Crónicas VAStardas

Influencia

por Gustavo Zanella

La parada es un caos. De tanto esperar, la fila se volvió una masa amorfa. Todos creen reconocer a quien tenían adelante, pero cuando aparezca el bondi -si es que viene- la cosa se va a desmadrar. Lo sabemos todos y aun así nos miramos como diciéndonos que todo está bajo control. Aplica a varias instancias de la vida: esperas, gobiernos y noviazgos pertinaces.
Llega una flaca con un bebé en brazos. En el refugio hay dos asientos ocupados, uno por una piba y el otro por un pibe. Ninguno hace el menor amague de pararse. El pibe la ve y le importa un carajo. La piba, lo mismo. Uno esperaría que el hecho de compartir ciertas características orgánicas la volvería más empática, pero no, parece ser que no basta con tener vagina para sentir que se comparte el destino femenino. La piba, cuasi niñata, aspira a convertirse en influencer, youtuber o algo así porque le habla al celular como si fuera un espejo. Está de punta en blanco, divina, maquillada, sin un pelo fuera de lugar; sin embargo, la cara de habitar el conurbano profundo no se la quitan sus ganas locas de ser descendiente de noruegos, ni el Maybelline Excellence de L’Oréal, que hace lo que puede, pero no milagros.
El pibe que está sentado tiene los ojos de un rojo infernal. Ni de falopa, ni de chupi, como si algo adentro del motor estuviera pidiendo pista para fallar. Los 4 pasarían tranquilamente por suplentes en un equipo de Botsuana. Si Alphonse Tchami jugó en Boca, estos bien podrían hacer carrera por allá si jugaran a la pelota, cosa que, por la panza de uno y la pinta de hambre de los otros, dudo que ocurra.
La flaca del bebé sigue parada. Por suerte, la criatura duerme, pero se nota que le pesa. De uno de los bolsillos del jean sobresale una mamadera. De pronto, la tapa de la mamadera sale disparada como si fuera una cañita voladora, pasa por encima de la flaca, de dos de los pibes y cae sobre el marote del que está sentado. El pibe morrudito no para de carcajearse mientras el de ojos rojos se mueve parsimoniosamente. En un tiempo que suma la eternidad y un día se inclina, toma la tapa de la mamadera y la mira sin más. La observa detenidamente. La piba del bebé, luego de disculparse, espera que se la devuelva, pero el tipo la mira como Hamlet a la calavera de Yorick, y no la suelta. La piba le pide si se la puede devolver y nada. El gordo sigue riéndose con los mocos colgando. Llega el de la bolsa. Está transpirando. Se lo nota bastante mayor que los otros. Incluso se le ve cierta pinta de líder, de referente. La bolsa es de arpillera y no se ve qué trae. Al ver la secuencia, baja el bártulo, le saca de la mano la tapa de la mamadera al de ojos rojos, le devuelve la tapa a la piba y se disculpa; lo hace también con el bebé que está dormido y, salvo por las gotas de moco ajeno que tiene en la peladita, no participó del asunto más que aportando el desencadenante. El tipo saca del bolsillo de la bermuda un pañuelo de tela que le da al gordo, le dice algo a los otros dos que dejan de reírse, agarran la bolsa entre ambos y empiezan a caminar. Levanta a los empujones al del asiento, empuja al gordo. Los aleja del refugio. Bajo un árbol, la muchachada se prende un porro.
La flaca del bebé se sienta y exhala un suspiro mientras termina de limpiar a la criatura. 30 segundos después, a lo lejos, aparece el bondi. La masa amorfa intenta volver a transformarse en fila, pero cuando el colectivo estaciona, todavía seguimos amontonados. La influencer y los viejos putean reclamando el orden original, pero es inútil y la puerta se tapona. El colectivo está repleto en la parte delantera, pero atrás va vacío. Los porreados que también quieren subir le reclaman al chofer que abra la puerta trasera; el tipo no quiere. El gordo de los mocos toma carrera y se tira contra la puerta. La abre de un golpe bestial. El chofer quiere imponer autoridad, pero en el interín subieron 15 y nadie pagó el boleto. La piba del bebé se resigna a no subir, pero el de la bolsa hace un gesto y el gordo, con sonrisa de buen samaritano, la levanta, la aúpa y la sube mientras ella no suelta al bebé que se despierta riendo. En un gesto de buena voluntad peregrino y extraordinario en estos días, el de la bolsa me pregunta si quiero subir. Agradezco, pero no, al mío todavía le falta media hora.

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