Crónicas VAStardas
RICKY
por Gustavo Zanella
La calle da para todo. No sé si lo suficiente como llamarla universidad, pero lejos no le anda. En la universidad uno se encuentra con conocimientos contraintuitivos. Cosas que no pueden ser y resulta que sí, que son. Infinitos más grandes que otros, árboles que literalmente emiten sonidos, con edición génica, con sangre que se vuelve verde y cosas así. En la calle uno se encuentra, siguiendo esa línea, con tipos que cantan a los gritos canciones de Ricky Martín. Posta. Hoy me crucé con uno.
Por alguna razón medio inexplicable el 159 BG, el blanquito como le dicen los parroquianos, venía vacío. En la Boca sube un pibe. Pongámosle 15 o 16 años. Normal. Tres pelitos cualunques en la barba, camperita de jean. Mochila negra con prendedores de Slipknot y algo llamado Babymetal. Se sienta a unos metros de mí despatarrándose en un asiento doble. Tiene dos bufandas. Saca un reproductor de mp3 y unos auriculares que la gente se afana de los vuelos en primera clase. Pasan 30 segundos y se pone a cantar. Pero no canta eso que tiene en los prendedores ni Maluma, o Lali. Tampoco canta Camila Cabello o Chano. No, el pibe canta “Fuego contra fuego” de Ricky Martin. Supongo que está en plan arqueología musical porque cuando esa canción se estrenó el pibe no estaba ni entre huevo y huevo.
Canta toda la canción. El chófer lo mira por el espejo retrovisor. En un momento su mirada se cruza con la mía y me hace un gesto indescriptible pero indudable: piensa que es loco o es puto. El chofer debe ser un poco más grande que yo, tener memoria y algún don músical para reconocer la melodía porque el pibe canta horrible.
Canta con tanta pasión que por un momento lo pensé pero me dije “no, es una criatura, no lo va a hacer” y lo hace. Termina esa canción y arranca con “Dime que me quieres”. El hijo de puta está escuchando el primer disco solista de Ricky, en orden y lo va a cantar todo. La gente que sube en las distintas paradas desde el vamos lo mira con espanto y luego con asombro. Le hacen caras al chofer mientras apoyan la SUBE y el chófer les devuelve el gesto que me hizo a mí. Se le cagan de risa. Una vieja que sube por Wilde o un lugar de esos, esquiva sentársele al lado y cuando pasa junto a mí comenta
-Debe estar alegre, el chico.
No le contesto.
Desde donde estoy intento hacer lo que me hacía mi mamá en mis años de barrilete: buscarle olor a porro. No se huele nada raro. Ergo, lo hace de gusto.
Pienso, el disco tiene 10 temas. Dura poco más de media hora así que tenemos por delante un rato de nostalgia.
Las canciones alegres las tararea como al pasar. Se compenetra en las tristes. Diría que hasta las sufre. Imagino que conecta con los mismos elementos con lo que conectaba uno a esa edad, el amor pasado de rosca, el fin, el abandono, la culpa por pensar que podría haber hecho las cosas de un modo distinto, y toda esa sarta de mambos existenciales de tamaño cósmico que se resumen en querer ponerla y no tener con quién. No sé si sentir empatía, compasión o asco. Nada en el mundo es más escándoloso que el enamorado no correspondido, más aún si es adolescente. Y éste parece ser el caso. Es eso o simplemente, el chaboncito, tiene un gusto de mierda para el revival.
Cuando llegamos a una zona medio fifí, con edificaciones estilo country, se para. Va hacia la puerta de atrás. Entona las primeras estrofas de “El amor de mi vida”. Ya pasaron 8 canciones. Toca timbre. El chófer lo boludea en voz alta. El pibe parece que lo escucha porque le hace fuck you. Mira hacia el resto del pasaje y nos sonríe, casi triste. La gente le devuelve la sonrisa. La vieja hasta lo saluda
-Chau, querido.
A poco de llegar a Bernal quedamos solo el chófer, una piba y yo. Cuando bajo en la universidad el tipo me grita desde el asiento
-¿No te quemó la cabeza?
-Las canté a todas con él- le digo.
Me mira con una cara de orto que da miedo.