Crónicas VAStardas

La velocidad del tiempo funda el olvido

por Gustavo Zanella

Es como un refusilo, pero al revés —dice misterioso y apunta al cielo—: en lugar de iluminar, te oscurece el rancho.

El que habla es un viejo. 70 largos. Boina, echarpe, bastón de metal con tres patitas. Anda medio encorvado, pero se le nota el paso firme. No aceptó cuando le dijeron que podía pedir el asiento en el refugio, que le cuidaban el lugar en la fila. Prefirió quedarse parado. Mala elección porque vamos por los 50 minutos de espera y la cosa va para largo. Por momentos dice que está cansado, pero eso que lo hace olvidarse de lo que dijo hace 5 minutos también le hace olvidar el cansancio y sigue de pie, sin titubeos.

Lo del refusilo es su definición de vejez. Nadie le preguntó, pero tiene ganas de hablar. Nadie siquiera lo miró. Creo que a nadie le importa si vive o muere ahí mismo en la parada. Sin embargo, a pesar de ser ignorado, el viejo es educado y respetuoso. Como suele pasar con los viejos, en algún momento asumen sin ninguna evidencia que el mundo todo participa de sus procesos mentales y que cualquier ser vivo entiende de qué hablan, sin necesidad de contexto ni competencia temática alguna. Como quien va encontrando un camino en medio de la selva, a fuerza de machete y machete, si se le presta atención, capaz que algo en claro le saca. Viene de la marcha. No parece que lo surtieran. Tampoco que lo gasearan. No cobra la mínima sino una más arriba. Igual no le alcanza, dice. No es uno de esos viejos que un día despertó y se dio cuenta que era pobre; no, señor. Es un militante, de los que todos los miércoles hace años va a la puerta del Congreso a ser ignorado por todos los gobiernos. Pasa por todos los lugares comunes de los noticieros de horario central que se espantan e indignan por la pobreza, la crisis y la delincuencia, pero te militan el empobrecimiento, el quilombo y la exclusión. Cosas de progres con la panza llena. Laburó toda su vida quejándose de los que no laburaban, hasta que dejó de laburar y comprobó con las tripas que el asunto no era tan relajado.

Se le nota cierta educación por cómo habla. Usa las eses, conjuga bien los verbos. Un hijo de otros tiempos. Habla claro y está, mal que mal, ubicado en tiempo y espacio. Lo curioso es que está sin compañía, en Constitución, preparándose para viajar 2 horas como un cerdo hacia el conurbano profundo. No le van a dar el asiento. Para cuando suba, todos van a estar dormidos o haciéndose los dormidos o diciéndole que el asiento se lo pida a otro porque ellos, como todos, esperaron un montón y no son ni Perón ni los reyes magos.

Cuando habla no mira a nadie en particular. Por ahí a esa edad es más fácil hablarle a toda la humanidad que a fulano o a mengano, sobre todo porque la humanidad, como dios, nunca responde. No es un viejo denso, nomás habla sobre cosas que al resto se nos escapan. No es lo que dice o como lo dice, es raro de explicar, pero cada palabra es una reflexión sobre el paso del tiempo, como si ensayara una teoría de la vejez sin proponérselo, sin quererlo. Como esa gente que sale de relaciones abusivas para entrar en relaciones abusivas, le escapo a los viejos para terminar escuchándolos, prestándoles atención —yo también—, sin quererlo ni buscarlo. Por ahí, porque la mecha también se me va haciendo corta y promediando los cuarenta veo que aún no me hice rico, no escribí un libro, no planté un árbol, no me reproduje por puro ego y veo que el futuro inmediato y lejano va a ser una cagada. Y no soy el único. En la fila hay una pareja de pibitos, no tienen 20 años. Son darkies, góticos, emos o como se les diga ahora. Esos que se pintan de oscuro los ojos y las uñas y andan con guantes, ropas anchas y mochilas escritas con liquid paper. Deben ser gente de temer, porque andar así por las barriadas matanceras no es para piguyis. Son tan andróginos que se los distingue sólo por las voces. Ella tiene voz de pito. Él también, pero apenas más grave. Ella parece que labura en un negocio o una oficina a cierta altura, porque le comenta al otro que vio cómo cagaban a palos a los viejos y que tuvieron que cerrar los ventanales porque entraba el olor a gas y el griterío no los dejaba hablar por teléfono. El pibe dice que se dio cuenta que había bardo porque cuando la fue a buscar pasó por una verdulería de Riobamba al 300 donde un grupete de jubilados compraba limones a mansalva para tirarse en la jeta. Dice que un viejo como ese —lo apunta al viejo de la fila— sacó un limón de la bolsa y se lo tiró al hidrante parado en el semáforo de la esquina, pero como había un embotellamiento monumental, los milicos se quedaron en el molde, salvo por el que bajó la ventanilla y le gritó:
—Vas a durar poco, viejo.
—No tengo ninguna duda —dice el pibe que le contestó el vejete.
La piba, haciendo cuernitos metaleros con la mano, mitad por hacerse la punki, mitad por cambiar de tema dice:
—¡Esa es la actitud! ¡No future!
—Yo voy a ser una estrella de rock —dice él—; tampoco me preocupa el futuro. A los 27 me suicido —agrega con resolución.
Amén, pienso.

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