La futbolización de la política
por Federico Coguzza
La Selección de fútbol argentina ganó la Copa América. Antes de la victoria, en Estados Unidos, hinchas, fanáticos y oportunistas, sufrieron la desorganización en la que suelen caer los espectáculos donde lo único que importa es el negocio, y más cuando todo está vendido. Después del triunfo, y ya entrada la madrugada en nuestro país, mientras hinchas y fanáticos festejaban (quizás lo único que se puede festejar por estos días), los oportunistas intentaban sacar tajada entre la multitud y todo terminó en represión y vandalismo. El fútbol, deporte y ficción, nos hace creer que participamos y que somos representados. Las formas de la política actual, desde algunos años, también.
¿Existe alguien más ingenuo que un hincha de fútbol?, pregunta el escritor Fabián Casas en su libro La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún (2013), y sin mucho preámbulo, responde: “La verdad, ser hincha de un club, sólo por amor a la camiseta es algo que ronda la boludez. ¿Qué es el amor futbolero? ¿Una electricidad en el pecho? ¿Una sensación de pertenencia? ¿Dar lo que uno no tiene a alguien que no lo necesita? Pagás el acceso a la cancha o el acceso a las instalaciones de tu equipo. No ganás dinero ni de casualidad y los que juegan y cobran fortunas son los jugadores. A veces, preso de esa impotencia que surge cuando tu equipo pierde, terminás tomando tranquilizantes para dormir. Si un jugador juega bien, aunque su vida dure lo que dura un haiku, consigue lo que otros no logran en toda su vida. Una casa, una modelo, una vedette, una mujer, un autazo, un representante, un perro de marca, hasta una causa penal. No existe, salvo en la política dura, un ambiente más corrupto que el del fútbol. Toda la retórica a los partidos de la Selección argentina, los famosos con palco VIP, las promotoras oxigenadas, los empresarios gordos, los políticos rastreros, los familiares de los jugadores que buscan un lugar en el mundo, los periodistas y las groupies con botines, el Himno nacional en la cancha, los análisis sesudos de los filósofos de TyC, podrían servir como alegato para que Dios se decidiera a cerrar la persiana de una vez por todas”.
Sería difícil sostener que la pregunta y la respuesta que ofrece este escritor podrían ser aplicables a la política. Es decir: ¿Existe alguien más ingenuo que un votante de tal o cual partido?
Sin embargo, debido al reemplazo de lo racional por lo sentimental en la política, que caracteriza a los tiempos que corren, sucede que algunos interrogantes se vuelven coyunturales. ¿Acaso los políticos representan a sus votantes, como se cree ilusoriamente que representa la Selección de fútbol a quienes en sus casas sufren y lloran por las circunstancias de un juego? ¿No es la llegada de Milei al poder un signo de la ausencia de representatividad? ¿O acaso si representa y qué es lo que evidencia? ¿Se ha futbolizado la política? ¿Es posible hablar de la tribunización del debate político? ¿Lo emotivo y lo afectivo han reemplazado el carácter racional que debe caracterizar a la política?
En su libro Héroes, machos y patriotas (2014), el licenciado en Letras y devenido en sociólogo, Pablo Alabarces escribe: “Las identidades modernas son inestables, cambiantes, migrantes, atravesadas por la globalización […] Las identidades modernas, incluso las nacionales, se entienden como comunidades imaginadas: grupos de personas que imaginan que pertenecen al mismo grupo, porque no pueden constatar de manera empírica, corporal, que comparten esa comunidad. Esa explicación por la imaginación de una comunidad, que implica el papel central de los discursos, la escuela, la prensa, la literatura, para forjar una nacionalidad, incluye también a las comunidades futbolísticas”, y agrega: “Son imaginadas, porque precisan de la memoria compartida y de los discursos que hablan de ella: pero son a la vez tribales, nucleadas entorno de un club como sentido de pertenencia, y puestas en acción en el contacto entre los cuerpos en el estadio”, y en la calle. La identidad, entonces, parafraseando al autor, es un relato de una esencia que no es tal, pero que se vive como si lo fuera. No se es, se dice que se es.
Ahora bien, el fútbol y la política ponen en escena identidades; sin embargo, las inventan no las reflejan, porque no son un espejo de nada, porque siempre se están rehaciendo y, además, porque muestran lo que quieren mostrar de sí mismas ante la mirada de los otros, pero también ante la propia mirada. Y como se trata de un relato mentiroso, lo que ponen en escena es lo que imaginan que son, también lo que no es y también o, sobre todo, lo que se quiere que los otros piensen que son.
Tener en claro esto, permite no caer en la tentación de afirmar livianamente que el fútbol es el opio de los pueblos, algo a lo que han favorecido los periodistas y las empresas publicitarias. El fútbol no es ni por asomo una operación de manipulación y distracción de las masas, sino un espacio en el que es posible observar para luego analizar las complejas relaciones entre la cultura de masas y los públicos. Sin embargo, también no es en vano aclarar, que mientras en el fútbol lo que predomina es lo emotivo y lo afectivo, en la política debe operar en mayor medida la racionalidad. Porque, a pesar de que ambos, fútbol y política, generan identidades, en el deporte no se resuelven los problemas sociales y económicos que afectan a la comunidad, ni mucho menos se representa y se hace partícipe a la población más que en su carácter de espectador.
El fútbol no representa a la sociedad. Posee reglas que le son propias. La política sí, o debiera, pero basta con asomarse al balcón que da a la Argentina para ver que la lógica que predomina es la de la dicotomía de dos equipos enfrentados en un partido de potrero, sin referí y ni siquiera con hinchada. O jugás para uno o jugás para otro, no hay opción. Y que, como en la cancha, hay planchas, codazos, fouls violentos, insultos, muchos insultos cruzados, y goles en contra. Nunca expulsiones, porque nadie quiere abandonar el campo de juego.
Los mismos que rechazaron siempre que los futbolistas celebren sus logros en la Casa Rosada, aduciendo utilización política, apelan al triunfo de la Selección para justificar cantos racistas o anunciar privatizaciones, como la vicepresidenta Victoria Villarruel en un episodio que incluyó el despido de un funcionario por sugerir que Messi y Tapia debían pedir disculpas por los cantos de los jugadores en el festejo, o como el presidente Javier Milei que anuncia la llegada de las Sociedades Anónimas Deportivas (SAD) al fútbol de nuestro país.
Los datos, la información y la razón desaparecen en la futbolización, sólo hay que ganar, manipular la verdad para que se acomode, gritar para tener razón, aunque las razones caigan por su propio peso, pensar al otro como un enemigo al que hay que eliminar. En ese terreno, Milei está cómodo, alimenta las emociones y el fanatismo -como sucede en el fútbol- para que sus seguidores no puedan pensar más allá de la “ideología libertaria”, por más reaccionaria, regresiva y ofensiva que sea.
Como dice el periodista Javier Correa: “Milei es un punto de referencia total en la Argentina, donde ya no cabe la neutralidad”. De un lado o del otro, “una tendencia a la emocionalidad”, está reemplazando lo indispensable de la política: la razón y la ética. Hecho que, a todas luces, sólo es posible por la tierra arrasada en la que se ha transformado la representación y participación política.
En el fondo, no es la justicia, la libertad o los derechos lo que parece interesar, sino que “mi” lado gane, y cuando esto pasa, aunque no sea novedoso, la que pierde es la sociedad, cuya herramienta de transformación es la política. Esa que cada día parece estar más cerca de los “tablones”, la “tribuna” y el “aguante”, un mecanismo sin ética que reduce al Otro a la nada, al menos que grite “mis” verdades.