Sembrar la Ciudad
por María Alicia Alvado
Huertas comunitarias en tierras ociosas, veredas, balcones y terrazas; jardines verticales que embellecen, perfuman y aclimatan muros al tiempo que atraen pájaros o mariposas; y salidas grupales para la recolección de frutas o la diseminación de «bombas de semillas» son algunas de las experiencias de agroecología urbana que se están multiplicando en las capitales del cemento.
Seis de estas iniciativas fueron explicadas por sus protagonistas en el marco del encuentro «La agroecología urbana ya está entre nosotres» organizado por la Coordinadora «La ciudad somos quienes la habitamos», como parte de su campaña para que el nuevo Plan Urbano Ambiental de la Ciudad de Buenos Aires en proceso de elaboración sea «desde y para la ciudadanía y por el bien común».
La agroecología es una manera de cultivar la tierra, recoger y elaborar sus frutos que se caracteriza por cuidar el medioambiente y recuperar tanto la sabiduría de los pueblos originarios como las prácticas campesinas, que tiende a la autosuficiencia y soberanía alimentaria, al tiempo que fomenta el lazo social y se opone por definición al agronegocio.
En este ideario se enmarca el espacio «La Ciudad nos regala sabores», que desde 2012 ofrece salidas grupales gratuitas para identificar plantas medicinales y comestibles que están en la vía pública y recoger sus frutos.
«Todas las ciudades tienen árboles frutales o comestibles que han plantado les vecines o los municipios en algún momento, y la cantidad de alimento que producen es muy abundante, variado y está al alcance de cualquier persona», explicó Ludmila Medina.
Según el barrio y la época del año, en esas salidas se pueden obtener nueces, naranjas, mandarinas, moras, quinotos, limones, paltas, nísperos, pomelos, granadas, aceitunas, plátanos, tunas, higos, ciruelas, entre otras frutas; pero también verdolaga, laurel, diente de tigre, achicoria, malva, albahaca, tilo y manzanilla.
Medina explicó que «la idea no es ‘robar la fruta’, sino pedir permiso a los vecinos y charlar», porque la iniciativa se enmarca en una propuesta más general de «volver a habitar la ciudad desde una mirada más pausada y en comunidad», lo que incluye «una pata educativa» porque las salidas son aprovechadas para «enseñarles a nuestras niñas y niños que el alimento sale de las plantas y no del supermercado».
De una idea similar partieron los fundadores del colectivo «Necochea, ciudad frutal». «Acá tuvimos que plantar los árboles porque no había tantos y la gente había ido sacando algunos porque les rompía la vereda», contó al respecto Juan García.
Después de haber plantado «100 árboles frutales en el primer año», fueron surgiendo otras iniciativas como la producción de plantines en las escuelas destinadas a vecinos que quieran arbolar su cuadra, la creación de la «hospihuerta» en el Hospital Emilio Ferreyra y una «biblioteca de semillas» que funciona dentro de una de libros, tradicional.
«La hospihuerta está abierta para todas las personas que quieran aprender a cultivar su propio alimento desde cero y sostener un voluntariado cuya producción se destina en parte a la cocina del hospital», contó Eugenia Podlesny.
En tanto, la biblioteca de semillas «pone a disposición de la gente semillas en préstamo», con la idea de que «quien se acerca a un espacio cultural con una inquietud alimentaria» se interese también en «actividades de lectura, clases de cocina o liberación de plantines».
En su casa del barrio porteño de Chacarita, Carlos Briganti montó una huerta que aprovecha al máximo los 60 metros cuadrados de su terraza, donde practica todas las propuestas de su colectivo «El reciclador» que aúna la práctica de huertas agroecológicas comunitarias con «el cirujeo» de cubiertas y envases descartados como basura para ser reutilizados como macetas y composteras.
«Acá no hay espacios ociosos: tenemos semilleros, germinadores y composteras barriales de 200 litros», dijo.
Además de promover el «sembrado de techos», Briganti incentiva a los vecinos a montar en sus veredas macetones hechos con cubiertas apiladas y pintadas de colores, para generar «corredores alimentarios» de punta a punta de las veredas, rebosantes de habas, repollos y tomates, entre otras verduras, en el convencimiento de que «es posible cultivar alimentos de alta calidad en el kilómetro cero».
Otra de sus iniciativas son las «bombas de semillas» según el modelo del famoso agricultor japonés Masanobu Fukuoka, con las que salieron a «bombardear» baldíos por el día de la primavera para «visibilizar la cantidad de terrenos improductivos que existen en las urbanidades» a pesar de la «emergencia alimentaria» que podrían ayudar a paliar.
«Son pelotitas hechas con humus que adentro tienen semillas de zapallo: cuando cae la primera lluvia, la humedad llega a la semilla que rompe la pelotita y se alimenta de ese humus, para después echar raíz y alimentarse sola», explicó Briganti.
Pablo Pistochi, por su parte, es una de las caras visibles del colectivo «Veredas vivas para la soberanía alimentaria» que construyeron un grupo de vecinos del barrio de Devoto preocupados por la «pérdida de biodiversidad» y la necesidad de «desmercantilizar los alimentos».
Convencido de que «las mejores tierras están tapadas de cemento» y de que «hasta en el espacio más pequeño se puede producir alimentos», Pistochi decidió plantar especies trepadoras nativas en hoyos de 15 centímetros de diámetro cavados en la vereda que transformaron la fachada de su casa en un «muro verde».
«En las veredas suele haber árboles exóticos sin mucha interacción con la fauna, pero cuando se plantan especies nativas se empieza a generar otra cosa: afuera de mi casa ahora hay perfumes, sonidos de grillos o chicharras y se pueden ver mariposas o colibríes», contó.
Además, llegó a cosechar «12 calabazas» de un zapallo plantado siempre con la idea de «cambiar tu metro cuadrado para empezar a cambiar el mundo».
Los vecinos de este grupo tienen sus pequeñas huertas domiciliarias o en veredas, recolectan frutos de plantas del barrio y organizan encuentros de vereda donde el conocimiento circula junto con las sonrisas y el mate.
Fotos: Eliana Obregón / Télam