
Milei logró lo imposible
Unir a los hinchas en la lucha contra el hambre y la represión
El gobierno de Javier Milei logró lo que ni los campeonatos más épicos ni los ídolos del fútbol pudieron: unir a las hinchadas rivales en una misma lucha. Pero no fue por un título ni por la gloria, sino por el hambre, la miseria y la brutal represión. El 12 de marzo, miles de manifestantes, desde jubilados hasta jóvenes de las populares, fueron atacados con gases lacrimógenos importados de EE.UU., bastonazos y detenciones arbitrarias. Mientras la motosierra del ajuste sigue destruyendo vidas, la represión se convierte en el nuevo deporte oficial del Gobierno.
por Melina Schweizer
Foto: Carlos Brigo
El 12 de marzo de 2025 quedará en la historia como el día en que el hambre, la desesperación y la rabia hicieron lo que los políticos jamás quisieron: unir a las hinchadas de fútbol en una sola voz. No fue el Gobierno de Javier Milei el que logró esta unidad, fue su política de exterminio económico la que empujó a miles de jóvenes de las populares a las calles para defender a los abuelos que su ‘motosierra’ condenó a la miseria. El ajuste no solo golpeó a los jubilados: se convirtió en un crimen social deliberado.
Cada miércoles, los jubilados marchan al Congreso a reclamar por sus derechos, exigiendo lo mínimo para subsistir. Pero esta vez, no estaban solos. Camisetas de River, Boca, Chacarita, Racing, Independiente, San Lorenzo y tantos otros clubes se mezclaron entre la multitud. No eran barras, como dice la ministra Patricia Bullrich para justificar la represión; eran pibes de barrio, trabajadores, algunos precarizados, desempleados, héroes de Malvinas, hartos de un modelo que los empuja al abismo.
La respuesta del Estado fue la de siempre: balas de goma, gases lacrimógenos, camiones hidrantes. El fotógrafo Pablo Grillo quedó al borde de la muerte al recibir el impacto de una granada de gas en la cabeza. Jubilados fueron arrastrados por el asfalto, detenidos por el delito de pedir lo que les corresponde. En cualquier democracia real, esto sería un escándalo. En la Argentina de Milei, es regla.
Es mi trabajo estar allí. Capaz no el de él, mi esposo, que siempre me acompaña, ayudándome en lo que puede, para que yo me gane el ‘cheropu’, como dice mi suegro. Cámara en mano, persiguiendo la noticia que los medios corporativos prefieren tergiversar. Pero el periodismo se ha convertido en Argentina un oficio de alto riesgo.
Los manifestantes llegaban, uno tras otro, como una marea colorida de voces y banderas. Alrededor de las 16 horas, comenzamos a notar cómo la policía, poco a poco, se iba cebando. Mi compañero me advirtió: “Si te perdés, nos encontramos bajo la columna, donde un manifestante, muy amablemente, momentos antes nos había hecho de dron humano para hacer unas tomas aéreas”. Una toma aérea, sí. Esa es la imagen que da cuenta de la cantidad de personas que asisten a la marcha, tan necesaria para registrar el desarrollo de la movilización. Nos pusimos de acuerdo, elegimos ese punto de referencia, y me quedé pensando en lo que me dijo: “Aléjate de donde hay menos manifestantes, porque por lo general ahí es donde la policía empieza a pegar”. Por un instante, pensé que nos podían reprimir, pero nunca imaginé lo que pasó después.
Momentos antes de que retumbaran los primeros golpes, vimos cómo se llevaban a un joven herido. En ese momento no sabíamos que estaba grave. Pensamos que todo quedaría en una herida más, una de las tantas que nos marcan el cuerpo, hasta que le vi su cabeza teñida de rojo, su rostro bañado en sangre. Algo se rompió dentro de mí. Esa imagen se repite una y otra vez en mi mente. No logro olvidarla. Recuerdo un instante de silencio, el vacío que se hizo entre los gritos de los jubilados y el murmullo de la multitud. Solo silencio. La sangre, la cara del joven.
Su dolor me atravesó. Ese vacío me hizo sentir pequeña, insignificante, como si el caos mismo, con sus gritos y su violencia, hubiera arrancado algo dentro de mí. En el periodismo, nuestra tarea de contar lo que sucede, en ese momento esa premisa ya no era suficiente para entender lo que estaba viviendo. Y entonces me pregunté: ¿Y si el que caía era yo? ¿Y si la siguiente imagen congelada en la memoria de la protesta era mi cuerpo, mi rostro ensangrentado, mi nombre en una lista de reporteros atacados por hacer su trabajo? ¿Cómo vería mi familia a la distancia esto? ¿Cómo se sentirían? ¿Qué pensarían de los comentarios aberrantes que reciben los familiares de este fotoperiodista?
La militarización del protocolo antipiquetes: el ajuste y la represión con sello extranjero
Desde que Patricia Bullrich puso en marcha su ‘protocolo antipiquetes’, la represión en las calles se convirtió en un espectáculo programado. Lo que pocos saben es que este despliegue no nació de una estrategia local, sino de una planificación importada desde el Comando Sur de Estados Unidos. En 2018, Bullrich y el entonces ministro de Defensa, Oscar Aguad, viajaron a Miami para fortalecer la cooperación con agencias de seguridad estadounidenses. Allí, en una mesa con altos mandos de la DEA y el FBI, se selló un pacto de asistencia técnica y militar que incluía entrenamiento con fuerzas especiales, equipamiento antidisturbios y soporte aéreo. Todo bajo el pretexto de garantizar la seguridad de la cumbre del G-20 en Argentina. Pero lo que se vendió como un acuerdo temporal terminó siendo la base de la militarización interna del país.
El ‘protocolo antipiquetes’ no es más que la versión moderna de la Doctrina de Seguridad Nacional que justificó la represión y tortura de opositores en los años ‘70. En la Escuela de las Américas, donde cientos de militares argentinos fueron entrenados por instructores estadounidenses, se perfeccionaron las técnicas de persecución política. Esos métodos, maquillados y adaptados a la democracia, hoy se aplican en las calles con el aval del gobierno de Milei. La represión en la marcha del 12 de marzo no fue un exceso, fue una estrategia sistemática.
La represión no nos sorprendió. Sabíamos que vendría. Lo que no esperábamos era la unidad, el estallido de algo más grande que la indignación. La gente corría, se protegía mutuamente, las camisetas de equipos rivales se mezclaban sin distinción. Porque la miseria no pregunta de qué cuadro sos. Porque cuando no hay futuro, el presente exige respuestas urgentes. Lo que el fútbol no pudo, lo logró el hambre. Y si Milei tiene una medalla para colgarse es esa: haber convertido el ajuste en la chispa que hizo estallar una solidaridad inesperada.
La militarización de la seguridad interna transforma a la protesta en una cuestión de orden público, permitiendo que el Estado actúe con tácticas de guerra contra su propio pueblo. No se trata solo de represión policial: es una estrategia de disciplinamiento social, donde la violencia estatal busca generar miedo, desmovilización y resignación. La presencia de entrenadores militares extranjeros, la importación de tácticas de control de disturbios desarrolladas para zonas de conflicto, la criminalización de la militancia social, son síntomas de una democracia deteriorada, donde las libertades civiles se reducen a eslóganes vacíos.
Los gases lacrimógenos no hacen distinción entre un jubilado y un militante. Los bastonazos no respetan a los periodistas. Pero el gas utilizado en la represión del 12 de marzo tiene un nombre: MK-9 Magnum Stream, fabricado en Estados Unidos. Lejos de ‘persuadir’ y ‘dispersar’, es un químico que provoca un dolor intenso y una quemazón que no se va tan fácilmente, cuyos efectos duran días y empeoran según quién lo reciba. Mi esposo y yo fuimos testigos de eso, un sufrimiento que compartimos con otros manifestantes. Fueron ellos quienes, con una solidaridad que nunca olvidaré, nos socorrieron: dos jóvenes que, sin dudarlo, nos trajeron leche y servilletas para calmar la picazón. Nunca supe sus nombres, pero se lo agradezco, porque su gesto me alivió un poco. La picazón desapareció, pero el ardor y el dolor de cabeza aún los trato con otros medicamentos, mientras la memoria de ese momento sigue ardiendo en mi piel.
El costo de cada tubo de ese gas duplica en valor una jubilación mínima, ésa que perciben muchos de quienes fueron reprimidos por las fuerzas federales. Se trata de una paradoja cruel: el mismo Estado que no garantiza comida ni medicamentos a sus jubilados gasta en armas químicas para castigarlos por protestar.
El mensaje es claro: cualquier forma de resistencia será perseguida con brutalidad. Y en ese escenario, la pregunta que surge es inquietante: ¿Cuál será el próximo paso? ¿Hasta dónde llegará este gobierno en su cruzada para sofocar toda oposición? Si la historia argentina ha demostrado algo, es que los pueblos nunca olvidan quién estuvo del lado de la represión y quién resistió.
La represión como respuesta: detenidos, heridos y el mensaje del terror
El saldo de la represión no se limitó a los gases y los golpes. 94 personas fueron detenidas esa tarde en las inmediaciones del Congreso. Entre ellas, estudiantes, trabajadores, hinchas y jubilados. Un número difícil de ignorar, que, sin embargo, el Gobierno intentó justificar la represión con discursos vacíos sobre el orden y la seguridad. Pero la verdadera violencia no fue la de los manifestantes: fue la de un Estado que decidió reprimir a quienes ya no tienen nada que perder.
Pablo Grillo, el fotógrafo herido en la cabeza, está en terapia intensiva. Su estado es crítico. Otros seis manifestantes también fueron hospitalizados, entre ellos Beatriz Blanco, una jubilada de 87 años, que recibió el impacto de bala en el pecho. Los organismos de derechos humanos y gremios de prensa reportaron decenas de personas golpeadas, mujeres que fueron arrastradas por el suelo, pibes ensangrentados tras recibir bastonazos en la cabeza.
Lo que sigue es el blindaje mediático: los medios corporativos, con sus editoriales serviles, repiten la narrativa oficial: acusan a los manifestantes de “delincuentes organizados”, como si defender el derecho a una vida digna fuera un crimen.
El respaldo político a la represión: los cómplices del ajuste con balas
El día después de la represión, la maquinaria política se puso en marcha para justificar lo injustificable. Mauricio Macri, con la frialdad de quien siempre vio la protesta social como un problema de orden, celebró la brutalidad de las fuerzas de seguridad. ‘Esto es lo que había que hacer en 2017 y lo que hay que seguir haciendo ahora’, dijo, sin un atisbo de duda ni de humanidad. Para Macri, los jubilados golpeados y los jóvenes reprimidos no eran ciudadanos reclamando derechos, sino una amenaza al modelo de país que él defiende: un país donde los pobres se resignan y los poderosos festejan.
El ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, repitió el libreto oficial: ‘Fueron criminales organizados, no manifestantes pacíficos’. La demonización de los protestantes es la estrategia de siempre, la que busca transformar a la víctima en victimario para limpiar la sangre del gobierno.
El vocero presidencial, Manuel Adorni, y el jefe de Gabinete, Guillermo Francos, calificaron la marcha como un intento de ‘desestabilización’, reduciendo la lucha de miles de personas al relato simplista del caos organizado. Y la ministra Bullrich, con su habitual prepotencia, fue más allá: anunció que quienes fueron identificados en la marcha no podrán ingresar a los estadios de fútbol. Es decir, criminalizó la protesta equiparándola con un delito. Quien se manifieste contra el hambre y la miseria será castigado con el destierro de su propia identidad popular.
La libertad de prensa, el derecho a mirar y el peligro de ser testigo.
Me sigo preguntando qué habría pasado si en vez de Pablo Grillo hubiera sido yo. ¿Cuántos segundos habrían pasado antes de que la policía se llevara mi cámara, antes de que mi rostro apareciera en una lista de heridos? La violencia contra la prensa no es un error, es parte de la estrategia. Lo que no se muestra, no existe. Lo que no se documenta, no se reprime. La represión de Milei no es solo contra los que protestan, sino contra quienes se atreven a mostrarlo. No es casual que la policía apunte a las cámaras, que los reporteros sean detenidos, que se busque criminalizar el oficio de informar. Cuando un gobierno ataca a la prensa, no es porque les teme a las noticias. Le teme a lo que esas noticias pueden provocar: conciencia, indignación, resistencia.
Pero hay algo que no pudieron ocultar, ni con gases ni con discursos prefabricados: la fotografía de ese instante, en el que un hincha de Chacarita sostenía a un anciano de la mano, mientras él lloraba y repetía, casi entre sollozos, ‘basta de pegarnos’. Aunque lo intenten, esas imágenes nunca podrán ser borradas. Como nunca podrá ser borrada la sentencia de D10S: “Se tiene que ser muy cagón para no defender a los jubilados…”, verdad que nos atraviesa a todos.
Cuando el periodismo independiente es atacado, cuando un reportero gráfico cae herido por hacer su trabajo, se desmorona verdad. Quizás, entre el humo y la rabia, lo que vimos en el Congreso sea la semilla de algo más grande. Porque cuando un régimen se jacta de la libertad, mientras encarcela manifestantes y golpea periodistas, lo que siembra no es miedo: es resistencia.
Melina Schweizer es una periodista afro-migrante de origen dominicano, en 2022 fue galardonada con el premio Lola Mora por su desempeño profesional.