Crónicas VAStardas
Lo que queda de la furia
por Gustavo Zanella
La city se puso espesa, furiosa como nunca. Incluso en San Telmo, tierra de gente sin techo y extranjeros en plan bonvivant, se huele la estela de los gases lacrimógenos que trae el viento. Cuando voló la primera piedra no quedó ni el loro. Los barcitos hipster cerraron temprano, no sea cosa que la clientela se les mezcle. Por Estados Unidos hacia la 9 de julio están las primeras huestes replegadas. Todos tienen el garguero seco. Algunos celebran el triunfo de una batalla, otros lamentan haberla perdido. No queda muy claro cuál es el saldo final. Los restos están a la vista, pancartas, tetras tirados y montones de cascotes que nadie usó. Las viejas en las puertas de los edificios conversan con los encargados. Un contingente de suecos con sus cámaras en mano tira fotos sobre la columna izquierdista que pasa por Carlos Calvo con cara de venir del infierno en la tierra. En la estación de servicio de Humberto Primo y 9 de julio los taxistas comentan el quilombo. Entro a comprar puchos. Lo que escucho me expulsa al instante. Me voy donde el fantasma de Mussolini no sea bienvenido. En la puerta de Canal 13 hay un patrullero y 5 pibes de seguridad privada. Le sacan radiografías a todo el que pasa. En la estación de Constitución hay más policías de civil que gente. Tampoco hay mucha. La mayoría se tomó el buque temprano para no quedar a gamba. Las trabajadoras sexuales siguen ahí. Haya o no haya quilombo tienen que comer. También están los fumadores de paco, que no sirven como mano de obra violenta.
En la parada del 96 no hay un alma. Pipi, el vendedor ambulante oficial de la zona dice que no hay más bondis. Pescado podrido, todavía se ven algunos. Estoy tercero en la fila. Un par de pibes más atrás hay un tipo con una botella de gaseosa llena de birra. Está en cueros. Tiene un tatuaje enorme del escudo de deportivo Laferrere en la panza. Dice que los cagaron a palos pero que se sacó las ganas de tantas veces que lo boludearon gratis sin haber hecho nada. Está picado. Si se lo mira bien, hasta parece triste. Dice que si a su mamá le tocan un peso no tiene problemas en volver a degollar (sic). El bondi está hasta la manija. Todos tenemos miedo de que sea el último. Subimos a la autopista a la misma hora en que se convocó el bocinazo. Uno o dos autos hacen ruido a la altura del peaje de Eva Perón. Desde donde estoy veo a una flaca de unos veinte pirulos abrir la ventanilla del auto y pegarle a una taza térmica de metal. El chófer no hace nada. El grandote, desde el fondo, le grita al chofer que no sea cagón, que le dé a la bocinita. Otros le dicen lo mismo. El colectivero tira dos pipip tímidos, la monada se queda conforme. Lástima, en otras épocas paraba cuando renunciaba un presidente.
Foto: Rocío Bao