Crónicas VAStardas
Mendeville
por Gustavo Zanella
La nueva normalidad es casi igualita a la vieja, sólo que ahora tiene barbijos y ventanillas abiertas y a veces ni eso. Algo así me comenta el pibe que me recarga la tarjeta SUBE en la estación Mendeville, del Belgrano Sur. Es hermano de un conocido del secundario. Labura en el tren. Nos encontramos de casualidad, porque no pateaba la zona desde mis épocas de barrilete juvenil. Antes venía buscando bandas de punk conurbano y otras porquerías menos sanas y ahora vengo a buscar un repuesto para el lavarropas. Es más barato perder medio día de laburo que pagar el envío. Cosas del capitalismo de plataformas en versión sudaka.
Estamos en Aldo Bonzi, al fondo, junto al puente de Camino de cintura. Hay una placita que linda con una especie de descampado mitad basural mitad paisaje bucólico, como los de Cándido López pero sin los paraguayos muertos. Las vías lo tajean por la mitad. A la estación la recauchutaron un poco hace unos años, pero durante décadas era un pozo perdido de dios en donde hasta el talibán más furioso se cagaba encima.
Como no es una de las estaciones más concurridas el laburo es liviano. En la oficina del otro lado de la ventanilla están él y otro más que ceba dos mates distintos, a uno le pone edulcorante. Después hay otro en el molinete y uno de limpieza que fuma apoyado en una baranda y conversa con un gendarme que en lugar de borcegos usa zapatillas.
El pibe me cuenta que abajo del puente se juntan todas las tribus del desconsuelo. No les dice así pero se merecen un nombre piola. Me habla de las trabajadoras sexuales de todas las variantes posibles y todas las edades. Me habla de los adictos a lo que sea que se consiga y de los que revuelven la basura que otros revolvieron antes; de los que buscan un lugar donde cortarse las venas o estamparse un tiro sin que los interrumpan con frases motivadoras sacadas del Instagram. Me cuenta que el viernes a la tarde-noche estaban todos. De pronto se sintió el ruido de un camión sobre el puente. Choque, frenazo, algo así, y de repente caen frente a todos dos cajones. Uno de mandarinas y otro de manzanas verdes. Al piberío no le daban las manos. Imagino a un falopero dejando la pipa de paco, o a una flaca dejando de chuparla para hacerse de una fruta que le saque el mal sabor de la boca. Ni hablar del que buscaba algo para matar el hambre. No sé si los suicidas comen algo antes de irse. Conozco pocos y no son conversadores.
El año pasado -me cuenta- un día por agosto o septiembre -no se acuerda bien- a eso de las 6 de la tarde escucharon un tiro. No le dieron bola. Al rato se le aparece en la garita de la estación un pibito que suele ofrecerles cosas de apuro, robadas o en el mejor de los casos obtenidas de manera poco transparente. Con eso el pibe mantiene a la vieja y se compra unas pastis que lo dejan re loco los fines de semana, pero como no bardea ni anda de caño le tienen cierto cariño. Además les hace compañía y les cuenta los chismes del barrio. Guillote, le dicen. Ese día Guillote les fue a vender algo nuevo: un chumbo. Les contó que se lo sacó al que se había borrado la cara en el descampado hacía un rato, que era una pena dejarlo ahí para que se lo quede la cana. El gendarme les aconsejó hacerlo desaparecer porque ya estaba manoseado. Al final se lo compró por tres lucas uno de los pibes, el que ceba mate, porque su barrio es picante y había tenido quilombo con un vecino jugando a la pelota y la cosa escaló fulera. Por las dudas, me dice el chabón.
Me cuentan que más de una vez lo vieron al Pity Álvarez que había ido por la zona a proveerse no saben bien de qué. Nadie imagina caramelos. No parecen muy creíbles. Todo el mundo dice haberlo visto en algún barrio picante, como a las traffic blancas que secuestran chicos, la luz mala o a Yabrán, que no está muerto y vive en Isidro Casanova. Posta que hay gente que lo cree. Si hubo quien creyó en la revolución del transporte de Randazzo, lo más razonable es que crea en cualquier cosa.
Cuando viene el tren nos despedimos con saludo de puñito y me subo rumbo a Estación Buenos Aires. Viene medio vacío, limpio y con olor a limón. Mucho limón. Demasiado. Hasta el guarda lo dice. Le pregunto por qué tanto. Me dice que a los pibes de limpieza no les dan alcohol ni lavandina suficiente para enjuagar todos los vagones, entonces lo rebajan con un mejunje con olor cítrico que en realidad no es de limón pero que se le parece. Está vez parece que no tenían nada con qué mezclarlo y entonces lo mandaron puro. El guarda me cuenta que, aunque es fuerte, lo prefiere porque peor es cuando pasa lo mismo con el de menta o con otro muy dulzón que parece perfume de prostíbulo. El tipo es conversador y me cuenta que una vez se pasó el día arriba de uno con ese perfume y al llegar a la casa tuvo quilombo con la señora que no le creía, que decía que se había ido a un piringundín a ponerla, que lo del perfume era un chamuyo. Le pregunto si era cierto. Se ríe. Me guiña un ojo pa´ dejarme con la duda.