Crónicas VAStardas
Insolaciones
por Gustavo Zanella
Mediodía. Sol. El calor transforma el asfalto en una mayonesa negra. Alem y Corrientes. Tres autos locos, un par de bondis, un patrullero estacionado a la que te criaste a una cuadra, frente al Luna Park. Corta el semáforo. Cruza la gente. En mitad de la avenida un viejo con bastón se detiene. Viejo viejo, tipo Matusalén. Candidato a cualquier vacuna, como quien dice. Traje. Debe haber sido nuevo hace treinta o cuarenta años. Limpito. Arreglado. Corbata con nudo windsor. Barbijo negro desteñido, puesto como el culo. Medio pelado pero con gomina en los costados. Zapatos de charol brillantes, como si recién hubiesen pasado por los lustrabotas que cada tanto se ven en el Centro y te cobran la cuota mensual de la universidad privada de los hijos. El viejo mira hacia el Obelisco y empieza:
-Qué tristeza ver a la Ciudad así. Yo la vi llena de gente. Antes no se podía cruzar a esta hora.
Dice mientras me mira. Listo, me embocó. Eso me pasa por hacer contacto visual. Estoy tentado a no darle bola pero el semáforo está por ponerse en verde y el viejo sigue ahí mirando el horizonte y se lo van a llevar puesto.
-Jefe, lo van a pisar los autos ¿Por qué no va hasta la vereda y mira desde ahí?
-Me quiero morir, pibe. Estoy cansado.
El sol le pega en la jeta. Parece esa escena final de la película de Leonardo Favio de la que todo el mundo habla pero nadie vio. Me le acerco despacio, no sea cosa que piense que lo quiero afanar. No creo que tampoco le importe mucho. Dudo si agarrarlo del brazo, para no pegarme el bicho. ¡Qué va!, nos van a matar a los dos, así que lo agarro fuerte y lo tironeo. El viejo se niega. No vienen muchos autos, pero alguno pasa. Una mujer policía, que estaba fumando escondida en la recova, ve la secuencia, tira el pucho y se acerca. Como no sabe de qué va la cosa tiene una mano en la sobaquera. Se da cuenta de que el viejo se resiste, así que hace un trotecito y se acerca. Tiene el tapabocas colgando de una oreja. No tiene más de veinte años, si los tiene. Le explico que el viejo está hablando solo y que no se quiere mover. La mina le habla pausado, relojeando al mismo tiempo los autos. Tiene una voz dulce de maestra jardinera y ojos color miel. El pelo recogido, tirante. Creo que el pantalón es un talle menos del que debería, porque le marca las curvas, y estoy seguro que más de uno se dejaría reprimir por alguien con esos contornos. ¡Pero bueno!, es policía. No hay defecto mayor.
-Abuelo, ¿se siente bien? ¿Por qué no vamos a la sombra? Es muy peligroso estar acá.
-Me quiero morir -repite-.Ya no conozco nada.
Uno que venía distraído arriba de un Mercedes Benz casi nos lleva puesto a los tres. Toca bocina como un enajenado. Le grita a la mina una barbaridad irreproducible. La mina le contesta haciéndole fuck you.
-Abuelo, ¿por qué no me hace caso?
-Yo no soy tu abuelo, nena -le contesta el viejo con mala onda-. Me quiero morir.
Hace el ademán de levantar el bastón, pero la mina es de mecha corta y lo para en seco.
-Bueno, pero no en mi esquina, viejo -ahí la voz le cambia-. Se va hasta allá, donde está aquel patrullero. ¿Lo ve? Y se le suicida a un tal Cardozo, que es un forro hijo de puta. Y si quiere, le dice que lo mandé yo.
El viejo y yo nos asustamos, pero el viejo más. No se la esperaba. Le hace caso y empieza a caminar lento. La mina lo toma de un brazo y lo arrastra, yo soy un poco más gentil pero hago lo mismo. El bastón hace un ruidito en medio de la avenida. Shhhhhh. Al llegar a la vereda, el viejo, como si no hubiese pasado nada, me da la mano y me dice:
-Mucho gusto, soy Emilio.
Le doy la mano pero no le contesto. Está babeada con un sudor frío. Intenta hacer lo mismo con la policía pero la mina se niega. Le ordena al viejo que se siente a tomar aire en uno de los banquitos del metrobús, justo en la parada del 152. Lo acompañamos hasta ahí. Unos pibitos que estaban apretando lo más campantes se levantan gentiles pero contrariados, porque estaban en lo mejor. El viejo les agradece. Se saca el barbijo. Tiene cara de que si no se muere hoy, se muere mañana.
-¿Se siente bien? -pregunta la flaca.
-Tengo sed. El viejo me mira la mochila. Ve que tengo una botella de agua casi sin tomar. La compré dos cuadras antes de cruzármelo, en un kiosco que atendía un hermano latinoamericano, que como no tenía cambio me dio 2 caramelos en vez de $10, con lo que me salió el agua podría comprar dos vacunas de Pfizer y me sobraba para media rusa.
Le doy la botella. El viejo la agarra, le saca la tapa, limpia el pico con la palma de la mano. Y la vacía de un solo trago.
La policía me mira y sonríe mientras se acomoda el barbijo. Queriendo hacerme el langa, le digo:
-Tenía seco el garguero, parece.
El viejo se ríe.
-No sé que es un garguero dice la flaca.
En un sencillo y emotivo acto me convierto en contemporáneo del viejo. Puta madre, yo también quiero morir.