Crónicas VAStardas
El nuevo negro
(variaciones sobre un mismo tema)
por Gustavo Zanella
Ahora dicen que morirse está de moda. Y tienen razón. De un tiempo a esta parte la práctica de dejar de respirar de forma definitiva se hizo popular, en especial en el segmento de la tercera edad, pero no sólo circunscrita a ella. Con excusas tales como el covid, el cáncer o la insuficiencia renal, miles, cientos de miles, incluso millones de personas alrededor del mundo, se dan a la banalidad de sacar a relucir su blanca palidez. Luego, en un gesto egoísta y mezquino de su parte, le dejan a sus seres queridos la tarea de enterrarlos, las deudas por pagar, los llantos por llorar.
Actitud incivil si las hay, los muertos se van de este mundo dejándole los platos rotos a las generaciones siguientes. Como Macristas de última hora que todo lo destruyen y luego se van con cara de yo no fui, los muertos nos legan un planeta inviable, asqueroso. Con la excusa del cansancio existencial o el imperio de la biología, acaban por dejarnos un recordatorio de ellos -en lápidas y fotos- que no alcanza para rellenar sus ausencias.
Algunxs muertos, incluso, antes de morir sacan a pasear su histrionismo y nos brindan la puesta en escena de su sufrimiento extendido en el tiempo. En lugar de interpretar al Hamlet del “ser o no ser” o el “¿Qué haremos ahora que somos felices?” de Godot, los muertos agonizan entre pasos de danza Butoh y reclamos a sus obras sociales.
Es cierto, las modas tienen una vida fugaz, pero algunas, como los parripollos y las canchas de paddle, diversifican sus unidades de negocio y sobreviven y acaso hasta prosperan. La muerte está entre ellas. Una guerra, una hambruna, una pandemia; una dictadura, una deuda externa, un desastre medioambiental, cualquier excusa es buena para incentivar el negocio.
El muerto es un pescador de emociones, alguien que tiene una revelación, ve la oportunidad y la toma. Se cruza delante de la bala, aprovecha esa última línea de cocaína, no desperdicia nada del glifosato con el que le riegan el barrio. ¿Una enfermedad rara e incurable? Siempre hay alguno con vocación de muerto que se la pesca. ¿Un suicidio en masa? Sobran aleluyos que aspiran a la convocación de aliens inmortales.
Los muertos son desprolijos. Mueren donde les viene en gana. Esos antropólogos jipis que nos hablan de la deshumanización de la muerte en la modernidad y argumentan que ya no morimos rodeados de afecto en nuestros hogares, sino en fríos e impersonales nosocomios, hacen populismo intelectual. Los muertos mueren donde se les canta, cuando se les canta. Eso de que no lo eligen es la mentira que nos contamos para no culparlos, para no criticar a los finados, por aquello de no cuestionar a quien no está presente.
Como toda moda, la muerte tiene su merchandising. Flores, cajones de maderas exóticas, tumbas que miran hacia el muro de los lamentos, hacia la meca, hacia la cancha de Boca. Los muertos célebres -o que fueron notorios en vida- engrasan los rodamientos de la gran maquinaria comercial. Remeras, discos, biopics, biografías, programas de televisión que los recuerdan y que se venden como pan caliente. La moda de morirse intersecta al arte y la arquitectura, al real state y la deuda hipotecaria, al congelamiento de óvulos y la donación de órganos.
Como toda moda, la muerte también pretende indicar cuál habrá de ser su evolución natural. La moda del punk auguró el pospunk y la new wave. La muerte augura la vida transmundana y el olvido. La moda del terraplanismo y el libertarismo político augura imbecilidad y pérdida progresiva de masa encefálica. La moda de morirse augura podredumbre y nostalgia.
A su vez, no puede omitirse que la moda de morirse tiene sus publicaciones a modo de house organ: el libro de los muertos del antiguo Egipto, el Tibetano, el Popol vú y otra miríada de libros y preceptos que indican las formas correctas del buen morir, para que no se diga que alguien ha fenecido sin el decoro esperable en cada caso. Si hay revistas que indican cómo vivir como un bon vivant, los muertos no pueden ser menos.
Una cosa se le debe reconocer. No es una moda elitista, algo que sólo puedan hacer unos pocos bien munidos de dinero o de algún don o virtud particular y poco extendida. Nada de eso. Cualquier palurdo, cualquier hijo de vecino, el más miserable y andrajoso don nadie puede sumarse. Cual religión evangélica y pentecostal, su llamamiento es urbi et orbi. Sólo exige dejar de respirar, un electroencefalograma plano y la voluntad para mantenerse en ese estado hasta el día del juicio final. No todos lo respetan pues hecha la ley, hecha la trampa, pero por lo general son normas que, a pesar de ser cuestionadas. se respetan.
La moda de morirse capitaliza las dificultades de la civilización humana extorsionando a los vivos con aquello de la superpoblación, la escasez de recursos y los sinsabores de la vejez. Los canallas, siempre a resguardo, bien provistos de salud, dinero y pan, llaman a las masas a sumarse a la moda de ver crecer las flores desde abajo con el falso tono de la pesadumbre, argumentando que no hay nada que hacer, que así es la vida, que es absurdo no aceptarlo.
Incluso es una moda con subdivisiones, con sus propios taxones y categorías que, al igual que la moda general, tienen sus momentos de auge, apoteosis y declive. Muertes en medio de selfies, muertes por consumo de alguna droga particular, de sida, de cólera, de ébola, por no vacunarse, por dormir con el teléfono celular bajo la almohada; por ser judío, zoroastrino, comunista; por ser mujer, homosexual, simpatizante de Deportivo Lamadrid; por abortar, por defender a las ballenas, por militar la autonomía del Kurdistán. Facetas, dimensiones, modalidades todas que acaban del mismo modo: con la tierra abriendo sus vaginas que tragan y deshacen.
Como respuesta circunspecta y ceñuda a la vida, la moda de morirse es una impostura. Un intento por dejar sin palabras a los optimistas de la vida, a esos otros miles de millones que se emperran desesperados por seguir viviendo como si hubiese un mañana que valiese la pena, un hábito, una costumbre, una suerte de folclore de color penumbroso que ejecutamos por inercia, y al que salpicamos de variabilidad en función de los tiempos que nos tocan. No obstante, todos se mienten, todos saben que tanto la muerte como la vida son una mentira donde nadie pierde ni gana nada, una partida de ajedrez inmóvil que juegan un arquero que nunca falla un tiro y un zorro que no puede ser cazado.
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En un mundo atravesado por la desigualdad, la norma es desear lo que no se tiene. Siempre algo nos falta, siempre algo queremos, o queremos más o queremos mejor. Puede no tenerse la Playstation anhelada, la salud ansiada, los hijos esperados. Puede no tenerse el futuro proyectado o el trabajo bien remunerado. Se puede carecer de un techo y un lecho caliente. Se puede no tener honor, ni pasión ni amor alguno. Puede faltar el pan, el vino, la insulina. Puede no tenerse pelo, esperanza, belleza con la cual llenar los ojos. Puede no tenerse erecciones, orgasmos, orgías.
Pero ¿quién no tiene un muerto? ¿Quién puede pensarse tan pero tan pobre que no tenga un finado sobre el lomo, alguien cuyo recuerdo no pueda pensarse como propio, una ausencia distinta a uno, autónoma, pero que nos constituye?
No hay indigencia alguna que nos quite nuestro derecho a los muertos. El cadáver puede estar o no sobre la mesa. Las cenizas, los trozos de la carne, adornar o no el nicho o la gehena. Pueden privarnos del ritual expurgatorio del duelo y del adios, pero no hay dios, régimen ni malhechor capaz de privarnos de los muertos. Como la vida, como la conciencia de sí, como el cogito cartesiano o la respiración, no pueden privarnos de los muertos sin privarnos de aquello que nos da entidad. El muerto nos une a la historia, no porque nos anteceda en ella sino porque a partir de su muerte, en el momento mismo en que los gusanos se relaman al escuchar su nombre, en ese instante, cuando se vuelve pasado y pisado, pierde algo de sí para fundirse en la memoria colectiva, en la voz de un ayer que pervive eligiéndonos como albaceas. Todo muerto es propio si nos duele, engrosa la columna del haber sentimental, se asienta en la contabilidad de nuestras experiencias y en las economías de nuestro devenir. Los muertos no se restan, los muertos se suman. Son órganos nuevos que nos crecen dentro, cuya función, como la epidermis, es regular nuestro vínculo con el afuera.
Bestia o Dios, quien no tiene un muerto no tiene lenguaje, leyes, origen ni techo que lo abrigue. Quien no tiene un muerto se encuentra fuera de toda comunidad, carece de lugar en el orden de las cosas creadas. No está, no es, es una entelequia, un estéril ejercicio de pensamiento sin razón ni objeto.
Quien no tiene un muerto no es un ser humano.
«Morir todavía y no después buscando sin remedio» Enrique Ortiz de Landázuri