Crónicas VAStardas
por Gustavo Zanella
De venenos y Cusquitos
El falopero no es una rara avis del paisaje. Todo lo contrario. Es tan parte de la escenografía de extramuros que, como los camellos en el Corán, casi no aparecen. No hace falta, va de suyo que están ahí. De hecho, son los responsables de todo según el saber popular. ¿Te robaron? Seguro eran faloperos. ¿Te violaron? Seguro fueron los endrogados de la esquina. ¿La policía limpió a unos pendejos en la villa? Seguro eran narcos. ¿Hay gente afiliada al partido de Patricia Bullrich? Bueno… eso.
No se los reconoce como tal hasta que están hasta las bolas. Antes de eso sólo son gente a la que le gusta la jarana. Cuando se pasa a mayores, la consideración pivotea entre dos frentes: si sos medianamente empático se lo atribuís a una vida dura, demonios internos, dolores indecibles. Si sos de mecha corta, sin entrar en detalles crees que hay que matarlos a todos.
Como en el amor, la política y la religión, la falopa genera tres tipos humanos posibles: el iluminado-converso, el ambiguo-dubitativo-promedio y el cínico-desencantado.
El tipo más común es el ambiguo-dubitativo-promedio. Toma, aspira, fuma, come, se inyecta, pero hace la suya. Sabe que no está del todo bien, que no es muy sano que digamos, pero lo hace igual porque en el fondo le gusta más que la vida de mierda que lleva. No se da a reflexiones muy profundas. Si hay, toma. Si tiene para pagar, va y compra. Es el que, entre lágrimas y con gesto adusto, le dice a su madre, al psiquiatra y al pastor lo que quieren escuchar: que no toma más, que va a cambiar, que lo perdonen porque fue la última vez. Entra y sale de granjas, de clínicas, de relaciones.
Después está el iluminado-converso. Es el tipo más común entre el falopero novel, el que recién arranca la vida de fafafas varias. La mayoría con el tiempo decanta, pero una mínima fracción se queda ahí, predicando las virtudes improbables del producto, flasheando conexiones con otros mundos, sensibilidades desconocidas, oportunidades de negocios simbólicos y no tanto. Es el militante, el que quiere que te drogues con él, el que ansía que todo sea legal, poder ir al kiosko en vez de meterse en la villa y comprarse medio kilo de ricarda sin adulterar, para poder abrazarse a un árbol y cantar canciones de Jannis Joplin y Davendra Banhart. Por lo general, como son pobres o devienen pobres por su adicción, no duran mucho respirando.
Luego, el cínico-desencantado, el que está más allá de todo. El que sabe que no va a dejar de tomar, el que probó todos los venenos y a veces todas las curas, y se rindió. Pasa. No siempre hay vuelta atrás ni marcha hacia adelante. No lo milita porque no es boludo. Sabe (cuando lo asalta la lucidez) que está más cerca del arpa que de la guitarra, pero el cuerpo, la mente y el espíritu no dejan de ser nunca como esos pibitos de dos años a los que se les dice que no metan los dedos en el enchufe, y van y lo hacen.
De eso mismo, pero con otras palabras vienen hablando los que subieron en Evita city. Los tengo de vista. A veces viajo con ellos a la mañana. Vienen del lado de Pontevedra, de algunas de las varias granjas aleluyas de recuperación de adicciones que hay por ahí. Es lo más lógico. Los emprendimientos prosperan si la relación entre oferta y demanda es equilibrada y está más o menos circunscripta a una zona.
Los pibes suelen vender galletitas caseras. Las llevan en canastos de mimbre gigantescos. Es un quilombo cuando el bondi está lleno, porque nadie quiere pisarles los canastos pero el gentío apretujado se bambolea cuando el colectivo frena, y hay que estar haciendo malabares para no llevarlos puestos. Deben recaudar su buena moneda porque la monada les compra y no son muy baratas que digamos. Supongo que es porque a la mañana, cagada de sueño, hambre y frustración, la gente prefiere clavarse algo dulce que rumiar la bilis de una vida sin sentido. También debe ser porque los pibes tienen labia. Una vez vi cómo uno, poco más que adolescente, se levantaba a una cuarentona con un paquete de pepas y unos versículos mal memorizados de la epístola a los Gálatas. Me sorprendió la originalidad, por eso lo recuerdo; los aleluyos siempre eligen para ponerla la segunda carta a los Corintios. Y además, aunque se piense lo contrario, la lástima es un poderoso gancho para todo.
Los pibes son amables y siempre están a la espera de la oportunidad para predicar su cambio. A fuerza de convencer a los otros de que estás limpio, dicen que por ahí acabás creyéndotelo vos.
Rara vez los veo de noche, como hoy. Extrañamente el bondi viene medio vaciongo, entonces se acomodan en el fondo, cerca de donde estoy. Uno llora. Se lo ve mal, apesadumbrado. También se lo ve bastante colocado y huele a paco, porro y vino barato. La pierna izquierda del jean, de la rodilla para abajo, está manchada con algo que no distingo si es vómito o agua de zanja. Lleva colgada en el pecho una mochila con un perrito marca cusco que no debe tener un mes y no emite sonido alguno. Sólo saca la cabeza y se vuelve a esconder cada vez que el pibe brota en llanto. Los otros dos le dicen -serios- que estas cosas pasan, que está en los planes del señor hacernos sentir así para que seamos humildes y no pensemos que nos curamos por propia voluntad, sino que es por su gracia.
Hace rato que no escucho una opinión tan áspera y turbia, así que les presto atención. Le piden al que llora que vuelva a contar «lo que pasó después» y el pibe arranca. Empezamos mal, me cagaron el principio. El que llora tiene una verba pastosa, le cuesta modular, y entre mocos y lágrimas se le entiende la mitad. Por lo que cazo, en algún momento sintió que tenía mucha plata porque había vendido todo, pasó por una esquina, habló con unos chabones que lo llevaron hasta la villa, tomaron una birra y después se le borró todo. Lo primero que recuerda es que le dio mucho miedo estar así. Alguien que estaba en ese grupete lo dejó mandar un wasap, y entonces como a las dos horas cayeron los que ahora están con él. Mientras esperaba que lo vinieran a buscar se arrodilló y rezó todo el rato. Los que estaban con él en la villa se fueron y lo dejaron solo. Cuenta que sintió frío, que le temblaba el cuerpo y que le daba mucha culpa sentirse «livianito». Que el único que se le acercó fue él -les muestra la mochila con el perrito que, ante el movimiento, saca la cabecita y se vuelve a esconder-. Uno de los pibes, alto, de pelo corto y con chaleco de jean y remera de Motorhead, -mientras acaricia la cabeza del perrito- le dice que extraña la falopa y que siempre la va extrañar y que es lo primero a lo que tiene que acostumbrarse porque eso no se va. Le pregunta cuánto tomó, pero el que llora no le sabe decir cuánto ni qué aunque no queden muchas dudas. En Laferrere Town se sientan. Uno de los pibes, al ver que el que llora está realmente compungido les propone orar un rato, juntos, pero no para pedirle al señor que les perdone las cagadas que se mandan, sino para agradecerle la oportunidad de contar el cuento. ¡Epa! Ésa no es tan común, es original, tiene cierta poesía y más de un inquisidor se pondría del orto al escucharla. Cuando los otros cierran los ojos el que hizo la propuesta mira a los que estamos alrededor, pero, cuándo no, al único que mira fijo es a mí.
-Si quieren, nos pueden acompañar. El señor nos habla a todos.
Nadie le contesta. Ninguno nos sumamos. No les importa. Cuando arrancan, el perrito empieza a ladrar. Todos nos cagamos de risa, incluso el que llora.