
Crónicas VAStardas
Sembrando vientos
por Gustavo Zanella
El tipo está en la parada. Usa una pilcha de recolector de residuos, aunque no lo sea. Pantalón arremangado, chomba de un gris que ha tenido mejores días, gorrita con el logo de Aston Martin. También está su pareja, una mujer de unos 40 que parece de 70 y cuando razona lo hace como una de 19, como mucho votante en los últimos 20 años. Le faltan varios dientes. Van con 4 nenes. El menor de meses, el mayor de unos 8 años, todos varoncitos. Los tengo vistos porque se pasaron el verano entero viajando por las noches en el mismo colectivo que yo. Por lo que pude cazar, ella y los nenes iban a lo de algún pariente con pelopincho en zona sur. Los fines de semana se quedaban ahí. Él iba a cartonear, a rebuscar alguna changa, a hacer de trapito en recitales, vender choris, espejos, lo que sea para no correr la coneja. Se encuentran siempre en la parada porque ella deja pasar los bondis hasta que el tipo aparece. Son reconocibles por los nenes, particularmente quilomberos. No es algo que merezca decirse del más chiquito, cuya naturaleza es básicamente gritar, sino de los otros que nunca se quedan quietos, salvo que se los recontra cague a pedos a grito pelado o se los zamarree. Alguno se ha comido uno que otro castañazo a destiempo, pero mejor tarde que nunca.
Esta vez no están a los gritos, pero están llorando. Lloran los nenes y lloran ella con tristeza y él de bronca. Uno de los nenes se pegó un cagazo padre al pasar por la zona de Congreso durante la marcha, justo en el momento en que la policía dio vía libre a su berretín violento. Parece que los amenazaron, parece que les tiraron una bomba de humo que les cayó cerca, parece que los sacaron cagando de un local de ropa donde se refugiaron, porque el aspecto que llevan no le dio buena espina a la aspirante a clasemedia que labura en el local por un sueldo miserable. El nene, uno de los de edad indeterminada, llora compungido, presa de un miedo y angustia viscerales, como salido de la serie de fotos End Times de Jill Greenberg. Nos lo cuentan todo como pueden, a su manera, entre balbuceos y puteadas, mientras varios de la fila les ofrecemos agua fresca para tomar y lavarse la cara. También corren las aspirinas y los caramelos. Alguien ofrece una seca de porro que el padre acepta y la madre agradece, pero no agarra.
El tipo nos cuenta que la mujer y los nenes lo fueron a buscar a una changa que tiene en Uruguay y Córdoba y que, cuando intentaron cruzar avenida Rivadavia a unas cuadras del núcleo del quilombo, una camioneta de gendarmería apareció y le tiró gases a una multitud que desde el vamos intentaba evitar el tole tole. Cuenta que les gritaban «corran, negros de mierda, corran», mientras unos gendarmes bajaban con unos bastones gigantes y repartían a diestra y siniestra. Cuenta que elegían, que a los de traje no los surtían, pero que a todos los medio-pelo les dieron pa´que tengan y lleven. Ni unas viejas mormonas que repartían panfletos del señor se salvaron. Cuenta que tuvieron que caminar desde Congreso hasta Constitución porque los colectivos iban repletos y el subte para ellos es imposible por el precio. No tardaron mucho, pero cada vez que se cruzaban con un patrullero, el nene empezaba a los gritos y por las dudas, se quedaban juntitos y abrazados. Dice que los hubiera matado a todos si no hubiese estado con la mujer y los chicos. Nadie lo duda, tiene pinta de que no es ajeno a la violencia y que está bien curtido en esas lides. Mientras el tipo habla, el nene que llora interrumpe y, con los mocos colgando, agrega que él se portó bien, que no hizo nada «No como el Ricky que se porta mal siempre». Lo apunta al mayor, que mientras tanto patea una caja contra una persiana del paseo de compras que está junto a la parada. La madre le dice que se calle, que hablan los grandes, y le revolea a Ricky una tapita de gaseosa que levantó del piso. Ricky se queda quieto 30 segundos y vuelve a lo mismo. De lejos se le ve la cara y también es un menjunje de mugre y lágrimas.
El pibe más impactado llora con cada bocinazo, contagiando al más chiquito. El otro, el que está entre él y Ricky, está soldado a las piernas del padre. El que les regaló caramelos parece que no fue muy equitativo con todos y al que está con el padre le dio más que a los otros. Se los metió en la boca todos juntos y apenas puede masticar y respirar al mismo tiempo. Aun así le tira de los pantalones al padre para que le preste atención:
—¿No nos van a pegar más? —pregunta.
—No nos pegaron, ni nos van a pegar —contesta el padre hinchando el pecho, como imaginándose en el papel de proveedor de bienestar que estos tiempos le niegan.
—¿Y si mejor les pegamos nosotros antes? —pregunta el nene, pícaro.
Es de manual: los chicos y los locos siempre dicen la verdad. Mucho progre indignado desde su sillón con aire acondicionado debería también rumiar la idea.