A cuatro décadas de Teatro Abierto
por Héctor Puyo
Hace 40 años, el 28 de julio de 1981, se produjo el milagro: nacía Teatro Abierto, un movimiento artístico que revelaba el hartazgo de los creadores escénicos argentinos frente al miedo y a la oscuridad que la dictadura cívico-militar había establecido desde 1976 con su receta de muerte, represión y desapariciones de personas.
Quienes vivieron aquellos ominosos días recuerdan la prohibición de la actividad política, la persecución a trabajadores, la clausura de sindicatos, las listas negras, la censura en la prensa, en la TV y el cine, aunque en menor medida en el teatro, ya que su público era menor en cantidad y los funcionarios lo imaginaban una actividad sin relevancia.
En la calle solo se habían organizado las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo ante la desaparición de sus seres queridos –eran llamadas «locas» por las autoridades de facto- y aun desde su humildad cuantitativa fue el teatro el que dio el puntapié inicial, el que buscó la primera bocanada de aire fresco.
Uno de los creadores de Teatro Abierto, el fogoso autor Osvaldo «Chacho» Dragún, comentaba: «Estábamos en un bar, había que hacer algo y lo decidimos con Tito Cossa y con (Carlos) Somigliana, así, espontáneamente, en un momento de cerrazón ideológica. Pronto nos ofrecieron la sala del Picadero…».
«Acordamos: obras breves, 21 autores con 21 directores –sintetizaba-. Nadie dijo no. Suponíamos deserciones porque lo que se proponía era trabajar sin cobrar. Nadie dirigía al monstruo. Pero la democracia de los iguales funcionó muy bien».
En 1981 el general Roberto Viola usurpaba la Casa Rosada como segundo «presidente» de facto y la grisura de la vida cotidiana –más el miedo, siempre el miedo, en la calle, en los hogares y los lugares de trabajo- necesitaban el respiro tan esperado.
Además de Dragún, Cossa y Somigliana, participaron Gonzalo Nuñez, Jorge Rivera López, Luis Brandoni, Oscar Viale, Pepe Soriano, Elio Gallípoli, Carlos Gorostiza, Eduardo «Tato» Pavlovsky, Máximo Soto, Ricardo Monti, Oscar Viale, Eduardo Rovner, Jorge García Alonso, Aída Bortnik y Griselda Gambaro –a los que se sumaron cientos de actores, actrices, directores y técnicos-, que tuvieron el apoyo de Ernesto Sábato y Adolfo Pérez Esquivel, recién elegido Premio Nobel de la Paz.
El público no se hizo esperar: se ofrecían tres obras breves por día en diferentes funciones y con entradas a un precio razonable –los trabajos eran ad honorem- y entre varias obras que luego se hicieron clásicas aparecían otras en las que lo político primaba sobre la calidad estética. Nadie se quejó por ello.
Teatro Abierto se constituyó en un fenómeno sociocultural que involucró a artistas y espectadores movidos por el compromiso con su realidad más allá de cualquier tipo de interés.
Sin beneficio económico alguno y sin problemas de cartel, desfilaron en su temporada inicial las obras «Decir sí» (Griselda Gambaro), «El que me toca es un chancho» (Alberto Drago), «El nuevo mundo» (Carlos Somigliana), «Lejana tierra prometida» (Ricardo Halac), «Coronación» (Roberto Perinelli), «La cortina de abalorios» (Ricardo Monti), «Criatura» (Eugenio Griffero), «Tercero incluido» (Eduardo Pavlovsky), «Gris de ausencia» (Roberto Cossa), «El 16 de octubre» (Ellio Galipolli).
También participaron «Desconcierto» (Diana Raznovich), «Chau rubia» (Víctor Pronzatto), «La oca» (Carlos Pais), «El acompañamiento» (Carlos Gorostiza), «Lobo… ¿estás?» (Pacho O`Donnell), «Papá querido» (Aída Bortnik), «For export» (Patricio Estévez), «Mi obelisco y yo» (Osvaldo Dragún), «Cositas mías»(Jorge García Alonso), «Trabajo pesado» (Máximo Soto).
La obra «Antes de entrar dejen salir», de Oscar Viale, no se pudo montar por motivos prácticos y luego fue estrenada en la escena comercial.
Según la recordada periodista y crítica teatral Hilda Cabrera, «en un primer momento solo se contaba con cinco directores, cuando se divulgó el proyecto se postularon 36. Después aparecieron músicos, escenógrafos y técnicos. En cuanto al dinero, hubo aportes varios, además del que provino de la venta de abonos. El libretista Abel Santa Cruz, entonces en la comisión de Argentores, entregó un cheque. El anuncio a la prensa lo hizo Dragún junto a otros pioneros, el 12 de mayo de 1981».
Todo iba sobre rieles cuando el 6 de agosto de ese mismo año una bomba incendiaria acabó con la historia del casi flamante Teatro del Picadero, ubicado en el pasaje Rauch 1847 -hoy Enrique Santos Discépolo-, por donde en el siglo XIX circulaba el primer ferrocarril que hubo en la Argentina. No hubo dudas de dónde venía el atentado.
La noticia del incendio hizo correr a varios conocidos que se enteraron en el momento: tanto los organizadores como el director Omar Grasso y el actor Alberto Segado, siempre trasnochadores, que derramaron sus lágrimas al observar las llamas y el trabajo de los bomberos. Jorge Luis Borges envió un telegrama de solidaridad.
A la desolación inicial, desaparecieron las dudas y gran parte del miedo que imperaba en aquellos años: 17 salas se ofrecieron generosamente para seguir nutriendo el fenómeno –entre los oferentes figuraban los empresarios Alejandro Romay y Carlos A. Petit, y finalmente fue elegido el Tabarís -donde solían hacerse espectáculos revisteriles-, y ante la continuación del ciclo terminaron desfilando por allí 25.000 espectadores.
El ciclo se repitió en 1982 en el desaparecido teatro Odeón y luego en 1983, en el entonces llamado teatro Margarita Xirgu –hoy Xirgu/UnTreF- y hubo un «teatrazo» en 1985, con desfile callejero incluido, pero ya la situación política y social había cambiado.