El costo social del superávit: ¿quiénes pagan el ajuste?
por Juan Pablo Costa
Milei ganó las elecciones prometiendo equilibrio fiscal o Déficit cero, sobre la base de un feroz ajuste a la casta política. El planteo consistía en una quita de privilegios de la clase política para, de esa forma, achicar el Estado y permitir a la Argentina recuperar el supuesto lugar de liderazgo económico que ostentaba a principios del siglo XX. Una vez presidente, su programa económico consistió en una devaluación histórica, una licuación de ingresos y salarios, y un ajuste del gasto público en prácticamente todos los rubros.
La casta es el otro
Uno de los méritos de Milei candidato fue popularizar el ajuste. Machacar y machacar hasta que una parte de los sectores populares comenzó a defender la tesis que achicar el Estado es agrandar la Nación. Y qué mejor que cortar de cuajo el gasto público para achicar el Estado. Parte de la operación consistió en escindir, en la cabeza del electorado, el gasto público del ejercicio de derechos. Posiblemente Milei no hubiera sido muy exitoso si centraba su campaña en la necesidad de eliminar la inversión en agua potable y cloacas, recortar la salud o cerrar las universidades públicas. Por eso, la estrategia consistió en hablar de la casta política. Ese cúmulo difuso de funcionarios que viven, según el manual libertario, una vida desenfrenada de riquezas y privilegios.
Sin embargo, la realidad es otra bien distinta. Con independencia de las implicancias éticas de la austeridad, con las que uno puede identificarse, el gasto en los funcionarios públicos es realmente muy bajo en comparación a otros rubros de la administración pública. A contramano de la imaginación popular, donde los privilegios y la corrupción son la norma, el Estado tiene una estructura de gasto con altísima preponderancia de los servicios sociales, que se llevan casi el 70% del total del gasto. Pero seamos más específicos. Cuando decimos servicios sociales nos referimos a: agua potable y alcantarillado; ciencia y tecnología; educación y cultura; desarrollo social; salud y trabajo; vivienda y urbanismo; y los servicios de seguridad social. Es más, sólo este último, la seguridad social, o sea el pago de jubilaciones y pensiones, se lleva la mitad del total del gasto público. Sí, no es un error de tipeo, el 50% del gasto del Estado está dirigido a pagar jubilaciones y pensiones.
Alguien podría argumentar que la cuestión no es recortar ahí sino en los privilegios de los funcionarios. Así se equilibran las cuentas y asunto resuelto. Pero la realidad, obstinada, lo contradice. ¿Cuánto representa la partida de gastos para funcionarios? Podemos tener un acercamiento a través de la función presupuestaria “Dirección Superior Ejecutiva” que representa un 0,25% del total del gasto público. Es decir que, aún si todos los funcionarios dejaran de percibir salarios -que dicho sea de paso sería el sueño húmedo de quienes quieren que la política sea sólo para las élites- el ahorro público sería sólo del 0,25% del presupuesto nacional.
Por eso, cuando Milei proponía una drástica reducción del gasto público, muchos alertaban -alertábamos- que ello sólo podría hacerse afectando el gasto previsional y social. Sin dudas, este es uno de los componentes de la estafa político-electoral pergeñada por La Libertad Avanza. Es que, si bien la estructura del gasto público puede ser desconocida para mucha gente, tanto Milei como su equipo la conocían bien. Ellos siempre supieron que lo que venían a hacer no era cortar con los privilegios de la política, los que, por otro lado, no hicieron más que aumentar; sino que su tarea era extirpar, de una vez y para siempre, la distribución del ingreso vehiculizada mediante el gasto público y, para ello, debían atacar frontalmente la cobertura de la seguridad social en nuestro país.
La casta somos todos
Una de las primeras medidas del gobierno libertario fue la modificación de la movilidad jubilatoria mediante decreto. La propuesta del gobierno fue abandonar la movilidad anterior, basada en la evolución de los salarios y la recaudación, por una simple indexación mensual atada al Índice de Precios al Consumidor, es decir, a la inflación. Aquí conviene detenerse a analizar la medida.
En principio, es entendible que la indexación por inflación suene atractiva para los jubilados. Uno tiende a pensar que una indexación es garantía de que no perderá contra la inflación, lo cual en principio es cierto. Pero, como siempre, el diablo está en los detalles. En primer lugar, la vieja fórmula de movilidad llegó hasta el mes de diciembre; y el gobierno propuso que la modificación se haga efectiva tomando la inflación desde el mes de febrero. El resultado es que la inflación del mes de enero quedó en un limbo, y por lo tanto no se incorporó en los haberes jubilatorios. Justo el mes de 20% de inflación mensual. Detalles.
En segundo lugar, es necesario entender que una fórmula que indexa por inflación protege de la pérdida de poder adquisitivo, sí, pero también evita que los haberes crezcan en términos reales en escenarios positivos. Es, en ese sentido, un verdadero congelamiento de los haberes en términos reales. Por ello, la verdadera política del gobierno fue una enorme licuación de las jubilaciones en diciembre, mediante la devaluación del 118%; para luego, una vez ubicados a los haberes en mínimos históricos, imponer la indexación para garantizar que dichos haberes no crezcan en términos reales.
Podemos afirmar que el gobierno libertario tenía claras las prioridades de gestión, y la necesidad de licuar el gasto en la seguridad social. El presidente Milei infla el pecho de orgullo y muestra el supuesto saneamiento de las cuentas públicas mediante el superávit fiscal. ¿Pero quién financia el superávit? ¿Es un esfuerzo compartido por el conjunto de la sociedad? ¿Acaso el sector empresario resigna rentabilidad en pos del equilibrio fiscal? Lamentablemente no. Los datos de la Oficina Nacional de Presupuesto, procesados por el CEPA, muestran que el 26,5% del ajuste descansa sobre los hombros de jubilados y pensionados; el 23% es el producto del congelamiento de la obra pública; el 14% deriva de los aumentos de tarifas; el 10% de la reducción de prestaciones sociales; y el 4% del ajuste a las universidades públicas. La casta somos nosotros.
La reforma jubilatoria
La ley de movilidad votada por amplia mayoría en ambas cámaras, y luego vetada por el presidente, pretendía subsanar parte de estos problemas. En primer lugar, además de indexar mensualmente tal cual es la propuesta oficial, también estipulaba un incremento de las jubilaciones del 8% por única vez, para subsanar el descalce mencionado por la inflación del mes de enero. En segundo lugar, establecía que el haber mínimo no podría nunca ser inferior a la Canasta Básica Total de un adulto más un 9%, lo que establecía un piso jubilatorio asociado a un conjunto de bienes y servicios esenciales, y eliminaba discrecionalidad de este o cualquier otro gobierno. Finalmente, establecía un criterio para que los haberes crecieran en términos reales: en marzo de cada año se evaluaría la carrera de la inflación y los salarios durante el año anterior. En aquellos años que los salarios le ganaran a la inflación, se incrementarían los haberes jubilatorios por el 50% de la diferencia entre ambos índices. De esa forma, el eventual crecimiento económico y la mejora de los salarios llegarían a los jubilados.
El presidente vetó la ley con el argumento del equilibrio fiscal. Sin embargo, el costo fiscal de esta ley era equivalente al gasto tributario asociado a la reducción de Bienes Personales que impulsó el oficialismo, siendo un impuesto patrimonial que paga la población más rica del país. Es decir que el gobierno explícitamente elige reducir la carga impositiva sobre el 1% más rico antes que incrementar los haberes jubilatorios. Prioridades.
El presupuesto 2025 y su regla fiscal
Ello está a tono con el presupuesto 2025 recientemente ingresado al Congreso, el cual incluye una cláusula presentada como una regla fiscal de aquí en más, para todos los presupuestos. La regla fiscal dice que si finalmente la recaudación fuera superior a lo estimado, automáticamente el gobierno reduciría impuestos; y si la recaudación se reduce, por ejemplo, ante el escenario de una caída de la actividad económica, entonces de forma automática se reducirían las partidas de gasto no automático, léase salud, educación, universidad, obra pública, desarrollo social, entre otras. Analicémoslo con más detalle.
Lo que el gobierno está proponiendo es que el presupuesto de gastos sea un techo, ya que siempre habrá espacio para reducir dicho gasto, pero nunca para ampliarlo. Al revés, siempre habrá espacio para reducir la carga tributaria al capital, pero nunca para incrementarla. Además, en años de buena recaudación, el gobierno reducirá impuestos, generando un techo más bajo de recaudación, lo que más tarde provocará necesarios ajustes en el gasto.
Lo que aquí se observa es un meticuloso programa de reducción progresiva del gasto público en pos del achicamiento del Estado. Sin embargo, el gobierno debería saber que hasta lo más sesudos programas se pueden estrellar con la realidad. La regla fiscal que impulsa Milei está inspirada en la Ley de Déficit Cero impulsada por De la Rúa en julio de 2001. En aquel entonces, se insistía que con dicha ley se lograría un shock de confianza para la llegada de inversiones. Hoy, al igual que entonces, se ubica al equilibrio fiscal y financiero como el eje de los problemas nacionales. Hoy, al igual que entonces, se realiza un furioso ajuste de las cuentas públicas sobre las espaldas de los sectores populares. Hace casi 23 años, el resultado fue un estallido social y un proceso de movilización política y social que dejó una huella profunda en la Argentina. La pregunta hoy, entonces, es hasta dónde aguantará la paciencia social.