El Derecho a conocer la Historia
Por Norberto Galasso
Tanto la Constitución Nacional, como diversos pactos internacionales, reconocen a todo ciudadano un conjunto de derechos, que se han venido ampliando con el transcurso del tiempo. Sin embargo, a veces se aduce, con razón, que esos derechos, reconocidos por la ley y por la opinión mayoritaria de la sociedad, las más de las veces no pueden ser ejercidos concretamente, especialmente dada la desigualdad social reinante: la auténtica libertad de prensa requiere ser dueño de un diario, el derecho a transitar depende del dinero para pagar el pasaje, etc.
Si ahondamos la cuestión, podríamos sostener también que el verdadero ejercicio de esos derechos exige, como condición para quien los ejerza, el conocimiento de quién es él mismo, cuál es el país en que vive y cuál el rol que debería desempeñar para el progreso suyo y de sus compatriotas.
Pero, para ello, es obvio que debe conocer profundamente la historia del país, a la luz de la cual se tornará comprensible su propia vida. Si, por el contrario, desconoce los rasgos fundamentales de la sociedad en que vive y las razones por las cuales ella es como es, puede resultar que ejercite sus derechos de una manera tan errónea que contraríe los propios objetivos que busca concretar. Por ejemplo, quien suponga que los latinoamericanos son abúlicos y perezosos -por motivos raciales- desconfiará seguramente de aquellos «oscuramente pigmentados» y los denigrará, cuando, sin embargo, la verdadera historia le demostraría que ellos fueron los soldados de la independencia y que dieron su vida a movimientos políticos que provocaron un fuerte progreso de nuestros países.
El derecho de conocer la Historia Argentina resulta, pues, indiscutible para todos los habitantes del país, como instrumento fundamental para conocer quiénes somos, dónde estamos y hacia adónde vamos.
La Historia Oficial
Sin embargo, la Historia que se nos ha venido enseñando, generación tras generación, de Mitre hasta aquí, no cumple esa tarea de ofrecernos un cuadro vívido y coherente de nuestro pasado, desde una óptica popular. Se trata, en cambio, de un relato construido desde la óptica de las minorías económicamente poderosas estrechamente ligadas a intereses extranjeros, expuesto como sucesión de fechas y batallas cuya relación, más de una vez, aparece como arbitraria o sólo generada por enfrentamientos personales. Durante largos años, diversos investigadores la impugnaron- generalmente desde los suburbios de la Academia, pues ésta se halla controlada por la clase dominante- y en muchas ocasiones ofrecieron pruebas irrefutables de que la Historia oficial no era, en manera alguna, «la historia argentina», es decir, el relato interpretativo de nuestro pasado, visto con una «óptica neutra y científica, alejada de las pasiones políticas», como lo pretendían los docentes de antaño, por supuesto, con total buena fe. Se demostró que en el campo de la heurística (cúmulo de datos, documentos, objetos, etc. que constituyen la materia prima de la historia) se escamoteaban muchos sucesos: por ejemplo, que Olegario Andrade no era sólo poeta sino militante y ensayista político, al igual que José Hernández, que los negocios del Famatina gestionados por Rivadavia implicaban una colusión de intereses privados con la función publica, que tanto San Martín como O’Higgins odiaban al susodicho Rivadavia, que la represión de los ejércitos mitristas en el noroeste, entre 1862 y 1865, significó la muerte de miles argentinos y hasta, durante largo tiempo, se ocultó la batalla de la Vuelta de Obligado para no reconocer el mérito de Rosas, aún disintiendo con su política interna, de defender la soberanía de la Confederación. Asimismo, se demostró que en el campo de la hermenéutica (la otra columna de la historia, referida a la interpretación, que explica la concatenación de los hechos históricos entre sí) también se habían tergiversado figuras y sucesos, como, por ejemplo, mostrar al buenazo del Chacho Peñaloza como autoritario y represor para justificar que los «civilizadores» le cortaran la cabeza y la expusieran en una pica en Olta, suponer que San Martín estaba mentalmente declinante cuando le legó su sable a Rosas, siendo que el testamento lo redactó a los 65 años (siete años antes de su muerte).
Estas críticas provinieron, inicialmente, del nacionalismo reaccionario -denostador de Sarmiento por la defensa de la enseñanza laica y no por sus concesiones al mitrismo- y también de investigadores que carecían del título de historiadores, por lo cual la clase dominante los desplazó a los suburbios de la cultura y ni siquiera se dignó polemizar con ellos. Más tarde, cuando otras críticas provinieron de un marxismo que echaba raíces en América Latina, también se las descalificó por carecer de óleos académicos.
Por supuesto, un pensamiento liberal honesto -aunque con ataduras a los intereses económicos dominantes- hubiese reconocido que inevitablemente existe «una política de la historia» y que, en razón de esto, las diversas ideologías que disputan en el campo político, también lo hacen en el terreno de la interpretación histórica. Hubo algunos, es cierto (quizás podrían citarse a Saldías y a Pérez Amuchástegui), que no obstante su concepción liberal, se negaron a convalidar muchas fábulas inconsistentes, pero, en general, los historiadores oficiales se abroquelaron en la versión mitrista, divulgada por Grosso, y condimentada por Levene, Astolfi , Ibáñez y tantos otros, y luego, en el «mitrismo remozado» por Halperín Donghi. Con la ayuda de otras disciplinas -que le otorgaban cierta verosimilitud científica- la «Historia social» ofreció, entonces, una versión aggiornada de la vieja historia oficial, en la cual los héroes tradicionales- quienes todavía dan nombre a plazas, calles, localidades, etc. – permanecieron incólumes mientras los «malditos» continuaban siendo vituperados (Felipe Varela por fascineroso, Facundo por bárbaro, Dorrego por díscolo) o sepultados en el más absoluto silencio («Pancho» Planes por morenista, antirrivadaviano y dorreguista, Fragueiro por pretender una banca social, el viejo Alberdi por condenar el genocidio perpetrado en Paraguay, David Peña por «facundista» y «dorreguista», Rafael Hernández por industrialista, Juan Saa, Juan de Dios Videla y Carlos Juan Rodríguez por federales enemigos de la oligarquía porteña). Igual destino sufrieron los historiadores heterodoxos, que se apartaron de la línea oficial, aislados, silenciados, hundidos en el olvido, como Ernesto Quesada, Manuel Ugarte, Juan Álvarez, Francisco Silva, Ramón Doll, Rodolfo Puiggros, Enrique Rivera y tantos otros.
Como señaló con mordacidad Arturo Jauretche, «esa historia para el Delfín, que suponía que el Delfín era un idiota» no sirve para que un argentino se reconozca por tal, para que entienda su condición latinoamericana a través del auténtico San Martín (cruzando los Andes con bandera distinta a la argentina, la cual sólo los cruzó en la imaginación de la canción escolar, y más aún, haciendo la campaña al Perú bajo estandarte chileno) o encuentre que una política de expropiación a las grandes intereses tiene sus antecedentes tanto en el mismo San Martín en Cuyo, como en el Moreno del Plan de Operaciones, así como la defensa de la industria nacional viene desde Artigas, pasa por San Martín y se consolida en Rafael Hernández y Carlos Pellegrini. Tal historia -agregaba Jauretche- «le ha quitado el opio que tomaba San Martín para calmar sus dolores estomacales» por considerarlo mal ejemplo para los alumnos, con lo cual San Martín continúa retorciéndose de dolor, mientras el opio se ha transferido a la Historia Escolar con el consiguiente adormecimiento de los alumnos.
No extrañe, entonces, que muchos argentinos de hoy no sepan quiénes son, ni en qué lucha insertarse, ni qué gestas del pasado continuar y concluya en el desánimo o el pasaporte. Le han robado su derecho a conocer la propia Historia, para robarle su derecho al futuro.