El derecho a la felicidad
Katia Novella Bosio
En el templado frío invernal de Barcelona, sentada en un bullicioso café de una callejuela ravalera en los alrededores de la famosa y transitada Rambla, descubrí que la revista que acababa de comprar en el quiosco delante de la catedral dedicaba un artículo a la Felicidad. Ese estado que todos parecen querer alcanzar pero nadie sabe exactamente qué es. El artículo, como tantos otros millones de artículos y reportajes que decoran las revistas en todo el mundo, hacía una lista de las cosas que las españolas deseaban realizar para ser felices. Enumerar esos anhelos es del todo irrelevante, pues cualquiera que conozca un poco como funciona el mercado actual y sus modas puede imaginárselos. Pero en ese instante, en medio a esa vocería típica de los cafés españoles, en mi mente aparecieron mil preguntas. ¿Qué es la felicidad? ¿Es igual para todos? ¿El valor y el significado que damos a este concepto son los que se le dieron en otros tiempos?
Los científicos, sobre todo a partir de la difusión y aceptación de las teorías de la Ilustración, sostienen que desde que el ser humano pisa la faz de la tierra ha tratado de un modo u otro de encontrar la dicha. ¡Y estamos en este planeta desde hace 400.000 años!
Sin embargo la felicidad es un concepto indeterminado. Nadie puede decir de forma definitiva y firme qué es lo que realmente desea y persigue tratando de alcanzar la felicidad, advirtió ya en el siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant; quien sostenía que: “la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación”.
La felicidad se ha definido de muchas formas, muy a menudo como un estado de búsqueda, de realización del deseo. Y los deseos de la gente pueden ser muy distintos, como: “que él me ame”, o “ir a visitar las pirámides egipcias”, “poder comprar un pantalón que he visto en una boutique”, o “que mi empresa funcione”. Si se hiciera una encuesta, habría probablemente tantas respuestas distintas como encuestados. Y si estas diferencias son grandes entre personas contemporáneas, cuando se hace la comparación entre períodos históricos distintos las diferencias son cósmicas.
Para el filósofo griego Tales de Mileto se podía ser feliz solamente en un cuerpo y un alma sanos, y en una vida besada por la fortuna. Para Epicuro la felicidad era la ausencia de dolor, y la mejor manera para alejarse del dolor era evitar la vida política. En la actualidad, esta argumentación de Epicuro no se sostiene fácilmente. ¿Parecen infelices los políticos, los gobernantes? Para los estoicos la felicidad era aceptar lo que se es y no desear lo que no se puede ser, este pensamiento se relaciona con el hinduismo, y el cristianismo antiguo. ¿Pero dónde comenzó la historia de la felicidad?
La mención más antigua que se conserva sobre la felicidad es del siglo VIII a.C., y está ligada a la tragedia griega. Para los griegos -y también para los romanos paganos- la felicidad era algo que simplemente sucedía, no se podía hacer nada para conseguirla. Había una conjunción entre la suerte y la dicha.
Y, curiosamente, esta relación entre la dicha y la suerte marcó el nacimiento de diversos vocablos en la mayoría de las lenguas indoeuropeas para designar este concepto. Happiness proviene del inglés medio, happ significa ocasión, fortuna. El término francés, bonheur, procede de bon (bueno) y heur (suerte y fortuna). En italiano, español y portugués, felicità, felicidad, felicidade, derivan del término latino felix, que a veces significa suerte, y otras destino.
Aunque ya en los albores de la humanidad se empieza a relacionar la felicidad con el azar, la mayoría de las palabras que surgen para denominar este concepto aparecen recién en la Edad Media, una época donde había condiciones de vida terribles: miseria, hambrunas, epidemias, guerras, tiranías, y una fuerte violencia en las relaciones interpersonales. Pocos motivos había para ser felices, salvo la propia sobre vivencia y Dios. En la Edad Media no todo el mundo tenía derecho a ser feliz, pero sí a albergar la esperanza de serlo en la otra vida. Y por esa recompensa la gente soportaba todo tipo de sufrimientos.
Pero atención: no se trató de una ‘ideología’ inventada ex novo por la filosofía cristiana ya que el cristianismo estableció una asociación apuntada ya por Platón y Aristóteles, entre la felicidad y Dios. La diferencia con el pensamiento platónico y aristotélico, que consideraba la felicidad como contemplación de Dios a través del conocimiento y la práctica de la virtud, fue que el cristianismo asoció la felicidad ‘para todos los virtuosos’ con los paraísos prometidos.
El Renacimiento hace tambalear esta idea de la felicidad. Al menos para los intelectuales de la época, el centro del mundo deja de ser Dios, y comienza a perder sentido la idea de que la felicidad está en el cielo.
Los estudiosos apuntan que este cambio de perspectiva fue debido al avance tecnológico que se produjo a finales de la Edad Media y que permitió a los europeos mejorar su la calidad de vida.
A partir del humanismo, en el siglo XV, con las corrientes vinculadas a los epicúreos, se vuelve a ligar el placer a la felicidad. El filósofo itálico Lorenzo Valla, y más tarde el pensador británico John Locke (considerado el padre del empirismo y del liberalismo moderno), pensaban que la felicidad era el máximo placer que se podía obtener. Es en esta fase histórica cuando la felicidad comienza a tener un significado más social y se entiende como un estado placentero que se puede extender a un gran número de personas. Aún así, es muy probable que la mayor parte de las personas supiera entonces que ese estado estaba reservado solo a unos pocos privilegiados. De hecho, es recién en el siglo XVIII, en la época de la Ilustración, cuando se comienza a difundir la idea de que todos los seres humanos tienen derecho a la felicidad.