bolsillos cómodos y el forro sano. Nunca salía de allí. No le gustaba el taller, pero amaba acompañar al señor caverna. Y pispiarnos desde las profundidades.
-Ustedes se acostumbraron… pero ese olor a libro entintándose, al ruido de la encuadernadora cuando se traba, al fiiiizzzzz de la guillotina, a la cinta de embalar terminándose, a las conversaciones con los proveedores, a las peleas por un criollito, a las mentiras que le dicen a la contadora y… bueno, todo eso llega hasta mi patio… y cierro los ojos y me muero de felicidad, así que venimos con mi hámster a devolverles todo eso que nos regalan y agradecerles con todo nuestro corazón.
Cuando murió, nuestros ruidos, olores, mentiras y peleas ya no supieron adónde ir. Quién los traería de vuelta. Y fue su patio lleno de jazmines de lluvia y pasos enormes con ganas de caminar los que sí supieron adónde ir, y entrando en el taller nos dieron la noticia de que se había ido.
Edmundo Rivero -lo llamábamos así porque era el vivo retrato del cantor de tangos y tenía su misma enfermedad rara: la acromegalia- había elegido como compañero de vida a un ser tan diminuto que entre sus manos no era más que una cascarita de pistacho. Recordamos que su hija les tenía fobia a las ratas, y le pedimos permiso para buscar a la cascarita en la casa de Edmundo.
-Sé que mi papá los quería mucho a ustedes. Si quieren, pueden llevarse de recuerdo alguna cosa de él.
Cuando lo vimos colgado del perchero, no dudamos.
-Ese saco…
Desde entonces, lo tenemos colgado en una butaca de la oficina. Curiosamente, sale como nunca antes lo había hecho. Se trepa por la espalda de quien esté trabajando en la compu, va a su jaulita con la puerta siempre abierta, come, se lava, hace sus necesidades y sale.
Tan diminuto y, sin embargo, jamás lo hemos pisado o aplastado y él nunca se mete en lugares peligrosos como la guillotina o la cosedora. Escucha nuestras peleas por un criollito, cómo le mentimos a la contadora, la cinta de embalar terminándose, huele el olor a libro entintándose… Y cierra sus ojos no como quien se está muriendo sino como quien está volviendo a la vida. Y cuando hace eso, sentimos que nos inhala como una caverna.
No lo hemos hablado aún con el hámster pero en algún momento vamos a tener que decirle que es Edmundo Rivero.

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