El retorno de Incarry: cuando la tortilla se vuelva

por Marcelo Valko

Dicen que llegará un día
Desde hace cinco siglos, en algún lugar de los Andes, una cabeza madura como un fruto y se prepara solitaria y mágica para expulsar a los invasores de su territorio. Según el mito de Inkarry, la cabeza de Atahualpa, decapitado por Pizarro en 1533, crece de arriba hacia abajo, recuperando su cuerpo de modo lento pero inexorable. Cuando el soberano esté completo emergerá de la tierra y derrotará a los invasores, liberando el imperio de los cuatro Suyos. Sin embargo, existe un detalle que conviene tener presente. Los escritos dejados por los cronistas sobre el asesinato de Atahualpa afirman que el Inca no murió decapitado sino asfixiado mediante un torniquete en el cuello causado por el “garrote vil”, es decir, la cabeza se mantuvo en su sitio.

Para analizar esta compleja creencia popular, además de hacer hincapié en la tradición oral, rastrearemos su concreción en dos imágenes oriundas del altiplano, una de las cuales, al menos, data de los primeros decenios de la conquista y la otra, apenas algo posterior, que comulgan con el imaginario sobre Inkarry. Anticipamos que las pinturas ensambladas en la trama del mito demuestran cómo la ejecución del Inca, aquel acontecimiento intolerable para el pueblo andino, aquello que NO debió pasar, al menos sucedió de un modo verosímil, facilitando la posibilidad de manipular ese cataclismo.

El eje de este artículo apunta a discutir la construcción y el mantenimiento de un discurso de resistencia relatado en la voz visceral de los herederos de una gran historia, que pese al agobio cultural y la marginalidad económica no dejan de esperar un tiempo glorioso de la mano de Inkarry. Por razones de espacio, nos detendremos en lo indispensable en la historia, que evoca la tragedia de Atahualpa, para que se comprenda cómo ese fruto mesiánico participa en la elaboración del andamiaje de la gran utopía de la América Profunda.

El mito de Inkarry es detectado a mediados de 1950 en la comunidad de Puquio, Perú, por José María Arguedas, advirtiendo que gozaba de una popularidad tan impensada como secreta. La voz Inkarry es una construcción semántica conformada por el mestizaje entre el término quechua “Inca” y el castizo “Rey”. Incluso la palabra Incarrey es mencionada directamente por algunos informantes. Sonorizada como Inkarry es depositaria, además, de un plusvalor de significación proveniente de la época en que se sublevó José Gabriel Condorcanqui, conocido como Túpac Amaru II. En 1781, los rebeldes propagan “ya tenemos Inca-Rey”. Pronunciar “Inca Rey” o “Rey Inca” causaba tal estupor en unos y euforia en otros, que las autoridades coloniales llegaron a dictar un bando asombroso prohibiendo el uso del apelativo “Inga”. Por lo pronto, la palabra Inkarry además de subrayar la idea de potestad y mando, condensa una serie de figuras legendarias e históricas desde Manco Cápac a Condorcanqui, pero sobre todo alude en forma más que explícita al calvario de Atahualpa. El mito trasmitido de padres a hijos desde hace cinco siglos afirma que Inkarry es un personaje semidivino, hijo de un dios y una mujer salvaje, que tuvo la potencia de hacer y desear, arrear grandes piedras, e incluso podía detener el tiempo, encerrar al viento o amarrar el sol. Fue el héroe civilizador que fundó la ciudad de Cuzco, el centro del mundo, y enseñó a los ancestros numerosas artes y conocimientos esenciales. En numerosos casos tiene un hermano gemelo o un competidor, su igual a quien denomina Españari (el Inca de los Españas) que más tarde lo atrapa y luego termina asesinándolo por ambición. Distintos relatos recuerdan con mayor o menor precisión el episodio de la entrega de la Biblia por el Padre Valverde y la actitud de Atahualpa que la arroja al suelo porque no le dice nada. En otras versiones, su ignorancia en relación con la lectura será causa de su muerte. El Inca es capturado, le toman sus mujeres, le roban sus tesoros y finalmente lo decapitan. En otros casos, las versiones coinciden en visualizar a los españaris o al Presidente como los culpables de la muerte y desaparición de la cabeza que llevan secuestrada a Cuzco, Lima o Barcelona. Y aunque la cabeza se encuentra en poder de sus enemigos, dicen que está creciendo hacia sus pies. El dato más significativo a tener en cuenta es que la cabeza crece sin pausa de arriba para abajo. Dicen que un día llegará y, ese día, su cabeza y su sangre despertándose se reunirán con los huesos de su carne. Ese día la tierra amanecerá, y las serpientes volarán en la oscuridad. Todos estos presagios tienen una implicancia ineludible: el cuerpo terminará por completarse. Cuando eso suceda, expulsará a sus enemigos recuperando su imperio. Inkarry de todas maneras volverá. ¿Por qué no volvería?

Retratos de la degollación que no fue
Cómplices de la necesidad del mito de Inkarry por mostrar una decapitación que no existió para así poder articular un discurso sobre un muerto que retorna justiciero del más allá y que además se reconstituye, analizo a continuación dos representaciones que muestran el momento preciso en que el Inca es decapitado según la creencia popular. La primera es un dibujo de Guamán Poma de Ayala y corresponde a su obra Nueva Crónica y Buen Gobierno escrita en Perú entre 1580 y 1615, con el propósito explícito de advertir al Rey sobre los atropellos que cometen los funcionarios de la corona contra sus fieles vasallos indígenas. Se trata de un libro que fusiona palabras e imágenes. Esta peculiar combinación de una mente andina utilizando procedimientos occidentales produce como resultado unos diseños muy logrados pese a la austeridad de recursos empleados. El dibujo que nos interesa muestra al Inca acostado; entre sus manos atadas introdujeron una cruz y se encuentra rodeado por cuatro conquistadores. Tres de ellos lo sujetan y el cuarto, que oficia de verdugo, sostiene un hacha y se ayuda de una maza para golpearla y así cercenar su cuello. En el sector superior de la lámina, una leyenda anuncia: Cortanle la cabeza a Atahualpa Inca. La simplicidad compositiva de los trazos lineales de Guamán acentúa la dramaticidad del evento y el título; evita la polisemia de la imagen, anclándola en el suceso puntual que le interesa exponer. Más adelante dibuja de un modo idéntico la ejecución de Túpac Amaru I en 1572, modelo del que no se aparta. Los verdugos también son cuatro. El inca se encuentra en la misma posición y debajo de él se ve una hilera de indios llorando la muerte de su Señor. Guamán Poma, contemporáneo de este suceso, escribió dentro de la tremenda conmoción del imaginario andino que no terminaba de asimilar un cataclismo tras otro. Túpac Amaru I había sido capturado en la fortaleza del Vilcabamba por Toledo. La ejecución del segundo Inca ajusticiado por los españoles no solo fue pública sino multitudinaria. En este caso sí fue decapitado. Otros autores, basándose en esto último, señalan que debido al tremendo impacto escénico de su muerte, la iconografía posterior que ilustra ambos acontecimientos reprodujo para Atahualpa la ejecución de Túpac. Aunque rescatamos esta idea que nos parece correcta en esencia, no alcanza para explicar la yuxtaposición de uno sobre otro. Cada uno de los Incas poseía su nombre, atributos, hazañas y muertes que quedaban para la posteridad. La sola impresión de la muerte de Túpac Amaru no alcanza para derramarse masivamente sobre Atahualpa. Es improbable que una cultura acostumbrada por siglos a una tradición oral aferrada a la memoria desfigurara semejante “detalle” en tan corto tiempo construyendo el Inkarry, sino estuviese motorizado por una necesidad imperiosa del imaginario.

La segunda prueba “fotográfica” que atestigua la antigüedad de tal distorsión histórica es un lienzo de la Escuela Cuzqueña llamado La degollación de D. Juan Atahuallpa en Cajamarca que se encuentra en el Museo de Arqueología del Cuzco. Este óleo de autor anónimo representa el mismo hecho que ilustra Guamán Poma, pero con la diferencia que lo enmarca dentro de una compleja serie de escenas. Por su rareza, es una pintura de indudable importancia realizada entre los siglos XVI y XVII. Por lo pronto, el lienzo tiene más de tres siglos de antigüedad, circunstancia que confirma la continuidad temporal de una decapitación que no existió y que a su vez sirve de apoyatura y es producto del mito.

En La degollación…, realizada sobre un fondo rojo, intervienen decenas de personajes distribuidos en grupos, con un desarrollo en paneles en los que no existe interés por la perspectiva o el claroscuro. En el sector central, debajo de un arco iris que atraviesa la escena de lado a lado y que centra la vista del observador, hay cuatro personajes y una cabeza: el Padre Valverde, Atahualpa decapitado, el verdugo que exhibe la cabeza y un asistente. Del cuello cercenado de Atahualpa, que está de pie junto a la mesa del suplicio, brotan tres chorros de sangre a modo de una flor de lis. Resulta más que llamativo como el arco iris, insoslayable divinidad indígena, logra colarse en el centro de la composición. Las etiquetas verbales bajo las figuras principales con sus nombres propios indican una preocupación por articular lo icónico y lo lingüístico desde una plataforma histórica verosímil. Quien contempla la imagen no puede equivocarse respecto del asunto narrado.

Su lectura se desarrolla de abajo hacia arriba en un ritmo coreográfico que rememora el drama cósmico de la muerte de un personaje divino. Muestra dos mundos enmarcados por dos techos: el superior, con aristas agudas, representa el orden del ámbito occidental. Allí está Pizarro en un sitial privilegiado, acompañado por una serie de personajes españoles. Más abajo, la cabeza goteando sangre pone en evidencia la tragedia en que está sumido el mundo indígena. La escena se encuentra enmarcada dentro de la curvatura del arco iris, símbolo no sólo de la realeza del Sapay Inca, sino también de lo germinativo. La percepción del observador selecciona este conjunto central y de allí parten líneas que se desplazan hacia el resto de las escenas que complementan la información, como se muestra arriba con la procesión que lleva al cadáver del Inca hacia la capilla de la cárcel. Curiosamente, en la escena del cortejo fúnebre, la cabeza del Inca se encuentra ensamblada en el cuerpo. Esto resulta especialmente significativo dado que en este cuadro el Inca aparece con y sin cabeza, demostrando como la verdad histórica queda opacada por la lectura que el imaginario andino realiza de la ejecución. Otro punto interesante radica en que la procesión lo conduce para ser enterrado en “la cárcel”. La tumba-cárcel es un doble encierro para garantizar a los españoles que no salga, para que no se cumpla el presagio del mito. En este caso, también el sepulcro puede ser visto como un espacio de transfiguración, de resurrección.

La presencia de Mama Ocllo evoca a la mística lunar de desaparición y reaparición. Sin embargo, lo más llamativo de este personaje que en los Andes representa lo femenino por antonomasia es la ausencia en el sector equivalente de su contraparte masculina. En el imaginario indígena todos los seres tienen su pareja sexual, su complemento: Yanantin Yanaimi. Incluso cada montaña macho tiene una montaña hembra con la cual está en sintonía y es el principio dual por antonomasia. La soledad de esta mujer, en principio inexplicable desde el imaginario andino, cobra sentido si descubrimos que su “pareja” es nada menos que el Inca Atahualpa que está siendo decapitado en la escena principal. Atahualpa, el último hombre, ocupa el rol del primero, el fundador Manco Cápac, transformándose en el primer y último Inca. La solitaria figura de Mama Ocllo, la viuda, habla de la presentificación de la ausencia. El título La degollación de Don Juan Atahualpa hace alusión a “Juan”, su nombre de bautismo y al título de “Don”, adoptado para su conversión al catolicismo. Bien podría decir “degollación del Inca Atahualpa”, o “degollación de Atahualpa” a secas. Resaltar su conversión, subraya su injusta muerte dentro de la ley del nuevo Dios, y también coincide con la visión que Guamán Poma tiene del asunto cuando dice que murió mártir cristianísimamente para referirse a este asesinato primordial. En definitiva, este lienzo que no contó con la apoyatura del dibujo de Guamán presenta, sin embargo, la decapitación del Inca como eje central.

Tengamos en cuenta que, en medio de un desastre general de epidemias, descenso demográfico en caída libre y un reemplazo atroz de las relaciones económicas de producción, bastaron apenas cincuenta años entre la ejecución de Atahualpa en 1533 y el dibujo de Guamán Poma para que el mundo andino consiguiera reemplazar la verdad histórica por un relato verosímil, donde el mito la sustituye por completo, sintetizando nombres y ejecuciones, asociando cabezas y retornos. El dibujo de Guamán Poma es un sincero precedente iconográfico donde se representa al verdugo con el hacha próximo a cortar la cabeza del Inca, siendo una radiografía de un momento crucial del imaginario andino. Nadie conoció su manuscrito, que permaneció extraviado hasta 1908. La obra congela el imaginario cultural de la sociedad indígena al finalizar el siglo XVI.

Historia y distorsión
Declarado hereje por el analfabeto Pizarro, que lo acusa además de “los delitos comprobados de incesto, poligamia, idolatría y subversión», el Inca fue condenado a morir en la hoguera. Aunque le advierten que le conmutarían dicha pena por la del “garrote”, a condición de hacerse cristiano. Nada más angustioso en el ámbito andino que sufrir la destrucción del cuerpo, siendo imposible la preservación de su momia (mallqui), puerta de ingreso a la eternidad. Al único efecto de evitar ser reducido a cenizas, Atahualpa decide aceptar la administración del bautismo. Es algo más que un canje. Se trata de la última jugada del Inca pensando en el más allá para conservar su mallqui. El episodio narrado por distintos cronistas demuestra que el procedimiento utilizado para ajusticiar al Inca fue por asfixia mediante el llamado “garrote vil”. Los cronistas señalan: «El Gobernador mandó que no lo quemasen, sino que lo ahogasen atado a un palo en la plaza, y así fue hecho: y estuvo ahí hasta otro día por la mañana…» (Francisco de Jerez); «y le dieron garrote y al otro día le enterraron en la iglesia» (Pedro Pizarro); «él amaneció una mañana dado garrote» (Fray Martín de Murúa); «aunque había sido sentenciado a ser quemado vivo, se le aplicó un torniquete al cuello y así murió ahogado» (Pedro Sancho). Quien más, quien menos, habla de la injusticia o improcedencia de esa muerte real, otros la justifican, pero ninguno de los testigos menciona la decapitación. Es más, el cuerpo de Atahualpa amarrado a una picota fue expuesto durante todo un día en Cajamarca. Al día siguiente, Pizarro ordena llevar al Inca al antiguo templo del Sol, convertido en la iglesia de San Francisco, para realizar sus exequias con gran despliegue. Atahualpa es sepultado bajo tierra. Esta práctica mortuoria de los invasores que condenan al cuerpo a una segura putrefacción provoca un horror adicional al ignorar la posición fetal. Los partidarios del Inca se ponen en campaña y días después, el cuerpo desaparece misteriosamente. No se trata de un detalle trivial y posee la misma trascendencia que tendría para el imaginario católico la diferencia entre la resurrección de Cristo al tercer día o si el cadáver fue robado por los apóstoles para forzar el cumplimiento de la profecía. Quienes no pudieron liberar a Atahualpa con vida, al menos lo rescatan de la segura descomposición. Secretamente desenterraron el cuerpo donde estaba sepultado y huyeron con él para someterlo a su embalsamamiento. Ocultaron su mallqui o momia en alguna cueva recóndita de las serranías de Quito, donde residían las bases que lo habían apoyado en la guerra contra Huascar. Al preservar su momia, Atahualpa tiene la seguridad de continuar su vida en otro plano. Desde ese momento, realidad y mito, nostalgia y rebelión se funden en una clandestinidad propicia para la metamorfosis. A partir de ese momento la leyenda se apodera del Inca. Es pertinente señalar que horas antes de morir había prometido a sus mujeres que regresaría de la muerte, que lo esperasen en Quito, que retornaría transformado en culebra. Según el cronista, Pedro Pizarro auguró que, aunque le matasen, iba a volver a ellos, que el Sol su padre lo resucitaría… Se mostraba confiado, ya que en otra oportunidad al ser capturado por tropas de Huascar, también había conseguido burlar una muerte segura transformado en serpiente.

Inkarry tiene presente el secuestro del Inca, el rescate exigido por los captores de las habitaciones repletas de oro e incluso hace referencia a sus mujeres tomadas por soldados españoles. El mito pone en evidencia y tiene plena conciencia de la incomprensión cultural entre unos y otros; repetidamente trata el tema de la importancia de la lectura. Para Inkarry las letras son huellas de pájaro que ensucian las hojas y, por su parte, los españoles enfrentados a los quipus los consideran hilachas de tejido de ropa vieja. El episodio de Valverde sigue presente cuando señala que a Inkarry lo degollaron porque no era capaz de leer. En algún punto lo equipara con Pizarro, que era un analfabeto incapaz de escribir siquiera su propio nombre. En todos los casos, al hablar de la decapitación e incluso hasta del desgarramiento, se alude a la derrota. La cabeza de Inkarry se convierte en el botín, por eso es secuestrada y ocultada como un tesoro. Su muerte trae aparejada ausencia y orfandad. Ya ni su ley se cumple: cuánto le hemos llorado. Todos los pueblos sufrimos su muerte. Si él estuviese vivo entre nosotros, si hubiese vencido al presidente, seríamos ricos, las papas más grandes, los choclos más grandes. No seríamos pobres como ahora. Sin embargo, el Inca retornará como Rey y se instalará en su trono, desalojando para siempre el dominio extranjero mediante una suerte de cataclismo o juicio final. El caos terminará con un nuevo Pachacuti, con un nuevo reordenamiento de la tierra. Acabará el oprobio, el sufrimiento que causó su muerte y regresará el tiempo de la abundancia y felicidad en que vivían los ancestros. Por fin llegará ese día que amanecerá en el anochecer.

Si hacemos hincapié en la distorsión histórica de un decapitado que no perdió la cabeza, no es para marcar o corregir un “error popular” que lleva cinco siglos, sino para mostrar hasta que punto es acertada y necesaria la lectura que el mito realiza de un acontecimiento histórico intolerable. La narración de Inkarry no es una ocurrencia de alguna comunidad aislada, ni mucho menos una creencia pasajera que será olvidada como otras tantas a lo largo de la historia. Pese a los fórceps del sometimiento mental, el mito de Inkarry es una reacción de la cultura andina que convierte a la cabeza en una suerte de tubérculo. Es una especulación legítima que no admite la derrota, que procesa la información y no acepta el desamparo provocado por los asesinatos de Atahualpa, Túpac Amaru I y Túpac Amaru II. Sus muertes no son verosímiles. La negación de las víctimas se transforma en una resistencia efectiva y siempre será el mismo Inca al que se mata y vuelve a retoñar; es una misma cabeza que se corta a través de los siglos. De hecho, algunas versiones de Inkarry confunden a Atahualpa con Túpac Amaru II. Cuando José Gabriel Condorcanqui adopta el nombre de Túpac Amaru II para iniciar la mayor sublevación de la época colonial, esa asunción nominal habla de una continuidad, de una mismidad, de una prolongación como el apellido que un padre lega a un hijo. Sólo que, en este caso, es el hijo huérfano quien decide adoptar el nombre de su padre desaparecido. Ese fundirse en el nombre apunta a que siempre es la misma acción de unos y otros que se reitera, como un mensaje; en definitiva, como una conducta ritual que presentifica una ausencia primordial. Todos los rebeldes serán el Inca asesinado una y otra vez.

La utopía latente
Las mitologías expresan los odios, temores y deseos de los pueblos que las generan y mantienen vigentes. Cuando se trata de culturas que pese a la derrota continúan resistiendo desde otros planos, como el movimiento del Taky Onkoy o con el inocente Ekeko, estas demandas se reiteran con una insistencia sospechosa, con una obstinación de práctica diaria que convive en la cotidianeidad de mercados y plazas, constituyendo la última retaguardia simbólica de sus comunidades, que se refugian naturalizando aquellos sustratos legendarios. Vimos cómo la leyenda de Inkarry es una reactualización histórica que arranca de muy lejos en el tiempo y que se mantiene reconocible aun dentro de su metamorfosis. Se trata de una necesidad cultural por decir, una obsesión por hablar y repetir a lo largo del tiempo una certeza comunitaria, en este caso la injusticia perpetrada contra los andinos y su reivindicación futura, como un conjuro mágico que se reitera una y otra vez, que nos persiste y envuelve en una compleja trama de asociaciones hasta que ese eco obtenga respuesta.

Con los elementos de juicio reunidos hasta aquí podríamos preguntarnos: ¿por qué esa insistencia en un descabezamiento que no existió? La respuesta es simple: fue necesario. Si la cabeza y el cuerpo no estuviesen desunidos, sería imposible la reunión de las partes dispersas para conformar un nuevo todo de liberación. El mecanismo no es tan evidente como parece. El cercenamiento es imprescindible para que pueda crecer, reconstituirse y mantener la esperanza palpitante. La separación también implica necesariamente un tiempo indeterminado para su reconstrucción, un tiempo del “mero estar”. En ocasiones, cuando el imaginario cultural está inmerso en un paradigma, incluso sus antagonistas, aun vencedores, acaban contaminados, participando como actores imprescindibles de la trama compuesta por los vencidos, como sucedió durante la bárbara muerte de Túpac Amaru II. En ese caso, el aparato represivo, además de degollarlo, lo descuartiza. La necesidad de romper y despedazar habla de una batalla más allá de la muerte. Los funcionarios españoles necesitan desintegrar ese movimiento de retorno. Necesitan salir de ese presente puntual y concreto de Incas que regresan una y otra vez, donde cada intento por desaparecerlos los hunde más y más en el laberinto del retorno. En la confrontación de imaginarios, ambos necesitan la decapitación y dispersión. En el caso español, para desintegrarlo hasta la última partícula y evitar su regreso porque percibe el alcance y la dimensión de la peligrosa figuración utópica, de ahí su necesidad por extremar la represión de imágenes, recuerdos, palabras y la destrucción total del cuerpo, como ordenó la sentencia contra Tupac Amaru II, aniquilando su familia y hasta salando el espacio que ocupó su casa natal. Los indígenas derrotados, por su parte, necesitan la decapitación para que Inkarry goce de un estado de latencia para que tenga tiempo de reconstituirse y se pueda soñar su regreso.

A diferencia de otras divinidades desmembradas con mejor prensa como Osiris, que fue reconstruido por la diosa Isis y resucitado por su hijo Horus, Inkarry presenta otro panorama. Mucho más sencillo y modesto, incluso imperfecto en sus orígenes y combates. Obtendrá la resurrección sin ayuda humana ni concurso sagrado. Nadie tiene necesidad de rezar, ni realizar ofrendas, ni hacer nada en particular, ya que Inkarry posee la virtud de autogenerarse, de embarazarse de sí mismo para regresar y vengar la injusticia: entonces volverá Inkarry cuando esté completo su cuerpo. La cabeza está creciendo bajo la tierra con la simplicidad de un tubérculo, como una papa de reproducción agámica, habitante de una temporalidad cíclica. Es el signo de una muerte que no muere y que no se reduce a silencio, aunque no hable y mantiene su potencialidad en la latencia de la tierra… Es un universo estático, una esperanza del estar más que del ser, del “mero estar”, aquella categoría de lo americano que mencionó lúcidamente Rodolfo Kusch. Ese mero estar que observamos en la posición extendida del Inca que ilustra Guamán, podríamos decir, terrestre, implica y alude a una suerte de Tawantinsuyo al que los cuatro verdugos descabezan, despedazan y despojan. Posee la aptitud de una semilla, la cualidad de estaciones que retornan y fecundan una necesidad que crece en busca del horizonte. La paciencia de los comuneros es terrestre y vegetal; posee la aptitud de la semilla, la cualidad de estaciones que retornan y fecundan una necesidad que crece en busca de un horizonte luminoso.

Por su parte, la resistencia que se inicia al día siguiente del asesinato en Cajamarca, al recuperar el cuerpo intacto de Atahualpa, se desparrama vía tradición oral y utiliza la imagen de su degollación para narrar el punto exacto de inflexión del descabezamiento de la organización del aparato estatal, que incluye los modelos económicos y sociales de reciprocidad andina. Esa cabeza tubérculo es la clave. Para quienes la capturan, es una suerte de cabeza-trofeo y para los otros, que están a su espera, es progenitora de vida y esperanza: sólo su cabeza existe, crece desde ahí para abajo, incluso crece su pelo y su barba; cuando termine de crecer vendrá. En realidad, esa cabeza sacralizada es una huaca invisible o secreta que paulatinamente recobra su potencia dentro de la lógica-ilógica del inconsciente.

Por eso mismo, el mito de Incarry es una historia de orfandad y resistencia secreta. Su núcleo de ideas sobrevive no sólo a la derrota inicial, sino también a la gran represión ideológica ejercida por los extirpadores de idolatrías a fines del siglo XVI y principios del XVII y a la feroz campaña desatada tras la derrota de Túpac Amaru II. Replegada sobre sí misma, se oculta y comienza a vivir una existencia clandestina a espaldas de la cultura de los españas, pizarros o presidentes.

Resumiendo, el mito de Inkarry recoge un episodio ejemplar para que no caiga en el olvido. La captura y secuestro del Inca mediante una traición. El rescate que se le exige y que, pese a su magnitud, reúne y entrega. Mientras el secuestrado cumple lo estipulado, sus secuestradores lo asesinan. En un continente donde la justicia tiene tanto de ficcional, Inkarry, nos ayuda a recordar el suplicio de los inocentes a manos de los poderosos. Nos anima a nombrar las cosas por su nombre y desenmascarar de una buena vez las categorías mentales opresoras con las que estamos obligados a pensar y decirnos. El mito se apropia de ese cuerpo, explica su desaparición y la transforma en una nueva presencia que no olvida el despojo: si no hubieran matado a aquel Inkarry, estaríamos llenos de oro. Nuestros símbolos, al igual que Inkarry, nos están esperando; por eso es tan pertinente la pregunta lanzada por el mito: ¿qué dirán los españas, cuando vuelva nuestro Inka?

 

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