Crónicas VAStardas
De Rusia con amor
por Gustavo Zanella
Hace unos días cruzaba la 9 julio a la altura de la calle Chile. De pronto, lo veo ahí tirado. La forma y el color me recordaron a los viejos DNI libritos del año del pedo. Pensé
-Se la pusieron a un jubilado y descartaron los documentos- ya que en esos boulevares los amigachines de lo ajeno suelen fraccionar sus botines. Me acerco y lo levanto. Error. Era un pasaporte. Un pasaporte ruso. Un pasaporte ruso de una bebé nacida en la Argentina en abril del 2022, de padres rusos. Carne para los trogloditas esos que siempre se están quejando de las extranjeras que vienen a parir al país, porque acá somos mejores seres humanos que, por ejemplo, esos que frecuentan locales del PRO y la Unión Cívica Terminal.
La nena no tiene un año. Se llama Severina. Te fractura la lengua al tratar de pronunciar el apellido. En un mundo a orillas de la guerra termonuclear, andar con ese documento encima puede ser sospechoso, pero aunque uno no sea trigo limpio tampoco es un hijo de puta. Me lo guardé. En el laburo me puse a pensar cómo devolverlo. Ni un solo dato. Se cae de maduro que la nena no tiene redes sociales. No figura el nombre de los padres. De hecho, aunque lo hiciera, no leo cirílico-ruso.
Fui por la más difícil: la Embajada. Llamo. Me atiende un…ruso. Pobre pibe: tenía menos castellano que Anamá Ferreira. Ni hablar de la onda. Le explico el asunto. Me saca cagando diciéndome que ahí no se ocupan de eso. Me da el número de teléfono de algo que no entiendo. Googleo. Es el consulado. Ni ese día ni el siguiente consigo comunicarme. Es gente ocupada, vaya uno a saber en qué asuntos bélicos.
Vamos por otro camino. Redes sociales. Grupos tipo: Rusos en Argentina, Jóvenes inmigrantes rusos, Sociedad de ayuda mutua moscovita, Club de fans de Leonid Brézhnev. En algunos figuraban direcciones de email. Mando varios correos explicando y adjuntando foto de la nena para que nadie piense en un engaña pichanga u operación de algún tipo. Nada.
Viernes. Recibo un correo. Un tipo que me da su teléfono y me dice que me comunique, a ver si podemos hacer algo con el asunto del pasaporte de la nena. Nunca me dice su nombre. No lo llamo. Me da desconfianza. Prefiero insistir en el consulado. Nada. Listo, pienso, vemos el lunes a ver qué onda.
Domingo. Chequeo correo. Tengo 5 del mismo tipo. En todos me dice que ubicó a los padres de la nena, vaya uno a saber cómo, y qué están desesperados, cada vez más, porque necesitan el pasaporte para trámites. Le mando un Wasap. Responde al toque. Me vuelve a contar que los encontró y me pregunta si le puede dar mi teléfono a los padres. Ok. Al rato me escribe una flaca con un número telefónico de… Rusia. La foto del contacto es muy en plan influencer de las redes, filtro, trompita, mirada al horizonte. Pensé en un par de actrices rusas de cine clase B, pero me avergoncé de mí mismo al no tener una referencia más elegante tipo Ana Karenina, Anastasia Romanov o Evgenia Guinzburg. En un castellano tarzanezco me pregunta cuándo podemos encontrarnos. Le digo que el lunes al mediodía. Guardo el contacto. Me aparece el nombre en cirílico. ¿Cómo se pronuncia eso? Elena, pero para saberlo tuve que sacar una foto y googlear.
Lo confieso, en algún momento temí que fuera una tramoya para punguearse del país una criatura. Y el tema de las madres rusas que fogonearon hace unos días los medios comerciales no me ayuda.
Hoy estoy llegando a la oficina y los veo de lejos. Mamá con dos nenas de la mano, papá con un cochecito. Caminan raro. Visten raro, hablan raro. Los paso. Giro. No miro a la mujer. Miro a las nenas. Sacadas del manual del buen eslavo, el buen ario o el prototípico ángel del señor. Son 3 vikinguitas casi albinas cuyos ojos son el cielo más limpio que cualquier mundo con atmósfera de oxígeno pueda tener. Son ellos, seguro.
-¿Severina? Pregunto apuntando a la nena. Me miran extrañados y asienten. Me presento. Les doy la mano a los dos. Reacios pero sonrientes. La madre, Elena, no se parece mucho a la foto. Es más normal en persona. El padre, un pibe que podría ser vecino de Virrey del Pino o Tristán Suárez, sólo que ruso. Creo haber entendido que se llama Oleg, o algo así. Ninguno de los dos llega a los 30. Las nenas, ninguna pasa los 5 años.
Les doy el pasaporte. Había pensado en hacerles una entrevista pero resulta que el castellano que manejan es limitado al extremo, al igual que el inglés. Ya tenemos bastante con eso como para que yo intente balbucear el idioma del Bardo de Avon, dios lo tenga en la gloria y no lo suelte. Cruzamos un par de comentarios pero la charla es bien ripiosa. Compruebo, efectivamente, que son rusos posta, rusos de Rusia. Me dejan apretarle los cachetes a la bebé. Me ofrecen guita. Los mando a cagar. No me entienden. Les digo que no gesticulando con la cabeza, las manos y poniendo cara de ofendido. Se sorprenden, como si no pudieran entender que alguien rechace dinero. Pienso: Sos joven. Te vas de tu país en guerra con tu mujer embarazada y dos criaturas, que todavía se cagan encima, a un pozo latinoamericano en perpetua crisis económica, saturado de neoliberales, fascistas, aleluyos, adictos al glifosato y gente que ve Gran Hermano.
No hay que ser Michio Kaku para darse cuenta que la guita la necesitás más vos que yo.
Nos cuesta entendernos, pero aun así me cuentan que lo habían perdido el mismo día que lo encontré, cuando iban a hacer los trámites de residencia, que estaban desesperados porque es un momento complicado para trámites internacionales. Se esfuerzan por contármelo. Quieren relatarlo a modo de agradecimiento. Dicen mirándome con orgullo y señalando a la nena:
-¡Es Argentina! Por dentro me persigno y hasta la compadezco un poco.
Me piden que nos saquemos una selfie. Bueno, dale. Severina no para de mirarme. Le debo resultar un poco andrajoso y tercermundista. Tiene puesto un turbante diminuto color caqui que la hace muy chistosa. Le pido a Elena que me mande las fotos. Me dice que sí. Las otras dos nenitas están petrificadas, una sonríe. Llevan polleritas de tul con estrellas y sandalitas con flores.
Me despido de los 5.
Al rato Elena me manda un mensaje preguntándome si tengo Instagram y si me puede etiquetar. Resulta que es medio influencer posta, o al menos hace de su autoexilio una oportunidad para dar rienda suelta a esa característica millennial de documentarlo todo. Hace un posteo sobre el asunto y me etiqueta. Otra vez tengo que usar el traductor. Como antes, se sorprenden de que no aceptara guita. Sus seguidores, varias centenas, le comentan cosas tipo “todavía hay gente buena en el mundo“. Me sonrojo. Mis ex no opinan lo mismo. Uno le comenta que debería haber seguido el camino legal de avisar al consulado, que seguro soy un pancho y no insistí lo suficiente. No sé si es el traductor o qué, pero parece que flasheó una crítica al consulado. Muy sensible el loco pero se justifica.
¿Qué le voy a explicar al pibe que acá es moneda corriente, si yo mismo soy agente del estado y para que te atienda un teléfono me tenés que cagar a patadas? Otra dice algo así como que “las personas en este país son como en un cuento de hadas.” ¡Pará, amiga! ¿De dónde venís? ¿De Gomorra, de Kabul, de la Córdoba ultramacrista? Deben tener la vara muy baja.
Me quedo con la imagen de la bebita, hermosa, todavía un poco ajena a las fronteras de un mundo miserable. Será porque no tengo hijos o porque me estoy poniendo viejo pero me enterneció. Me dura poco. No anda el ascensor.