Crónicas VAStardas
CUARENTENA
por Gustavo Zanella
Rompo la cuarentena, el sábado, el domingo, ya no me acuerdo. Vivo perdido, como en esa novela de Verne, «Dos años de vacaciones», pero sin vacaciones porque laburo desde casa.
Salgo a la calle después de dos semanas. Tengo que ir al centro de Kathan City a comprar remedios y comida. Voy pateando porque los pocos bondis que pasan lo hacen cada tanto y hasta la manija. La distancia social es para Bélgica. Me cruzo con bocha de gente en bicicleta. La mayoría de los negocios están cerrados pero hay cola en los que están abiertos.
Estoy cerca del bowling, un antro que fue boliche y ahora es un gimnasio. En sus buenas épocas, al entrar, te palpaban de armas y si no tenías, te daban una para que te defendieras. Siempre acuchillaban a alguien. A media cuadra hay una panadería. El que atiende tiene un ojo medio complicado, ciego, y le habla a la gente por una reja. Hay 20 personas haciendo cola, como en las mejores épocas de la Rumania de Chauchescu.
Sigo. En una ferretería hay cinco tipos en un espacio donde entran dos. Tienen la radio a pleno escuchando cumbia romántica y los que están adentro se hablan a los gritos porque no se entienden.
Como un boludo me tomé el trabajo de imprimir la papeleta esa que dice que salís porque tenés mayores a cargo. La firmaron mis viejos, le adjunté dni, certificados y toda la zaraza por si alguien me para. El único policía que cruzo en toda la movida es una oficial que está encargada de todo el centro de Kathan City y que no me dedica la más mínima atención. La mina va del hospital municipal a las dos farmacias, que tiene alrededor, gritando que tomemos distancia, como en el colegio. Tiene un barbijo rosa de una calidad bastante dudosa, como de friselina berreta que sobró del mantel de un cumpleaños. Después me entero que hay otros dos milicos en el cajero de Simón Pérez y Ruta 21, a una cuadra, tratando de acomodar a cincuenta mil jubilados que mal que mal se acostumbraron a comer y de ser posible lo quieren seguir haciendo. El problema es que el cajero no anda y lo están arreglando. Les dijeron que tienen para cuatro horas de espera pero parece que no les importa, o sí pero se la fuman entera.
La fila de la farmacia, que está en una esquina, llega hasta la otra esquina. Tengo para una hora larga de espera. Para colmo, como hice compras, tengo la mochila cargada hasta la manija y pesa. Delante de mí, como a un metro y pico, hay una pareja de gorditos con dos nenitos de la mano que comen pochoclo y cantan a los gritos. El gordito le pregunta a la gordita qué van a comer cuando lleguen a su casa.
-Mierda, pelotudo -le contesta ella- ¿Cuántas veces me lo vas a preguntar? No te soporto más. Callate.
-Bueno -le contesta el gordito. Y se calla. Los nenitos siguen a los gritos. Al rato se cansan de esperar y se van.
Delante de mí hay un tipo tomando cerveza o vino en una botella de plástico. Está tranquilo. Tiene la pilcha roída, polvorienta y desalineada. Gorrita de independiente. Fuma unos cigarrillos Red Point que tienen un olor espantoso, uno atrás de otro. Cada tanto le manda un trago al garguero de manera ostentosa y se limpia con la manga. La policía se acerca y le pregunta que qué está haciendo en la fila tomando.
-Me lo dio mi señora a cambio de que venga a comprarle las pastillas para la presión. Mire… -y le muestra una receta. La mina ojea de lejos sin acercarse mucho.
-¿Se va a quedar tranquilo? Mire que llamo al patrullero si me hace quilombo.
-Se lo juro, oficial.
La flaca no se aleja mucho.
Como a la hora me llega el turno. Entramos de a dos a la farmacia. Me dan lo mío. Y ahí compruebo por qué tardábamos tanto. La vieja de la caja es la misma vieja forra de siempre. Una sesentona con las tetas al aire y un pelo a lo Ethel Rojo, en sus últimos años, que masca chicle y entre cliente y cliente se pasa 5 minutos mandando wasaps. Como es medio garca con los vueltos se lo reviso. Me mira. No le gusta un carajo, pero ya la tengo junada. Me voy.
Sólo cruzo con barbijo y guantes a un par de viejas. También los usan unos policías que van en unos patrulleros, armados hasta la manija como si fueran a desembarcar en Normandía.
Hace calor. Paso por una verdulería donde me encuentro con un conocido. Es docente de matemática en un secundario. Nos saludamos con el codo y nos cagamos de risa, como si el gesto fuera entre ridículo y necesario. Me cuenta que se está volviendo loco, que les dieron unas plataformas para laburar medio complicadas y que más de la mitad de los pibes no tiene compu o no tiene conexión, que de seguro apenas comen. Tiene ojeras, dice que se quedó hasta las 5 de la mañana tratando de hacer funcar el sitio web con el que trabaja. Se va.
Como no tengo a nadie detrás, el verdulero y su esposa me dan charla. Me cuentan que no venden un carajo, que está todo carísimo, que este país está lleno de cagadores, hijos de puta y lacras de todo tipo, que nadie hace nada por nadie, que no hay solidaridad, que en un mes vamos a estar todos muertos o mendigando comida. Supongo que tiene razón. Los dos kilos de naranja que me vendió estaban podridos. Me da miedo chequear el zapallo.