Crónicas VAStardas
Batallas
por Gustavo Zanella
La revolución del transporte en su etapa «aire acondicionado» tiene algunas dificultades evidentes. Esas desprolijidades, amén de la pila de muertos de la etapa anterior (tan generosa con los gusanos del cementerio) son, dicen sus defensores, propias de todo cambio de paradigma. El tren Sarmiento, tan coqueto ahora con su seguimiento online de conductores, es incapaz de anunciar correctamente en cuál de sus plataformas arriban los trenes.
Esto produce un fenómeno micromigratorio semejante a las estampidas de Ñus en la sabana africana. Tipos y tipas que esperaron media hora para viajar sentados escuchan que el tren cambió de andén. Un shock de adrenalina se apodera de sus músculos y se echan a correr de modo desesperado en competencia con otros iguales a ellos y, en especial, con aquéllos que de casualidad se encontraban en el lugar correcto de arribo. Los originarios, los suertudos, los distraídos que estaban ahí durmiendo la mona, comiéndose un pancho o teniendo sexo discreto con sus parejas tras las columnas se afirman a su puesto como quien debe contener un aluvión de piedra y barro. El choque es digno de ser avistado. Si un musulmán debe al menos una vez en la vida peregrinar a la Meca, aquéllos con la sola fe en la humanidad tienen la obligación de ponerla en cuestión en el Sarmiento. La carnicería es bestial. Como en la matanza de los cátaros de Aquitania en 1209, Dios eligió a los suyos. Los gritos y manotazos cobran su último estertor al llegar el tren. Al abrirse las puertas los que salen se confunden con los que entran y el frescor del aire acondicionado apenas si apacigua los ánimos.
Los combatientes se sientan en el suelo, en el fuelle que une los vagones, en los asientos para discapacitados. Las perversas embarazadas o las que tienen niños en brazos ingresan a lo último reclamando su derecho a un asiento refrigerado. Los heridos las miran como quien mira a un rico, sabiendo que -en el fondo- no sangraron por ese lugar y se paran sobre esa misma sangre para ostentar su beneficio. Los vástagos incluso lloran a los gritos porque no basta con el robo, también es exigida la tortura meticulosa del alarido y el moco.
El tren arranca. Una mujer gigante predica el evangelio de Pablo interpretándolo de un modo que ofendería al Pastor Giménez. Un vendedor ambulante ofrece compilados de reagueton. Urge cerrar los ojos aun sin sueño, subir el volumen para no escuchar, dejar que pase el tiempo, pispear con carpa la estación para no pasarse; y al final, salir de nuevo al calor para recomenzar el ciclo, esta vez, en colectivo.