Crónicas VAStardas
Macumba
por Gustavo Zanella
En mi barrio, como en cualquier otro barrio pobre, la gente cree en cualquier cosa que le ayude a correr la coneja. No necesariamente el puchero aparece por obra de los dioses pero al parecer, hasta cierto punto, basta con la fe para que la panza no haga ruido. A mí no me funca, pero a la mayoría de la gente pareciera que sí, por eso está lleno de cultos evangélicos, pentecostales, mormones, de los santos de los últimos días, tarotistas, parapsicólogos que prometen que si garpás, la piba que te gusta deja al pelado con el que sale ahora, te dice que te quiere y se disculpa por no mandarte un mensaje en navidad. Por supuesto, también hay umbandistas. También hay católicos pero, desde que se garchan menores ya no son tan populares.
La macumba, hay que decirlo, tiene su encanto. El psicótico devenido en pastor es estridente e interpreta la biblia como se le canta el orto. Le chupa un huevo la historicidad del texto, sus enmiendas, sus traducciones y ediciones. Al tipo y a sus fieles les basta con cerrar los ojos con fuerza, cantar y poner el billetín. Al macumbero no. Los macumberos quiere parranda, fiesta, chupi, morfi, sangre de gallinas y espíritus mal llevados zumbándoles el poto, porque si la jarana no es a todo trapo, que no sea.
Así que cada tanto me encuentro en las esquinas o en las zanjas ofrendas macumberas. Botellas de whisky o vodka más o menos rasposo en bandejas con comida. Muchas veces tienen maíz, dulces, especias que colocan junto a velas de colores prendidas. Otras le ponen estampitas de diosecillos más bien tenebrosos que aparecen semi en bolas con cara de invitarte a una orgía loca. La gente que no es del palo esquiva las ofrendas, no las toca, no las mira. Las dejan tal y como están y salen espantados santiguándose, sin hablar del tema ni recordarlo. Pueden pasar días o semanas ahí donde están, hasta que las inclemencias del tiempo las convierten en basura. Los perros también hacen lo suyo porque al parecer no respetan ningún credo, de ateos que son.
Alguna vez, de pibe, les di una patada tirando todo a la mierda. Cruzado del catolicismo, no toleraba esas desviaciones espirituales. Años después, ya curado de la enfermedad de la esperanza y militando el barrileteo autodestructivo, me robé de una bandeja media botella de whisky criadores que me vino joya durante algunos días de invierno.
Nadie sabe en el barrio quiénes las ponen. O no me lo dicen. O tal vez no lo sé porque no hablo con nadie. Tampoco es relevante, las ofrendas siguen apareciendo.
Se mudaron de la esquina de Durero y ruta 21 a la rotonda-boulevard que el último cristinismo construyó sobre la ruta. Aprovecharon que la monada se afanó los cables de los postes de luz y las dejan o bien bajo un cartel desvencijado o bien frente a la parada del 236 que va hacia Morón. La luz de las velitas en medio de lo oscuro les da un halo esotérico, misterioso. Conviven, entonces, ritos ancestrales de adoración con autos sin patente y pocas luces que pasan a los pedos por una ruta provincial olvidada de dios. También usan la parte de atrás de una de esas «casitas» de agua corriente, estructuras que guardan los bombeadores porque el agua corriente del conurbano, si se tiene la suerte de tenerla, no es como la de capital, purificada, sino que es de pozo, pero más pozo que el pozo de las casas.
No es que no los respete, cada uno derrocha su dinero como le sale, pero es que me da pena que tiren comida y bebida así como si nada. Por ahí ellos saben algo que yo no. Así me va.