Casa tomada
por Mercedes Ezquiaga
«Casa tomada», una atípica exposición que se puede visitar hasta fines de diciembre en la Casa Nacional del Bicentenario, propone una ficción, como una puesta en escena, en la que más de 60 artistas se apropian literalmente de los distintos espacios del edificio, a modo de okupas, mientras que brindan talleres, duermen, pintan, tocan instrumentos, cosen, graffitean las paredes y exhiben sus procesos creativos ante el público.
Los organizadores no hablan de exposición, ni de curador, ni de artistas invitados y todos los actores involucrados se acoplan a la ficción de la ocupación, por eso no hubo gacetilla de prensa que anuncie a los periodistas sobre esta «no exposición», ni se especificaron los ejes curatoriales o el nombre de un curador, ni se envió invitación al vernisagge. Porque la Casa está «tomada» por los artistas.
Ya desde el ingreso, se ve que los dos ventanales del edificio fueron pintados de blanco, para tapar la vista hacia adentro, como se hace en las construcciones en obra, los ascensores para subir a las salas fueron graffiteados, se pintaron stencils en las paredes y tacharon con birome la dirección institucional de la CNB en Facebook para escribir al costado «casa tomada».
«Hay un pacto con los artistas de no mencionar algunas palabras, como curador, exposición o artista invitado, en este escenario que es casa tomada. De todos modos, es un juego serio porque esa ficción toca algo de lo real: hay una creencia en el rol transformador del arte, en la cuestión ética y vital de ver un artista trabajando, su capacidad contagiosa y el diálogo entre las distintas áreas», cuenta Valeria González, directora de la Casa del Bicentenario que con este proyecto afianza el perfil de la institución dedicada al arte contemporáneo.
¿Qué es el trabajo de un artista? ¿En qué momento exactamente comienza a haber arte? ¿Qué línea divide un objeto de arte de los restos del hacer? A partir de estos interrogantes nace una exposición en la que los artistas, en solitario o en grupo, toman la casa para su propio uso y labor.
La casa tiene vida propia, va mutando y se va superponiendo en diferentes capas: entonces, una sala donde el artista Gabriel Baggio realizó una serie de performances mediante las cuales armó una habitación -dio lecciones para empapelar, pintó los marcos de cuadros, cosió las sabanas y a través de la carpintería construyó una cama-, pasará a ser ocupada por la artista Saya Sathya, poseedora de otra estética completamente diferente.
«Cada vez que un artista se va, llega otro, por eso utilizamos la palabra palimpsesto para definir lo que aquí ocurre (NdR: manuscrito antiguo que conserva huellas de una escritura anterior borrada artificialmente). El que viene tiene que vérselas con los rastros del anterior, tal como en una casa ocupada donde te las arreglas con lo que encontrás», detalla González, como una curadora desde las trincheras.
Por ejemplo, el cineasta Lisandro Alonso proyectaba sobre una de las paredes su película «Fantasma», ambientada en la imponente arquitectura del Centro Cultural San Martín, pero luego Luis Terán, construyó una inmensa estructura de madera desde el piso hasta el techo, que obligó a quitar el proyector de la sala. Entonces, la artista Maite Larumbe dibujó, sobre la pared que hacía las veces de pantalla, uno de los fotogramas del video de Alonso, que tituló «El fantasma del fantasma».
Talleres de costura a máquina, clases de acuarela o huerta, pintadas en vivo, invitaciones a plantar árboles, baterías que pueden ser tocadas por el visitante, bolsas de dormir que invitan a los «migrantes del mundo a descansar», la recreación de una antigua peluquería donde se hacen pestañas postizas -recuperación del oficio de la abuela de una de las artistas-: la Casa es una invitación a apropiarse del espacio, a ser también un visitante okupa, a realizar antes que a observar.
«El arte contemporáneo se ha ido corriendo del objeto al hacer. Con esta puesta no buscamos algo original sino aprovechar un movimiento que es propio del arte contemporáneo para generar algo en esta situación especifica, en este lugar, en esta casa, en esta ciudad y en Leonello Zambón y Sebastián Rey diseñaron el «piano cama», un instrumento en cuya caja de resonancia los artistas colocaron un colchón en el que el visitante puede acostarse y sentir cada sonido vibrar en todo el cuerpo. «Cualquiera puede tocar el piano», reza un papelito escrito a mano y apoyado sobre las teclas, como una invitación.
El artista Roger Colom, hijo de españoles exiliados y nacido en México, presenta una de las propuestas más interesantes y emotivas de la casa, un proyecto disparatado que, como en una suerte de work in progress, crece cada día: la Biblioteca Popular Ambulante, una serie de libros que el artista confeccione y alimenta con objetos encontrados en la calle.
El libro de los amores encontrados en la calle, el de las letras buenas y malas, de los retratos, las religiones, los redondeles, los blisters: cada ejemplar de esta biblioteca es poético y genuino, es una invitación a husmear en lo pequeño, en lo mínimo, en historias tan desconocidas como personales.
«Alud» se titula la propuesta de Romina Orazi, una inmensidad de tierra que llega casi hasta el techo, que la artista cuida y riega cada día -ya asoman las primeros tallos verdes- hasta lograr convertirla en un manto de pasto. «Las lombrices de tierra se toman su tiempo: hagamos lo mismo», escribió alguien sobre la pared contigua.
En línea con la botánica, el artista Fernando Brizuela presenta «Flor Prohibida», una instalación de casas de cristal como invernaderos de plantas estimulantes y alucinógenas, entre ellos el peyote, el cactus San Pedro, la hoja de coca o el Floripondio, que acompaña con talleres de cultivo, pintura botánica en acuarela, construcción de herbarios psicotrópicos, ciclos de música y mesas de debate.
«Una manera típica de pensar la relación de la política con el arte consiste en dar por hecho que el arte puede representar temáticas políticas de modo que sea. Pero hay otra perspectiva más interesante: pensar la política del campo del arte como lugar de trabajo. Se trata de mirar lo que el arte hace en vez de lo que muestra». La frase, escrita como una pintada sobre la pared, se puede leer casi al final del recorrido y está firmada por Colom, pero claro, no es de su autoría. Es en verdad una apropiación de una cita correspondiente a la ensayista alemana Hito Steyerl, porque aquí las obras, los espacios, y también las ideas son ocupadas para el propio uso.
Artistas como Alejo Moguillansky, David López Mastrangelo, Elena Dahn, Jimena Croceri, Julián D’Angiolillo, Julia Cossani, Leila Córdoba, Sofía Durrieu, Sofía Mazza, Verónica Gómez y Yaya Firpo, entre muchos otros, también participan de esta gran puesta donde no hay un día igual a otro, ni tampoco un único relato, y que abre sus puertas hasta el 18 de diciembre, en Riobamba 985, de martes a domingo y feriados de 15 a 21, con entrada libre y gratuita.
F/Fotos: Télam