
Crónicas VAStardas
Blancas palomitas
por Gustavo Zanella
Son un fenómeno del paisaje, habitual, pero también disonante. No es que no están, no son o son una entelequia, no, señor, están ahí, pero se camuflan hasta que llega diciembre o febrero. Esa es su temporada alta, solo que, a diferencia de los comerciantes de lugares turísticos, estos no roban, o sí, pero de otra manera. Son los que se llevaron materias. Por vagos, lelos, malafortunados o simplemente porque el profe les tiene bronca por votar a Milei y querer vivir del mundo cripto, lxs pibitxs andan en uniforme o guardapolvos cuando la muchachada sale a comprar el pan dulce o la espuma del carnaval. Sus caras lo dicen todo, caras de hartazgo no asumido, de calor, de querer irse a boludear como lo hacen los que tuvieron el buen tino de copiar la tarea sin alardes. Ni hablar si los padres los amenazaron con sacarles algo o lisa y llanamente molerlos a palos.
El término pedagógico es «alumnos con trayectoria en proceso o discontinua», un eufemismo para decir que, mientras unos aprobaron y ya están apretando en la enramada, estos todavía están tratando de darse cuenta de que las capitales de Europa están todas a la vera de un arroyo.
No suelen moverse en grupo. La derrota es hermana menor de la soledad. Como dijo Bonavena: «Cuando suena la campana, estás tan solo que hasta el banquito te sacan». Así van por la vida en su momento de mayor exposición, como cargando una cruz, como dando lástima por un simple teorema no entendido, por un objeto indirecto chúcaro y ladino.
Aquellos más amados por los dioses salen uno o dos días, porque un tropezón lo tiene cualquiera, en especial si estás entrando en la edad de los excesos. Sin embargo, el favor de la divinidad no es urbi et orbi. Están los que se llevaron hasta el recreo y van durante semanas a rendir la currícula entera.
No están sujetos al capricho de una jurisdicción, tanto del lado coqueto de la Gral. Paz como del menesteroso, de Ushuaia a La Quiaca y de Nordelta al barrio Nicole; la imagen es la misma: el pibe en uniforme o guardapolvo rogando aprender en una semana lo que a otros les llevó un año.
Son solo una arista del asunto. Claramente, ellos no quieren ir. Pero los docentes que los pusieron en ese predicamento, tampoco. Seguramente preferirían estar con las patas en la palangana viendo la pelea Feinmann-Viale antes que estar arrancándole las palabras al pibe que no recuerda que Platero, además de pequeño, es peludito y suave, pero en estos tiempos libertarios, cualquier trabajo es digno, ya sea pegarles a los jubilados que quieren comer o estafar inversionistas del blockchain más instagrameable y farandulero. Todos los que hemos coqueteado con la docencia lo sabemos: la mayoría de los deudores de materias están ahí por hinchas pelotas, maleducados, garcas y tarados sin destino, esos que por voluntad propia se ratearon de la racionalidad y reclaman libertad de pensamiento cuando se les pide que dejen el celular o paren de saltar sobre las mesas.
Nadie siente lástima por ellos. Tal vez algo de pena por el que se llevó inglés a marzo luego de pasar una vida comiendo salteado. Al clase mediero que se llevó ocho teniendo dos previas, nadie le reza un rosario. Tal vez sea por eso por lo que ninguno le da pelota al pibe de unos 16 o 17 que está a los gritos en la esquina de Emilio Mitre y Rivadavia con su uniforme del colegio que está ahí a media cuadra.
—Los odio, son mierdas y a esa hija de puta la voy a matar —exclama sin entrar en precisiones.
El pibito está sacado, fuera de sí. Una vieja que vende paltas a unos metros conversa con el canillita de un puesto que se acercó a ver qué onda y le dice que qué barbaridad, que cómo puede ser que nadie contenga al pobre chico que seguro le fue mal y está con un ataque de nervios. El pibe revolea la mochila contra un colectivo 26 que, como tiene luz verde y no se quiere fumar el quilombo de esa esquina, pasa raudo sin privarse de abrir la puerta y le grita
-Hay que ponerla más seguido, forro.
Si pretendía que con eso se calmara, la pifió porque ahora arranca las hojas de una carpeta y las rompe a mordiscones. La imagen es grotesca. Miro la mochila tirada en el cordón y veo que es de una marca que vale el triple que los zapatos que estoy pagando en cuotas desde octubre. No me animo a ir a levantarla porque hay mucha gente mirando, pero me la llevaría sin culpas porque la tiró por propia voluntad. No la agarro para que luego no anden diciendo que uno es un aprovechado, pero como la esperanza siempre está a mano, me quedo unos minutos a ver si algo rapiñeo. Cuando se acerca peligrosamente a los vidrios de una clínica privada, sale un moncho de seguridad, no mucho más viejo que el pibito, y le pide, entre amable y seco, que no se acerque a los cristales.
—Me acerco a donde se me canta la pija —grita el pibe y cuando está a punto de darle una patada al vidrio, el canillita que hablaba con la vieja le revolea una palta que le da en mitad de la nuca. Ahorita sí da para quedarse.
La gente se amucha, nadie interviene. En ese preciso instante, para un Mercedes-Benz 230, pero de los viejos, esos que eran lujosos a mediados de los setenta. Baja el que maneja —un tipo en traje— y de atrás una cincuentona con cara de hinchada las pelotas. En dos trancos llega hasta el pibe, le pone un castañazo padre delante de todos y le dice
—¡Tú me’n as marre! Mañana te vas con tu padre al cuartel; —lo sube a la parte de atrás del auto. El que manejaba, a santo de nada, se acerca al de vigilancia y le pone en la mano un par de billetes de $1000. Va hasta el cordón y levanta la mochila.
Me quedo mascando bronca.