Hace 400 años en Buenos Aires
Cómo surgió esta Ciudad, qué ambiciones la determinaron? ¿Cómo vivían, qué deseos e intereses tenían los primeros porteños? ¿Cuáles eran sus dificultades, cómo intentaban resolverlas? Doblando la propuesta evocadora del Bicentenario (400 años en vez de 200), Periódico VAS edita a continuación una parte del capítulo XI del libro LA OTRA HISTORIA DE BUENOS AIRES de Gabriel Luna. El texto consigna datos asombrosos, explora nuestra identidad, funciona como un espejo ubicado en el origen que intenta mostrar de dónde venimos, y quiénes somos. (¡No es poco!)
Por Gabriel Luna
La niña está tiesa. Descalza sobre una barrica en el centro del patio, mira hacia la quinta, el gallinero, hacia los naranjos cubiertos de azahares dispuestos en la línea de la senda; y todavía puede mirar más allá, donde la aldea desaparece entre unas chozas, tunales y horizonte. Alrededor de la niña dos mujeres trabajan, le pulen con esponjas el cuerpo moreno: pies, muslos, nalgas, espalda y brazos. Una cubre con albayalde la cara y las manos, el cuello, los pechos menudos pero bien formados, el pubis. La otra pone bermellón en los pómulos y los labios, en los pezones y en el sexo. Luego la visten con una enagua, calzas, medias y zapatillas de seda. Y ciñen entre las dos un corsé emballenado desde las axilas hasta la cintura moldeando el cuerpo en una suerte de cono invertido. La niña, ahora vuelve a respirar, mira entre los naranjos y los limeros unos perros cimarrones que saltan y juegan. Las mujeres cubren el corsé con una camisa de encaje de Holanda y sostienen de la cintura el verdugado, una armazón flexible y acampanada de anillos concéntricos. Recién entonces, con mucho cuidado, traen la falda, blanca, de raso labrado de Flandes, y la extienden sobre el armazón cerrándola por delante con alamares. La niña mira la falda, más blanca y pura que los azahares, cayendo desde su cintura sin un pliegue hasta el ruedo bordado de plata. Ya no ve la barrica, tampoco ve buena parte del suelo, parece suspendida en el aire. La circunferencia del ruedo tiene cuatro varas, le dicen. ¡Cuatro varas, niña Margarita! Pero la niña no escucha, ella, aunque el atavío le pesa también se siente suspendida en el aire. Las mujeres traen el cuerpo del vestido: el pecho y las hombreras altas bordadas como el ruedo y espaciadas de abalorios, las mangas del mismo raso que la falda y ahuecadas hasta los antebrazos. El resultado es imponente. La figura, formada por tres conos ascendentes -dos en las mangas y el gran cono de la falda- parece a punto de elevarse. (…)
Veamos la historia desde los ojos de sus protagonistas. La riqueza, en el Río de la Plata a principios del siglo XVII, corría por el lado del sector mercantil europeo, que se dedicaba al contrabando de esclavos. Nuestros primeros pobladores, los empobrecidos campesinos beneméritos, creían tener tres opciones: aliarse a los mercaderes, subordinarse, u oponerse a ellos e impulsar un desarrollo propio y regional. Esta última opción equivalía en lo inmediato a elegir la pobreza. Desde el punto de vista de la conveniencia, la alianza era la mejor opción porque supone una relación entre iguales en donde cada cual aporta elementos equivalentes para el beneficio común.
El aporte del sector mercantil europeo, llamado confederado, resulta evidente. Dinero. ¿Pero cuál es el aporte de los beneméritos?
Los confederados eran en su mayoría extranjeros, no tenían la condición de vecinos y esto significaba que no podían comprar casas ni tierras, ni podían participar en el Cabildo. Y tenían una residencia precaria, proclive a la expulsión. (…) La expulsión por ser mahometano, judío, luterano, converso, o simplemente extranjero, era de trámite simple en el Imperio español. De modo que el aporte de los beneméritos a los confederados consistía en transferirles la carta de vecindad casándolos con sus hijas o sus nietas.
La niña que está sobre la barrica tiene catorce años. Se llama Margarita Carabajal. El nombre es por la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III. El apellido es por Juan Carabajal, fundador de la aldea con Garay y abuelo de la niña; y por Gonzalo Carabajal, el padre, benemérito y regidor del Cabildo. Ambos campesinos curtidos, criollos, y cansados de la pobreza. Las mujeres siguen trabajando, traen la gola de tul plegado para el cuello, golillas para las muñecas, un collar de dos vueltas. Lo último es el tocado. Las mujeres se alejan para percibir el efecto del conjunto. ¡Es una reina!, dicen aunque nunca han visto una. Llaman a la parentela. Todos rodean la imagen sin atreverse a tocarla. Nadie habla. La niña mira una línea de azahares diluyéndose en el fondo de la tarde. Su vida ha cambiado para siempre. Los juegos, su casa Se mudará al otro lado de la Plaza , y nadie volverá a llamarla niña, tampoco hará mandados a la pulpería. Será doña Margarita Carabajal de Texeido Acuña. Ese vestido traído de Flandes que no podrían pagar su padre y su abuelo trabajando durante veinte años, le ha cambiado la vida en pocas horas. Y a ellos también. La parentela se abre para dar lugar a la silla de manos transportada por esclavos negros. La niña pasa de la rústica barrica, del patio de tierra apisonada, a la silla de madera labrada y cojín de terciopelo, las mujeres le acomodan la falda.
Los esclavos cargan la silla a los hombros sosteniéndola por las varas. Aunque todavía hay luz se encienden cuatro antorchas. La procesión empezará frente al rancho de los Carabajal, solar ubicado en la actual esquina de Mitre y Florida donde muchos años después nacería Mariano Moreno y donde hoy está (paradoja del destino) la sede central en nuestro país del Banco Boston, y terminará en la Iglesia Mayor , actual Catedral Metropolitana. Los vecinos llegan de todas partes para ver a la niña. Algunos tocan el ruedo de la falda, hay mujeres que lloran, otros se persignan. Traen regalos a modo de ofrendas, colchas, sacos de frutos y de harina, animales vivos: una yunta de bueyes, tres gansos, dos corderos, un puerco. La niña ya no distingue los azahares; ve, sí, la hilera de naranjos y después una luz que corresponde a la pulpería La Portuguesa en la esquina actual de Av. Corrientes y Florida. La procesión de parentela, vecinos y devotos avanza lentamente por Mitre hacia la Iglesia Mayor. Apura el paso frente a las viviendas de Domingo Griveo y Cristóbal Remón, y toma la huella convertida hoy en la calle San Martín. La imagen de doña Margarita vestida de plata e iluminada por antorchas parece flotar sobre el sendero, entre los techos de los ranchos, sobre los aldeanos rústicos y esperanzados.
La imagen, como esa estrella de la Epifanía de los Reyes, parece conducir a los campesinos hacia un destino venturoso. Pero en realidad ocurre otra cosa: se trata de una entrega. No hay una alianza entre iguales. Los campesinos están entregando sus tierras, sus hijas, sus nietas, el futuro y la libertad, la autonomía de construir un destino propio como pueblo. (…) Fue la primera de las entregas que se verificó en el Río de la Plata , y tal vez la más importante.